Sobre Refugio, Antología (2009-2017) de Gladys González Solís
Mantra
Edixxxiones, Ciudad de México, 2017
Ilustraciones de Jacome Alejandro
Un solo y duro poema de
versos cortos parece, en ocasiones, la poesía de la chilena Gladys González,
cuyo Refugio es el nuevo título de
Mantra Edixxxiones. Se trata de una antología que abarca poemas de Aire quemado (2009), Hospicio (2011) y Calamina (2014), más dos textos hasta ahora no incluidos en libro: “Un
bar vacío” y “Refugio”. Duro y único poema, decimos, por las zonas de vecindad
comunicante que en estos y otros textos (como los de la antología Pequeñas cosas, 2015) se revelan al modo
de secuencias consecutivas muy nítidas, especialmente en el tratamiento de
imágenes que se adentran en el abandono: “paredes blancas / de una casa
hipotecada / libros en el suelo / cuentas por vencer sobre el sillón”
(“Insomnio”). En esa línea de indagaciones,
Refugio se deja recorrer por un voyerismo versátil como el de una cámara
que por fin penetra, a tientas, en un país bombardeado, y así, deteniéndose
además en esas “habitaciones” o “pequeños espacios del dolor”, convierte este
breve conjunto de poemas seleccionados en un hiperestésico objeto contundente
y, a ratos, cortopunzante.
Pero hay otro nivel, más
intimista quizá, donde el registro visual de los espacios catastrados es
tentado por la inminencia del abismo personal, por ese “momento de decidir /
continuar bebiendo / o dejar / el instante eterno de la borrachera” (“Refugio”).
El minuto de lucidez: ese vacío que se abre en el centro de la fiesta, como
decía Roberto Juarroz, en tanto momento decisivo en el que o se esquiva la
ebriedad, o se procrastina, otra vez, la mesura. “Sólo un alcohólico podía
alcanzar esa sobriedad”, escribió Gilles Deleuze sobre Jack Kerouac, y “Última
noche”, el poema más extenso de Refugio,
en ese aspecto hace alarde de un rechazo categórico mediante la puntillosa
interpelación hacia otro —m(uch)acho al que se mantiene a raya— mientras se
bebe en ese bar eterno, que junto a los hoteles sucios y las camas rotas figura
como uno de los espacios tensos predilectos de esta poesía: “yo soy un monstruo
/ y esta selva / de boxeadores viejos / es mi jardín secreto / y mi familia”. El
bar de Gladys González es ese lugar (de lo) esquivo habitado por congregaciones
difusas —siempre iguales, como las ciudades— sin más proyecto discursivo que el
de permanecer en la simulación de un intercambio espinoso. Pero el resto, el
afuera, la luz del día cegadora al salir del bar y los días venideros en esa
distancia de la resaca temblorosa que lo fractura todo, se ancla en la
experiencia de la exclusión, en “los gestos del desencanto”, en “la escena / de
la más completa indefensión” (“Insomnio”).
Ahora bien; si la lectura
de Refugio se deja llevar por estas
tomas del desencanto en las que se enfocan con ojo herido, también, colchones
viejos, ventanas rotas, galpones y bolsillos vacíos (“este no es el paraíso ni
el anteparaíso”, se leía de entrada, como una poética, en Gran Avenida de 2005) es porque el refugio opaco del oficio, con
todo, puede refulgir aún por un misterio: “lo que escribo / parecen retazos de
algo desconocido / que pretendo intuir / dibujando en el vaho de mi reflejo /
que va atravesando / en medio de la noche / los túneles iluminados de la
ciudad” (“Habitaciones”). Es una lectura que probablemente se detiene gustosa
en lo superficial, pero los poemas de la presente antología, con valentía,
también lo son, en el sentido en que Nietzsche decía de los griegos: “eran
superficiales, —¡por ser profundos!”.