10/4/23

Pastor, por Joy Williams





Hacía tres semanas de la muerte del pastor alemán de la chica. Se había ahogado. La chica no conseguía olvidarlo. Se sentaba en el porche de la casa que su novio tenía en la playa y miraba el agua.

 

No era la misma agua. La casa miraba al golfo de México. El pastor se había ahogado en la bahía.

 

Su novio había comprado la casa hacía solo una semana. La había comprado amoblada, con platos y vasos desaparejados, varias camas grandes de roble y un surtido de muebles de bambú.

 

La chica tenía su propia casa en la amplia bahía, protegida por diques, con grandes ventanales que daban a unas buganvilias descuidadas. El carpintero había escatimado en clavos al construir la estructura de madera y cuando el perro correteaba por la casa todo se movía.

 

El novio de la chica se apellidaba Chester y todo el mundo lo llamaba así. Llevaba unas gafas de sol con cristales color botella de champán. Chester tenía unos hombros poderosos, las manos grandes y un matrimonio roto a sus espaldas por el que no debía ni un centavo.

 

—Te ha tocado la lotería —le decían a ella sus amigas.

 

Tres días antes de que el pastor se ahogara, Chester le había pedido a la chica que se casara con él. Hacía casi un año que se conocían. «Casémonos», le dijo. Se habían tomado una pastilla de metacualona antes de meterse en la cama. De eso hacía ya tres semanas y tres días. Se iban a casar en cuatro días. El tiempo es respiración, pensó la chica.

 

Era un pastor de pelo marrón y negro, y tenía una cabeza formidable, con el hocico chato. Había aprendido a hacer una cosa pasmosa. Cuando la chica le decía «¿Me quieres?», el perro saltaba a sus brazos de cuatro patas. Y era ligero, muy ligero, pues encerraba todo su peso en lo más profundo de su ser, como si su peso no fuera más que un sueño.

 

La chica lo tenía desde los dos meses de edad. Se lo había comprado a un criador de Miami, un sacerdote que había colgado el hábito. El perro procedía de una camada de cinco cachorros con un pedigrí excelente. La madre era elegante y cariñosa, el padre más solemne y receloso. El sacerdote que había colgado el hábito para hacerse criador de perros le pidió a la chica que pasara cinco minutos a solas con cada cachorro y le hizo múltiples preguntas sobre su vida. Nunca había pensado tanto en sí misma. Cuando finalmente se decidió por un cachorro, se sentó en la cocina con el criador de perros y se tomó una Pepsi. El cachorro retozaba entre sus pies, mordisqueando los cordones de sus zapatillas de deporte. El criador fumaba y conversaba con la chica mostrando gran aplomo. A la chica le impresionó aquel hombre.

 

—Estamos todos dormidos, soñando, ¿sabes? —dijo el criador—. Si llegáramos a comprender nuestro verdadero lugar en el mundo, no podríamos soportarlo, tendríamos que buscar una salida.

 

Ella asintió. Estaba avergonzada. A veces la gente le hablaba así, en tono íntimo y preocupado, como si fuera una chica apasionada, reflexiva o muy leída. El cachorro olía maravillosamente. Lo tomó en los brazos.

 

—Nos engañamos. Todo lo que hacemos es soñar. Sueños felices o pesadillas...

—Nuestra vida es cómo nos ven los demás —dijo la chica.

—¡Exacto! —exclamó el criador.

 

La chica estaba sentada en el porche, meciéndose suavemente en el balancín. Se imaginó a sí misma de pie, riéndose, más joven y mucho más bonita, con el pastor saltando a sus brazos. Oía zumbidos y crujidos en su cabeza. El bourbon oscilaba alrededor de la cabeza inclinada del flamenco estampado en el vaso vulgar. Sentir el peso del cuerpo ahogado del pastor en sus brazos había sido una experiencia horrible, verdaderamente horrible. Ese día, ella y Chester llevaban ropa bastante elegante porque habían salido a cenar con una pareja de amigos, un agente de bolsa y su novia, que era mercante de arte. La chica era muy delgada y muy rubia. Su cara estaba cubierta de un vello rubio finísimo. El pequeño restaurante en el que habían cenado parecía mucho más grande de lo que en realidad era porque las paredes estaban cubiertas de espejos. La chica miraba en los espejos cómo comían y bebían las dos parejas. El corredor de bolsa habló de dinero, de lo que podía hacer por sus amigos. «Amo mi trabajo», dijo.

 

—El arte que muevo —dijo su novia— tiene el objetivo de fomentar la discusión. En modo alguno hay que considerarlo un producto estético.

 

La chica le había pedido a la mercante los turnedós que ella y su pareja no habían tocado y el camarero los había guardado en un paquetito de papel de aluminio en forma de cisne. La chica recordaba llegar con la carne a casa para dársela al pastor y ver entonces que la tela mosquitera estaba desgarrada. Recordaba haber notado la quietud de su casa a medida que iba afluyendo a su mirada.

 

La chica miró el golfo de México. Era un día radiante, sin oleaje. No había un alma en la playa. Los fanáticos del bronceado estaban bronceando sus pieles en soláriums, en cabinas de rayos uva que les proporcionaban un bronceado uniforme y les permitían ahorrar tiempo.

 

La chica deseaba que aquel momento no hubiera llegado todavía, deseaba estar allí, una vez más, esperando, con los brazos abiertos y vacíos, diciendo: «¿Me quieres?». Los perros oyen sonidos que nosotros no podemos oír, pensó la chica. Los perros oyen las llamadas.

 

Chester había cavado un profundo agujero cuadrado al pie de la buganvilia más grande y la chica había enterrado allí a su perro. Se ensuciaron la ropa de colores claros con el pelo del perro ahogado. La chica había tirado su vestido. Chester envió su traje a la lavandería.

 

A Chester le gustaba el perro, pero era el perro de su novia. Un perro solo puede tener un dueño. Cuando Chester y la chica hacían el amor en la casa de ella, o cuando la chica salía por la noche, encerraba al perro en un porche pequeño cuyas altas ventanas estaban cubiertas de tela mosquitera. El perro le había cogido el gusto a saltar del recinto que le habían preparado, un claro rodeado de tela metálica y equipado con neumáticos viejos. Se suponía que era su patio de juegos, un área de ejercicios para mantener a raya el aburrimiento y la soledad cuando la chica no estaba con él. La valla metálica era alta, pero el pastor había aprendido a saltarla. Se había escapado muchas veces, de modo que la chica había empezado a encerrarlo en aquel porche pequeño. La chica nunca había sido testigo de sus huidas, ya fuera del porche o del cercado, pero se lo imaginaba saltando, haciendo acopio de fuerzas antes de lanzarse hacia lo alto. Podía saltar tan arriba, había tanta ligereza en él, tanta fe en el salto.

 

En la playa, en casa de Chester, las olas esparcían tantos destellos de luz que la chica no podía soportar mirarlas. Se terminó el bourbon, llevó el vaso vacío a la cocina y lo dejó en el fregadero.

 

El primer lugar donde la chica y el pastor vivieron juntos fue cerca de la milla 47 de los Cayos de Florida. La chica trabajaba allí en un pequeño laboratorio marino. Su vida se ceñía exclusivamente a la del perro y a la suya propia. La vida parecía lenta y alegre, y al recordar esos días la chica tenía la sensación de haberse hallado a las puertas de algo extraordinario. Se acordaba del pastor, de su entusiasmo, energía y dignidad. Se acordaba del pastor y de haberse sentido buena. Vivía siendo consciente de la felicidad.

 

La chica se pasó las manos por el pelo. Era como si el golfo se le atravesara en la garganta.

 

En aquella época abundaban las cosas sagradas. El mundo había sido un lugar prometedor. Pero entonces se produjo la desaparición de las cosas sagradas.

 

Un amigo de Chester había recomendado probar con la hipnosis. Se mostraba muy entusiasta al respecto. La chica haría varias sesiones con ese hipnotizador y al final se olvidaría del perro. No lo olvidaría exactamente. Más bien, dejaría de hacer ciertas asociaciones mentales. Dejaría de situar el recuerdo del perro en el contexto de la tristeza que le había ocasionado su pérdida. El hipnotizador había tenido mucho éxito con fumadores.

 

Esa noche salían de cena con aquel hombre y su mujer. No le apetecía nada. Hablarían sin parar. Hablarían del mercado inmobiliario, del hipnotismo y de la cocaína. Esa noche, irían a un restaurante que últimamente había ganado una triste fama porque una anciana había muerto por las quemaduras sufridas cuando el postre de cerezas flambeado que le estaban sirviendo prendió fuego a su vestido. Todos pedirían flambeados de postre. Y luego irían a bailar.

 

Los animales están más cerca de Dios que nosotros, pensó la chica, pero no les hace caso. Sentía una pesadez en los brazos. El sol lucía enorme mientras descendía morosamente hacia el horizonte. La gente se estaba reuniendo en la playa para verlo ponerse. Llevaban radios encendidas. Pasaron tres minutos desde que el sol tocó el horizonte hasta que desapareció por completo. Un animal puede vivir tres minutos sin aire. El pastor había tardado tres minutos en morir después de nadar quién sabe cuánto tiempo en las aguas profundas frente al liso dique. La chica recordó el momento en el que llegó a la casa con la carne envuelta en un cisne de papel de aluminio y vio la mosquitera rota. La casa estaba llena de mosquitos. Chester puso un poco de hielo picado en un vaso y se sirvió una última copa antes de acostarse. Chester siempre parecía fuera de lugar en la casa de la chica. La casa no tenía ningún valor, lo valioso era el terreno. La chica salió, llamando al perro, pasó junto al cercado vacío, llamándolo, bajó a la bahía y vio las luces encendidas de las mejores casas a lo largo del dique. Un vecino había llamado al Departamento del Sheriff y las luces de un auto policial se reflejaban en el suelo, sobre el perro oscuro.

 

Sonó el timbre de la casa de la playa. Chester había hecho cablear toda la casa. En la primera semana después de comprarla, había montado un sistema de aire acondicionado, sustituido todas las ventanas por cristales reflectantes e instalado un sofisticado sistema de alarma por infrarrojos. El timbre, sin embargo, solo era un aviso concreto. Dejó de sonar. Solo avisaba de que la puerta se abría, de que Chester llegaba a casa. Chester activaba el sistema general cuando salían o se iban a dormir. La chica pensó en frecuencias invisibles que monitorizaban el aire quieto. A la chica le parecía obsceno que las microondas pudieran salvarla de vivir el dolor, la humillación o la pérdida. Reflexionó un momento sobre el deseo que tenía Chester de un sistema integral para la seguridad del hogar. En la casa no había nada que mereciera la pena robar. Lo que hacía Chester era proteger el espacio. Por un instante, le pareció obsceno el contacto de la mano de Chester en su pelo.

 

—¿Por qué no te has vestido? —preguntó él.

 

La chica lo miró un segundo y luego se miró a sí misma, su desgastada camiseta y sus pantalones cortos con un estampado de flores de hibisco. «Me estoy haciendo vieja para llevar esta porquería de ropa», pensó la chica. Estaba refrescando rápido en el porche con la llegada de la noche. La chica tiritó y se frotó los brazos.

 

—¿Por qué? —dijo.

 

Chester suspiró.

 

—Vamos a cenar con los Tynan.

—No quiero ir a cenar con los Tynan —dijo la chica.

 

Chester se metió las manos en los bolsillos.

 

—Tienes que levantar el ánimo de una vez —dijo.

—Estoy volando —dijo la chica—. Y he volado. —Pensó en el pastor saltando, en su ligereza. Había escapado de ella. Pero ella no se había ido a ninguna parte.

—Te he consolado lo mejor que he podido —dijo Chester.

—No hay consuelo posible —dijo la chica—. No hay recuperación. No hay final feliz.

—Nosotros somos el final feliz —dijo Chester—. Danos una oportunidad.

 

El cielo estaba rojo, el agua era de un plateado mate.

 

—No soporto la idea de volver a cenar con los Tynan —dijo la chica—. No soporto la idea de ir a otro restaurante y ver ese protector antiestornudos encima del bufé de ensaladas.

—No me chilles, cariño. ¿Toda esa mierda que tomas nunca te calma? No soy el perro. A mí no me puedes chillar así como así.

—¿Qué? —dijo la chica.

 

Chester se sentó en el balancín. Puso la mano sobre su rodilla.

 

—Creo que eres maravillosa, pero también creo que un poco de autoconocimiento, un poco de realismo, no te vendría nada mal. Cariño, te ponías de pie y le chillabas al perro.

 

La chica miró la mano de Chester, que le daba palmaditas en la rodilla. Le pareció una mano inconcebiblemente grande y rojiza.

 

—No te he chillado —dijo ella.

 

El perro había aprendido a hacer una cosa pasmosa. La chica le preguntaba «¿Me quieres?» y él saltaba de cuatro patas a sus brazos. Todo el mundo se quedaba alucinado.

 

—La noche que pasó, miraste la tela mosquitera y dijiste que lo ibas a matar cuando volviera.

 

La chica miró la mano que acariciaba y frotaba su rodilla. Se sintió bloqueada.

 

—Nunca dije eso.

—Tenías toda la razón del mundo para estar enfadada, cariño. Tuviste que arreglar esa mosquitera por lo menos media docena de veces. El perro se estaba convirtiendo en un problema de disciplina. La gente empezaba a sentirse incómoda con él.

—¿Incómoda? —dijo la chica. Se puso de pie. La mano cayó lejos de su rodilla.

—Ya no tiene solución —dijo Chester—. Si dependiera de mí, lo arreglaría. Haría cualquier cosa por ti.

—Esa noche no te quedaste conmigo, ¡no te acostaste a mi lado! —La chica se puso a andar en pequeños e inquietos círculos por el porche.

—Me quedé varias horas, cariño. Pero nadie podía dormir en esa cama. Las sábanas siempre estaban llenas de arena y de pelos de perro. Por eso compré la casa, por las camas. —Chester sonrió y se acercó a la chica. Ella se volvió, cruzó la casa y abrió la puerta, activando el timbre—. Por favor... ¡Déjalo ya de una vez! —gritó Chester.

 

Cuando la chica llegó a su casa, entró en la habitación y se acostó. Había a su alrededor un amplísimo silencio, como un enorme agujero. El silencio era algo que solía confiarse a los animales, pensó la chica. Muchas de las cosas que las palabras humanas estropean son restauradas por el silencio de los animales.

 

La chica estaba echada de costado, luego se puso boca arriba. Pensó en la buganvilia, en esas hojas que se transformaban en flores sobre la tumba del pastor. Pensó en el pastor al lado de la cama, recostado contra la pared, durmiendo plácidamente, con su fe en ella intacta.

 

Hubo una descarga en su cabeza, una pequeña explosión que la despertó. Se incorporó de un salto, jadeando, después de soñar que el pastor había muerto. Y por un instante se debatió entre los dos sueños, doblemente engañada. Se vio a sí misma saltando, para luego caer. La luna derramaba su luz sobre el claro.

 

—¿Verdad que te quise? —dijo la chica. Se vio a sí misma saltando por toda la eternidad y por toda la eternidad cayendo una vez más—. ¿Y verdad que tú también me querías?

 

 

 

en Cuentos escogidos, 2017

Originalmente en revista Taking Care, 1972