Pensamos que era posible ocultarnos,
que en el estrecho canal con sus estrechas columnas con sus aguas estrechas y
nuestros pies enormes buceando entre ellas, pasar inadvertidos. Y fue posible
hasta que la noche estrenó orificios en su telón: astros nada fugaces, en
absoluto efímeros como nuestros recuerdos: miradas azules en la noche
estrellándose junto al arrastre de nuestras pezuñas, sobre los lomos de
nuestros cuerpos mamíferos, infiltradas en nuestras escamas, en las gargantas
anfibias y aullantes. Los ojos de la noche congelaban nuestro secreto, las
nubes arremolinándose como nuestra confusión. El nervio óptico de la noche. No
podemos oír qué dicen, dijo uno de nosotros. Y escuchamos el goteo de luces
sobre el agua apozada. Quisiéramos entender, dijo, pero estábamos encerrados en
la frontera de nuestro siseo. Voces roncas, las nuestras. Oídos que criban todo
menos el silencio. Hundimos nuestras patas hacia delante; nos sumergimos hasta
que los párpados de las linternas se fueron cerrando y volvimos a encontrarnos
en la oscuridad.
en Cien
microcuentos chilenos, 2002
Juan Armando Epple, antologador