Abundio Macías estaba seguro de que moriría pronto.
No estaba enfermo. De hecho, robusto y metódico en sus costumbres,
había gozado siempre de buena salud.
No tenía problemas serios con nadie (lo que tal vez habría supuesto la
mórbida acción tal vez de algún enemigo, miembro del hampa o no). De hecho,
hasta había sido reconocido alguna vez por el propio alcalde de su ciudad como citadino
ejemplar.
No era hipocondriaco. De hecho, se había caracterizado siempre por una
actitud mental y física decididamente positivas y sobresalientes.
Abundio Macías tampoco sufría de depresión, ni mucho menos. De hecho,
siempre se había caracterizado por una sonrisa a flor de labios. Hasta se
podría decir que era optimista, a pesar de su seguridad inamovible de que
moriría pronto.
“Los dioses tienen un sentido del humor extraño”, solía decir la
abuela de Abundio cuando éste, siendo un niño, insistía desde ya en mencionar
la seguridad de su fin cercano (a veces, en contextos que no tenían nada que
ver; en medio de una cena familiar, por ejemplo). Era entonces que su abuela,
dando suspiros y mirándolo con fijeza, se refería al extraño humor de los
dioses al no entender cómo tan certera y más bien oscura conclusión podía venir
de un niño tan popular entre sus pares y tan inteligente; además de ser muy
bien parecido y acomodado, tanto en el área social como en la económica.
Abundio Macías estaba seguro de que moriría pronto. Y con esta
seguridad (que él nunca se molestó
por explicarle ni aclararle a nadie), vivió su vida casi como ajeno o
impermeable a los problemas personales y colectivos; pero, y esto es quizás lo
más curioso, no se podría haber dicho nunca que a él no le importaba nada de
eso (el público reconocimiento que había hecho de él el alcalde, así lo
atestiguaba).
En fin, al transcurso de los años, que pasaban veloces, se le sumaron
sus dos divorcios, sus fundaciones y cierres de compañías, sus logros y
fracasos tanto personales como económicos y muchas otras instancias que la
gente suele catalogar como “bendiciones”. Se le sumó también todo ese
inagotable, macabramente inagotable (e inevitable) desfile de problemas componentes
de la realidad humana, farsa o no: espirituales, físicos, económicos, sociales,
nacionales, internacionales, políticos, ambientales; en fin, de toda esa —condenada
ya desde el principio— aventura humana que un buen día, cuando Abundio acababa
de cumplir 60 años, se redujo al apocalíptico fin que ya se presentía o
adivinaba hacía siglos pero nadie se atrevió a ponerle fecha; pues 3 o 4
horrendas, terríficas, absolutas, indescriptibles, totales y definitivas
explosiones nucleares que se sucedieron con rapidez inaudita una a la otra,
impusieron oscuridad y silencio global de forma casi instantánea.
Abundio Macías estaba seguro de que moriría pronto. Por eso que esa
mañana, la de su sexagésimo cumpleaños y luego de que hubieran ocurrido tan
inauditas (aunque, al mismo tiempo, terriblemente anticipadas) explosiones, recordó
—con sorna esta vez—a su abuela: “los dioses tienen un sentido del humor
extraño”.
Se preguntó si habría más sobrevivientes.
Cerró los ojos y no quiso pensarlo.
Inédito para G0 Ediciones, 2018
Pronto: Lanzamiento de Sobre destinos, ciudad y Dios
Cuentos de Bernardo Navia
Ars Communis Editorial, Chicago