Ahora,
Cristo, bájame los párpados,
pon
en la boca escarcha,
que
están de sobra ya todas las horas
y
fueron dichas todas las palabras.
Me
miro, nos miramos en silencio
mucho
tiempo, clavadas,
como
en la muerte, las pupilas. Todo
el
estupor que blanquea las caras
en la
agonía, albeaba nuestros rostros.
¡Tras
de ese instante, ya no resta nada!
Me
habló convulsamente;
le
hablé, rotas, cortadas
de
plenitud, tribulación y angustia,
las
confusas palabras.
Le
hablé de su destino y mi destino,
amasijo
fatal de sangre y lágrimas.
Después
de esto ¡lo sé!, ¡no queda nada!
¡Nada!
Ningún perfume que no sea
diluido
al rodar sobre mi cara.
Mi
oído está cerrado,
mi
boca está sellada.
¡Qué
va a tener razón de ser ahora
para
mis ojos en la tierra pálida!
¡Ni
las rosas sangrientas,
ni
las nieves calladas!
Por
eso es que te pido,
Cristo,
al que no clamé de hambre angustiada:
ahora,
para mis pulsos,
y mis
párpados baja.
Defiéndeme
del viento,
la
carne en que rodaron sus palabras;
librame
de la luz brutal del día
que
ya viene, esta imagen.
Recíbeme,
voy plena,
tan
plena voy como tierra inundada.
en
Desolación, 1922