Fragmento
No eres más que un ojo. Un ojo inmenso y fijo que lo ve todo,
tanto tu cuerpo arrellanado como a ti mismo, observador observado, como si
hubiese girado completamente en su órbita y te contemplase sin decir nada, a
ti, al interior de ti, el interior negro, vacío, glauco, aterrado, impotente de
ti. Te mira y te deja paralizado. Nunca dejarás de verte. No puedes hacer nada,
no puedes escaparte, no puedes escapar a tu mirada, nunca podrás: incluso si
alcanzases a dormirte tan profundamente que ninguna sacudida, ninguna llamada,
ninguna quemadura lograran despertarte, ahí seguiría ese ojo, tu ojo, que nunca
se cerrará, que nunca se dormirá. Te ves, te ves verte, te miras mirarte.
Incluso si te despertases tu visión permanecería idéntica, inmutable. Incluso
si lograras añadirte miles, millones de párpados seguiría, detrás, ese ojo,
para verte. No te duermes, pero ya no te volverá el sueño. No estás despierto y
nunca te despertarás. No estás muerto y ni siquiera la muerte lograría
liberarte...
Originalmente
en Un homme qui dort, 1967
Primera
traducción al español, 1990