13/2/23

John Cheever, por Lorrie Morre




La literatura, cuando ocurre, es la correspondencia entre dos agorafóbicos. Es solitaria y esperada, brillante y pura y temida, un casamiento de pájaros, una conversación entre ciegos. Cuando la biografía se entromete en ese acto entre lector y autor, es posible que lo haga a través de vehículos pequeños –fotografías, sobrecubierta de libros, rumores– estacionados en el frente de la casa. En su forma más elaborada y crítica –la biografía– se acercará bastante a la vivienda.

 

Es probable que para la biografía sea difícil no meterse en la propiedad; pues el impulso de hacerlo, con su insistencia y su carácter irresistible, se asemeja más a algo físico que intelectual. El corresponsal recluido en la casa se hace preguntas e inventa, y empieza a construir un ser a partir del que está del otro lado de las letras. Tan inocente e insinuante es lo biográfico que incluso un biógrafo profesional puede comenzar un trabajo llamado John Cheever con las palabras “Este libro es para Vivian”, permitiendo momentáneamente que su propia biografía ocluya la de su autor en una bonita e irrelevante aparición breve. Esa es la naturaleza religiosa de la biografía: cree que toda obra debe venir de alguna parte, que uno puede darla, dedicarla, como una plegaria.

 

Más allá de sus efectos seductores, la biografía nunca es lo que importa en la literatura. En los intentos de la biografía por conocer exactamente qué parte de la vida generó qué parte del arte lo único que hay son suposiciones. Con su poder de eclipsar y competir, sus intentos de poseer y deshacer el misterio, la biografía no es más que, como dijo una vez Twain, los meros ropajes y botones del hombre. Y es una extraña paradoja el hecho de que todos los biógrafos deben saber esto en profundidad y, al mismo tiempo, no saberlo. La vida real –esa colección de hechos con un punto de vista agregado– tiene el rugido inoportuno de un estómago o de un lobo; toca con fuerza a todas las puertas, incluyendo aquellas detrás de las cuales se sigue el protocolo preferencial de la poesía y la ficción. La biografía literaria ha tenido algunos practicantes refinados y valientes –desde Boswell sobre Johnson, hasta Gaskell sobre Brontë–, sin embargo, siempre hay un poco de culpa respecto al género. Más allá del placer de los lectores, para el sujeto del que se habla la biografía es una especie de impuesto artístico, que vuela por el aire como un panfleto complicado durante la vida, y como un cuervo después de la muerte.

 

Por lo menos, la nueva biografía de John Cheever, de Scott Donaldson –la primera en aparecer desde la muerte de Cheever en 1982–, no es un acto escabroso de medicina forense o de necrofilia. A pesar de no tener nada de la genialidad que tenía la persona sobre la que habla, esta biografía imita de forma honorable la amabilidad, la inteligencia y la reserva de Cheever. Quizás la importancia del libro de Donaldson haya sido mutilada por la aparición en 1984 de Home Before Dark, el libro de Susan Cheever sobre la vida de su padre, y por la inminente publicación de las cartas de John Cheever. A pesar de esto, la biografía de Donaldson se las arregla para reunir con modestia y esfuerzo la totalidad de la vida de Cheever en una suerte de loco jardín inglés de datos por el que los amantes de la ficción del autor no podrán resistirse a pasar. “Escribir se asemeja mucho a un beso”, dijo Cheever pensando en esos lectores. “Es algo que no puedes hacer solo”. Es un comentario revelador que al mismo tiempo niega e ilustra la soledad de una vida literaria. A pesar de ser un texto poblado de los nombres de colegas, amigos íntimos y admiradores, John Cheever: A Biography da la impresión de ser principalmente la historia de un hombre que se encontraba solo, pero no podía aceptar del todo esa soledad; una soledad que, de alguna forma, no fue en absoluto buscada.

 

Cheever creció en Quincy, Massachusetts, hijo de un vendedor de zapatos fracasado y una severa mujer inglesa cuyos instintos empresariales eran más sólidos que los de su esposo (llegó a ser la dueña de una exitosa tienda de regalos). Como F. Scott Fitzgerald, quizás a quien más se parece tanto en la vida como en la obra, Cheever vivía en el mejor barrio de la ciudad. Pero allí se sentía como un impostor asaltado por inseguridades varias, debidas, en parte, al fracaso de su padre. Tanto Fitzgerald como Cheever tenían madres fuertes e independientes, y como adultos los dos tuvieron la necesidad de apuntalar su lado masculino, temerosos de la fuerza de lo femenino. Ambos vivieron vidas muy sociales, forjándose nuevas identidades más seguras gracias a su capacidad de seducir e impresionar a los ricos, avanzando por la frágil línea que separa al bufón cortesano del payaso de ciudad. Cheever, tal vez, lo hizo con mayor gracia, pero ambos se mantuvieron en una ambigüedad poderosa y regada de bebidas fuertes.

 

Donaldson sugiere que el talento de Cheever le vino del lado de la familia materna, que era educada y artística. Pero fue el lado paterno el que Cheever mismo tendía a volver mítico, con sus vínculos algo espurios con Ezekiel Cheever, el legendario maestro de escuela del siglo XVII en la Boston Latin School. Fue también el padre de Cheever el que, mientras tenía un trabajo de tiempo completo en una fábrica de zapatos, estudió por las noches para ser mago y sabía hacer el truco “Cómo cocinar una tortilla en tu sombrero”: sin dudas un elemento importante en el linaje de un escritor.

 

Cheever, tímido, regordete y apenas un estudiante del montón, cuya ortografía según uno de sus maestros era “poco habitual, para decirlo amablemente”, aprendió de joven el poder de narrar bien una historia (algo que le pedían que hiciera frente a sus compañeros de clase), así como la efectividad de las buenas maneras. Con la corta edad de cinco años, fue recordado por haber sido el único niño que, antes de retirarse de una fiesta, se dirigió a la anfitriona: “Gracias por invitarme”, dijo. “Lo disfruté muchísimo, ¡y lo digo en serio!”. A los trece años, en la Thayer Academy, escribía poemas sorprendentemente sofisticados. Compuso el eslogan ganador para la “Semana de la buena postura”: “Que sea la semana de la buena postura, no la de la postura débil”. Y cuando, en 1930, a los diecisiete años lo expulsaron por malas notas, se sentó y escribió un relato llamado “Expulsado”, y se lo envió a Malcolm Cowley del diario The New Republic, donde aceptaron publicarlo. Su brillante carrera nació del rechazo.

 

A partir de una historia como “Expulsado”, el retrato de una escuela privada a la que el narrador no tiene permitido regresar, Donaldson se permite utilizar de forma directa resúmenes de la ficción de Cheever como la argamasa y a veces los ladrillos mismos en la reconstrucción de la juventud y la adultez del escritor. Donaldson mismo habla sobre la alergia que le tenía Cheever a la verdad sin adornos, así que es difícil creer que la vida y el arte se hayan ayudado mutuamente en este relato. El trompe l’oeil de la autobiografía, presente en cualquier ficción, ya es de por sí difícil, pero la presunción de veracidad que se le endilga a la obra de Cheever le otorga un aspecto de desesperación biográfica.

 

No es que Donaldson no haya investigado; transporta al lector a través de una detallada cronología: Cheever se muda a Nueva York en 1934, los viajes a Yaddo, el casamiento con Mary Winternitz, el servicio militar en un campamento de la Armada que se parecía “de todos los lugares posibles, a Harvard”, la beca Guggenheim, el Premio Nacional del Libro en 1957, los viajes a Italia, la casa en Ossining. Donaldson es afilado, aunque también cuidadoso, en la presentación de la larga y finalmente turbulenta relación de Cheever con The New Yorker. Es gráfico, aunque se le acaba el aliento cuando analiza el profundo apego de Cheever con su hermano Fred; una relación que Cheever sentía que removía sus deseos homosexuales. Expone detalladamente las anécdotas sobre los sirvientes que Cheever tuvo en Italia y en la hacienda Vanderlip, en Scarborough, Nueva York, donde alquilaron durante algunos años. Y extrañamente, aunque de manera respetuosa, no dice mucho sobre la esposa del escritor, Mary, quien nunca aparece de forma clara, y con quien la biografía por momentos parece estar en deuda.

 

Recién en el último tercio del libro, la imagen de Cheever que busca Donaldson se vuelve más clara y se transforma en algo desolador. Cerca de los cuarenta años, el alcoholismo grave de Cheever había afectado sus hábitos de trabajo y vuelto un caos su vida familiar. Al principio, la bisexualidad parecía darle el afecto y la emoción que sentía ausentes en su vida a pesar de todo el bienestar del que gozaba. La promiscuidad se instaló en él. Tuvo romances con estudiantes, con hombres en baños gay, con Ned Rorem y Hope Lange: estas dos últimas relaciones fueron las más conocidas. En Boston University lo contrataron para enseñar el mismo año que Anne Sexton, parte también del claustro, se suicidó. Cheever mismo se hundió en una depresión exacerbada por la bebida. En la mitad del segundo semestre, lo enviaron a casa con su esposa, y John Updike se hizo cargo de su clase.

 

Al final de su vida, Cheever logró ganar la batalla contra el alcoholismo, pero para algunos ya era demasiado tarde. “A tu edad yo me habría ido ebrio”, le dijo una vez el poeta Hayden Carruth. “¿Vomitando sobre los muebles de la gente?”, le contestó Cheever. Había rescatado su vida a tiempo para escribir dos novelas más, Falconer ¡Oh, esto parece el paraíso!, y para ver cómo sus relatos reunidos ganaban el Premio Pulitzer en 1978. Recuperó su afecto por Ossining, empezó a andar en bicicleta, se iba temprano de las fiestas. Y entonces, a los sesenta y nueve años de edad, lo atacó el ritmo perverso de la enfermedad y fue diagnosticado del cáncer que lo terminaría matando un año después.

 

Fitzgerald fue el único escritor sobre el que Cheever decidió escribir (en una breve biografía para Atlantic Brief Lives, en 1971), y Donaldson, que también ha escrito biografías de Fitzgerald y de Hemingway, nos dice que “es indudable que cuando redactó esa breve vida de Fitzgerald, Cheever estaba escribiendo sobre sí mismo”. Sin embargo, la vida de Cheever parece, finalmente, una vida más ordinaria y más conmovedora y triste que la de Fitzgerald. Como señaló una vez Wilfred Sheed: “Cheever me recuerda a esa vieja historia sobre el paciente con la cama junto a la ventana que inventó un mundo alegre en el exterior para hacer sentir bien a los otros pacientes a pesar de que su ventana daba a la pared de un banco”. Es fácil sospechar, y hasta percibir, la intimidad de Cheever con esa pared. Atrapado en la compra alcohólica de olvido y euforia, dentro de una carcasa marital a la que solo le declaraba una lealtad formal, esperando aliviar la falta de amor que había sentido de su madre y su esposa (ambas llamadas Mary), Cheever construyó una vida de hermosas palabras; una voz mezclada con el acento inglés y el acento yankee, una prosa de tonos eclesiásticos, de tristeza y afirmación lírica. Sus frases habladas eran tan elegantes que, a veces, la gente que no lo estaba mirando pensaba que leía. Fue al mismo tiempo un “Thurber sin dientes”, un malvado escritor de sátiras, y el Chéjov de Westchester. En su trabajo y en su espíritu siempre hubo una división entre lo “celebratorio y lo despectivo”. Cuando fue elegido para formar parte del Instituto Nacional de Artes y Letras, bromeó al respecto con el cantito: “Daba da, daba du, daba do, somos miembros del instituto”. Pero tenía un gran respeto por las ceremonias y los reconocimientos, y en los años que siguieron propuso la nominación y la distinción de decenas de otros escritores que admiraba.

 

Sin duda, es a través de su trabajo que se llega a conocer a un autor –su mejor y esencial yo–, sin tener que rescatarlo o explicarlo. Un cuento es “el apaciguamiento del dolor”, decía Cheever, que sentía que el cuento poseía una intensidad de la que carecía la novela. “En un elevador de esquí detenido, en un bote que se hunde, en el consultorio de un dentista o de un médico… o en el momento mismo de la muerte, nos contamos un cuento”. Donaldson se detiene en su análisis de los grandes relatos de Cheever –“Adiós, hermano mío”, “El esposo rural”, “La geometría del amor”– como un jardinero que los cuida, aunque no coseche ningún fruto de ellos salvo la belleza. Fred Cheever dijo sobre su padre: “Nadie, absolutamente nadie, compartía su vida con él”. Donaldson tiene eso en común con el tema de su libro: el impulso de compartir una vida que no puede ser compartida, aunque sí puede ser escrita con el cuidado de un jardinero, con las palabras plantadas como un beso.

 

(1988)

 

 

 

en A ver qué se puede hacer (Ensayos, reseñas, crónicas), 2019