La Universidad Internacional de la Florida me invitó
a dar una conferencia el primero de junio de 1980. La titulé «El mar es nuestra
selva y nuestra esperanza» y hablé por primera vez ante un público libre. Junto
a mí estaba Heberto Padilla; él habló primero. Realmente, su caso fue penoso;
llegó absolutamente borracho a la audiencia y, dando tumbos, improvisó un
discurso incoherente y el público reaccionó violentamente contra él. Yo sentí
bastante lástima por aquel hombre destruido por el sistema, que no podía
encararse con su propio fantasma, con la confesión pública que había hecho en
Cuba. En realidad, Heberto nunca se recuperó de aquella confesión; el sistema
logró destruirlo de una manera perfecta, y ahora parecía que hasta lo
utilizaba.
Desde que comencé a hacer declaraciones contra la
tiranía que había padecido durante veinte años, hasta mis propios editores, que
habían hecho bastante dinero vendiendo mis libros, se declararon, solapadamente,
mis enemigos. Emmanuel Carballo, que había hecho más de cinco ediciones de El mundo alucinante y nunca me había
pagado ni un centavo, ahora me escribía una carta, indignado, donde me decía
que en ningún momento yo debí haber abandonado Cuba y, por otra parte, se
negaba a pagarme; todo eran promesas, pero el dinero nunca llegó, pues aquélla
era una manera muy rentable de practicar su militancia comunista. Ese fue
también el caso de Ángel Rama, que había publicado un libro de cuentos mío en
Uruguay; en lugar de escribirme una carta al menos para felicitarme por haber
salido de Cuba, porque él sabía la situación que yo tenía allí, por cuanto nos
vimos en Cuba en el año 1969, publicó un enorme artículo en el diario El Universal de Caracas titulado:
«Reinaldo Arenas hacia el ostracismo». Rama decía en aquel artículo que era un
error que yo hubiese abandonado el país, porque todo se debía a un problema
burocrático; que ahora estaría condenado al ostracismo. Todo aquello era
extremadamente cínico; era ridículo, además, aplicado a alguien que desde 1967
no publicaba nada en Cuba y que había sufrido la represión y la prisión dentro
de aquel país, donde sí estaba condenado al ostracismo. Comprendí que la guerra
comenzaba de nuevo, pero ahora bajo una forma mucho más solapada; menos
terrible que la que Fidel sostenía con los intelectuales en Cuba, aunque no por
ello menos siniestra. Para colmo, sólo se me pagó nada más que mil dólares
por las versiones francesas de mis novelas, después de innumerables llamadas
telefónicas.
Nada de aquello me tomó por sorpresa; yo sabía ya
que el sistema capitalista era también un sistema sórdido y mercantilizado. Ya
en una de mis primeras declaraciones al salir de Cuba había dicho: «La
diferencia entre el sistema comunista y el capitalista es que, aunque los dos nos
dan una patada en el culo, en el comunista te la dan y tienes que aplaudir, y
en el capitalista te la dan y uno puede gritar; yo vine aquí a gritar».
en Antes
que anochezca, 1992