La otra tarde
estaba en un pequeño supermercado nuevo, esperando a que pusieran mis cosas en
una bolsa, cuando vi a un hombre alto y andrajoso, con los ojos rojos, que a
todas luces llevaba bebiendo como loco desde la cuna, intentando decidirse
entre una lata de frijoles, una cena completa enlatada, una lata de sopa o una
lata de pollo con champiñones. Tenía treinta y siete centavos o veintinueve
centavos o una suma parecida y estaba allí de pie frente a las cuatro latas,
fulminándolas con la mirada, las latas y los puestos de verdura, frutas, pan,
etcétera. No lograba resolver qué comprar para alimentarse, y estaba claro que
lo que quería no era en absoluto comida. Yo estaba pensando que no le culparía
si devolvía las latas a sus estantes o si las tiraba al suelo y corría al bar
de al lado, donde simplemente podía pedir una cerveza y bebérsela. Más tarde se
me ocurrió que, por decirlo así, suele haber una sola cosa que anhelamos hacer
y que nos perjudica, mientras que, si nos esforzamos por hacer algo bueno o
virtuoso, la elección es tan amplia e inacabable que nos agotamos antes de
poder decidirnos. Quiero decir que el impulso hacia el bien implica elección, y
es complicado, mientras que el impulso hacia el mal es terriblemente simple y
fácil, y yo siento lástima del pobre hombre alto de los ojos colorados.
18 de septiembre de 1954
en De
Dublín a Nueva York (Antología), 2019