Vemos a ese hombre que se pasea agitado ante la puerta del
hotel de paso en la calle París de Santiago de Chile, y que vigila. Sospecha.
Durante los últimos días no ha hecho otra cosa que sospechar. La ha visto a los
ojos y ha sospechado. Ha notado que su mujer le sonríe en forma demasiado
natural, que todo le parece correcto o no, y que ya no le discute tanto como
antes, o que le discute más que antes, y ha sospechado. Cualquiera lo haría.
Estas situaciones son así. De pronto sientes en la atmósfera algo raro, y
sospechas. Los pañuelos que regalaste empiezan a ser importantes, y siempre
falta uno y nadie sabe en dónde está; sencillamente nadie sabe en dónde está.
Entonces este caballero, armándose de valor, ha ido al hotel. Al fin se ha
decidido a acabar con sus dudas, a ser lo bastante hombrecito para aguardar a
verlos salir y atraparlos, furtivos y seguramente practicando ese gesto de
despreocupación que adopta el temor a ser sorprendido. Y ahora, mientras
espera, ha cruzado quién sabe cuántas veces el amplio portón abierto, para
aquí, para allá, le molesta saber que a ratos ya casi sin rencor,
mecánicamente. Bueno, quizá ustedes hayan pasado algún día por esto y yo esté
cometiendo una indiscreción al recordárselo, o al traerles a la memoria una
cosa ya suficientemente enterrada bajo otros escombros, bajo otras ilusiones,
otras películas, otros hechos, mejores o peores, que han ido borrando aquello que
en un momento dado les pareció como el fin del mundo y que hoy, lo saben bien,
recuerdan hasta con una sonrisa. O se ha apoyado en la pared azul opuesta. Este
individuo era un hombre alto, medio cano, bien parecido, de unos cuarenta años,
no importa. Estábamos en verano, iba vestido de lino y transpiraba. Nosotros lo
observábamos desde la ventana de un segundo piso de la casa de enfrente.
Resultaba divertido fisgar desde allí la llegada de parejas. Señores viejos con
jovencitas. Nunca señores viejos con señoras viejas, por qué será. Hombres
maduros con mujeres maduras, tranquilos. Hombres experimentados con especies de
criaditas francamente asustadas. Hombres liberados con mujeres liberadas que
entraban riéndose abiertamente, felices, qué envidia. A veces nos pasábamos
toda una tarde de domingo Enrique, Roberto, Antonio y yo, viéndolos acercarse
desde las calles laterales y entrar. O no entrar. Apostábamos. Éstos entran.
Éstos no entran. Uno perdía, o ganaba, pues los que parecía que iban a entrar,
y a los cuales uno les apostaba, pasaban de largo, para regresar y entrar
después de diez pasos en que se suponía que la virtud iba a obtener una de sus
más sensacionales victorias, y era felizmente derrotada. Pero volviendo a este
hombre, cómo nos apenó. Este hombre sufría. Atisbaba nervioso 'la salida
falsamente confiada de cada pareja, temeroso de que fuera la que él esperaba y
de que en un descuido se le escaparan, confundidos con las primeras sombras,
como se decía antes, del crepúsculo. Véanlo ahora cómo estira el cuello, cómo
se empina, cómo se inquieta cuando alguien sale y cómo se agita cuando alguien
se atraviesa en el momento en que alguien sale. Va a esta esquina, a la otra,
para volver rápidamente, excitado. Quizá crea que en ese segundo ellos han logrado
escapar. Es una cosa tremenda. El hombre nos comienza a dar lástima. Si esto no
hubiera sido nuestro acostumbrado juego no habríamos tenido la paciencia de
seguirlo desde esa cómoda ventana durante más de dos horas (porque ya son las
siete) sin ningún interés real en lo que sucedía adentro. Pero a él sí le
interesa lo que sucede adentro e imagina y sufre y se tortura y se propone
sangrientos actos de venganza ante la idea de los cuales se detiene y tiembla
sin que él mismo pueda decir si de coraje o de miedo, aunque en el fondo sepa
que es de coraje. Y tú con tus amigos desde tu confortable mirador acechas y
sufres y no estás seguro de lo que en este instante esté pasando con tu propia
mujer y quizá por eso te inquiete tanto ese hombre que podría ser tú y podría
ser ustedes, mientras el crepúsculo que apareció más arriba se vuelve
decididamente noche y los empleados que anhelan regresar, nadie sabe por qué, a
sus casas, aumentan y corren laboriosos tras los autobuses y los tranvías que
pasan allí cerca repletos hasta que. Por fin, de pronto, descubren en él una
agitación mucho más intensa, un nerviosismo, una angustia y comprenden que el
esperado momento supremo ha llegado y vuelven rápidamente la mirada a la puerta
del hotel y ven que los amantes salen y que se han dado cuenta de lo que
ocurre, es decir, de que él está allí, y que simulando calma aprietan el paso
mirando para atrás con la imaginación, y apresurándose y agarrados del brazo
dan vuelta en la esquina de San Francisco y ustedes bajan rápido de su mirador
para no perderse lo que suceda y todavía encuentran al hombre en la avenida
O'Higgins y lo hallan demudado, mirando para un lado y para otro, apartando
bruscamente a la gente, dándose vuelta, girando sobre su eje, buscando, viendo
para acá, para allá, ansioso, desconcertado; pero ahora sí seguro de que
mañana, o el próximo sábado, o el lunes, o cuando sea, tendrá la oportunidad de
vigilar de manera menos distraída, menos torpe que esta tarde en que a lo mejor
no eran ellos.
6/2/20
Bajo otros escombros, por Augusto Monterroso
en Movimiento perpetuo,
1972