“El tiempo es una sustancia de la que estoy hecho. El tiempo es
un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero
yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego”, revela
Jorge Luis Borges trasponiendo nuestros pensamientos a lo básico y haciéndonos
sentir que, si bien podemos ir, extraviarnos, incluso desaparecer para luego
regresar, el tiempo será siempre
nuestro hilo conductor. Goycoolea lo detiene amarrando no solo el instante,
sino también su alma (acá llamada gesto
de inmediatez). En su cuño, las imágenes de las circunstancias son efectos
(impresiones, breves conmociones) con que el interior se manifiesta, más
precisamente, se retrata, desplazándonos, como mudos testigos, hacia un lugar
donde el tacto y la visión perpetuaron la emoción y los sueños.
En la construcción de sentidos, el poeta (dicho acá en
genérico) abraza la brisa, el mar, el cielo abierto, un cuerpo; y, con ello,
congela el tiempo, los minutos y las horas con las que enfrenta precisamente
aquello, el paso del tiempo: “Esos sueños que no quieres que acaben y no
acabamos nunca, meridianamente se anuncian las doce para dividir las
veinticuatro horas del día. Un calendario va indicando los días del año. Eso es
todo. Divago y me extiendo, y sigue siendo necesaria la distancia que sólo se
resuelve en el mar”.
Como en un juego de luces, el fin se define claramente. Escrito
está: ”Cuanto más vivida la experiencia, más intensa la impresión”. Y así, como
turistas que esperan el sol tras los cristales, entre sonidos estrechos que
definen lo que son (y hacia donde se dirigen), el escritor marcha aun más
lejos, como el ruido sordo que subyace en la existencia. Pareciera que los
enemigos de la memoria regresaran en busca de un compromiso que permanece
suspendido. “Los dragones luchan en la pradera”, y cortometrajes como polaroids
se encuentran, incendian, echan fuera los demonios. Tal vez por ello el autor
sospecha y guarda silencio junto a De Rokha y Huidobro, esperando detrás del
último horizonte el momento previo a la mentira y al amanecer.
Frente a la puerta que se abre a medias “hay un solo estrecho
por el que deambulan los perros, los gatos y otros animales mudos”. Las
imágenes son plenas, exactas. Los poemas recorren las calles, suben por las
paredes, traspasan a los hombres que conquistan las avenidas y, como si en ello
hubiese un propósito, un destino predeterminado, la muerte inminente nos acoge
a todos, alejándonos un poco, solo un poco, de Valparaíso y su otoño sin
nombre.
“El amor es un revoloteo sobre un abismo que se aísla” agrega
Goycoolea, y con ello nos condena, desde su jardín secreto, ahora público,
encantado en el país de las escasas maravillas que todavía existen para un ojo
aguzado como el del poeta, donde los colores que parecían indudables,
simplemente se han marchado. “Eras el buzo azul de zapatillas North Star, los
domingos de supermercado, el último otoño del último año de mi vida”. Goycoolea
desnuda todas las postales, las canciones a medias que se cruzan por su camino,
cual vigía que en su espera, vuelve la mirada y busca los barcos que
desaparecieron o los recuerdos que decidieron no volver.
San Clemente, diciembre
2017
¡Flash!, Franklin
Goycoolea
G0
Ediciones, 2017