Sobre Diario
de la peste, de Manuel Illanes
La poesía de Manuel Illanes (Santiago de Chile, 1979) instala
una necesidad que, en cada una de sus apuestas, define una aproximación ya no
sólo como búsqueda, sino más bien al modo de una ruta que consigue, desde mi
perspectiva, asegurar una manera de abordar, bajo ciertas variantes, la
realidad latinoamericana hoy.
En sus anteriores publicaciones revisadas, Crónicas de Tollan;
Memorias del inframundo y Paraíso Inc., se perfila una mezcla de
bitácora, canción agorera y obituario, pues hace un recuento de momentos, unos delicados
y pulcros, otros desenfadados y tóxicos, de lo que le ha tocado vivir y, por qué
no decirlo, sobrevivir en sus viajes de un punto a otro de América. No intento despachar
aquí su biografía, pero salven estas líneas como una aclaración, para decir que
Manuel Illanes dejó hace algunos años el Chile de la posdictadura con las
consignas del neoliberalismo más salvaje, para recabar en México, suponemos
tras el sueño sudaca de la revolución cultural de un suelo azteca que, mal que
pese a sus coetáneos, se distingue con creces de lo que pasa y deja de pasar a
orillas del Pacífico en esos afanes.
Su viaje, como un éxodo, contiene todos los resabios de un
autoexilio, donde más que primar el desarraigo, persiste la porfía de quien no
quiere regresar.
Los poemas de Ilanes, más que proponer una simple mirada, como
advertía o quise describir de manera resuelta antes, ofrecen abarcar la desolación,
lo que dicho de otro modo sería: cierta cuota de desesperación en busca de cierta
lucidez. No hay lucidez sin esperanza y no hay esperanza sin la locura que
condicione esa cordura. Entonces el puente que une esas constantes no es otro
que lo que emerge de la violencia. Ese código, toda la sangre, el ADN que nutre
este continente. Y esta es, en suma, la lacra que denuncia su más reciente
libro, Diario de la peste (G0 Ediciones, Chile, 2019).
Puesto en este punto, queda claro que el libro ya había venido
anunciándose en algunas de sus anteriores entregas, con que lo que me queda
relevar su último apartado: “Ciudad Lumpen”, cuya resonancia permite repasar,
de ida y de vuelta, sus mejores pasajes que en clave de crónica o prosa
poética, detallan la mirada que arriba calificaba como acopio de la violencia, visto
como vaso comunicante de un ahora a través de los modelos de acción que
traspasan su escritura. Selecciono sin títulos algunos versos del libro:
“La pupila es un azar, una marea/ que se concreta en imágenes/
como polaroids desechadas por el tiempo” (p. 13). “Imágenes, materias
desbocadas, /pavesas que removemos/ para reanimar el fuego: es un pez, es un
pez el poema/ que desciende huidizo/ por el arroyo del tiempo” (p. 15). “Porque
la poesía/ no es sino el fraseo del vértigo/ que se tartamudea en la soledad/
de habitaciones baratas, / vastos exilios, / titilaciones lejanas de una Ítaca
tropical” (p. 22). “La herrumbre de las puertas dice más de cada corazón que
nuestras propias palabras” (p. 53). “La peste ascendía entre colinas humeantes
y la cuchillada fétida de los canales de excremento. Atravesadas sobre
barrancas colmadas de cadáveres las casas. En las calles el calor del infierno”
(p. 29). “Se trata de murmullos y silbidos/ a las afueras de los cafés, / la
invisible presencia de asaltantes/ que no podemos adivinar” (p. 45). “Un hombre
encorvado barre fragmentos de vidrio y hojas, disimula una nube de sangre” (p. 52).
“El niño tiene ahora el filo de la muerte” (p. 60). “¿Boyas arrastradas/ hacia
el Mar de la Paranoia, el Mar / de la Cesantía, el Mar de la Dispersión? / ¿Leña
para quemar la fogata/ de la pedofilia, la prostitución, las argucias/ y
sofismas con que seduce el poderoso?” (p. 36). “El tiempo comienza a bombear/ de
nuevo por las arterias, circula a toda velocidad hacia Ciudad Lumpen/ por
llameantes autopistas” (p. 37). “Ciudad Lumpen es una versión cada vez más
refinada del infierno” (p. 59). “- Hoy es más barato estar muerto que vivo” (p.
75).
Diario de la peste, es un paseo que se desliza sobre un
abismo, tan cotidiano como ancestral, ya que es esa resonancia de una
posmodernidad fracturada, que desmitifica las escenas cotidianas, la que tiñe
aún más su profanación incomunicativa y desolada, para evidenciar su verdadero
pánico: no ser lo que se quiere, aceptando con dolor, ser lo que se
puede.
Para cerrar, una última cita del poema “Blackout”:
“Disimular el
desconcierto
es un arte que
se maneja
aquí entre
conversaciones
casuales y
comentarios fútiles,
pero la leve
vibración
de las
entonaciones
descubre al
dios del miedo,
como a una
estatua
agazapada que
pierde
sin aviso sus
vestiduras”.
Cuaderno
de viaje, Santiago
de Chile,
22 de julio de 2019