29/6/20

Entonces (Sobre Diario de la peste, de Manuel Illanes), por Martín Cinzano






“Ciudad Lumpen es una versión cada vez más refinada del infierno”; Diario de la peste, a su vez, es una versión cada vez más refinada de Ciudad Lumpen.

El refinamiento tiene en las dos partes de este libro un sentido tentativamente contrario al usual; se trataría de alcanzar una elocuente depuración rastreando impurezas que obligan al poema a vindicar palabras en desuso junto a referentes culturales algo más recientes. ¿Quién habla hoy de “denarios”, “trirreme”, “nébulas”, “címbalos”, “mesnadas”, “hado”? Es uno de los efectos interesantes, tanto de Diario de la peste como de buena parte del trabajo poético de Manuel Illanes: jugar con una transposición lingüística para saltar del anacronismo a la actualidad más descarnada.

Recuperar una o varias tradiciones literarias no se traduce únicamente en ubicar ciertos puntos en el mapa de la poesía mundial para luego hacer o deshacer escrituras; el valor político de tal elección —una de las pocas, hoy, con ese valor— implica también cuestionar el estado normalizado de una lengua literaria en supuesta sintonía con el presente. Se diría que la crudeza de las imágenes de Illanes, en lugar de atizarse (por ejemplo) en el coloquialismo o en la referencia directa, se enardece aún más con una lengua procaz venida de tan lejos como la ruina de la que son fruto y causa.

Aquí están sus poemas santiaguinos, podría decirse; poemas en verso y en prosa hundidos en una de las sedes (todavía) más desastrosas de Capital. El poema (en prosa) que da título al libro —subtitulado “(Allende ha muerto)”— presentaría la bitácora enardecida de un 12 de septiembre de 1973, ese día después continuamente perpetuado, grabado (a fuego) en cada elemento del futuro espacio corroído de Ciudad Lumpen. Voces de inmigrantes, ruinas exteriores e interiores, “materias desbocadas”, un manual para fabricar bombas molotov: “la omnipotencia del chacal”, “la cabeza de Anubis” vive y se regenera entre ellos.

¿El poema también? ¿El poema, ese “pez” “que desciende huidizo / por el arroyo del tiempo”, tal cual se lee en una suerte de arte poética de Diario de la peste (incluido también en Paraíso Inc.)? El poema se desplaza pero junto a él se advierte la figura difusa de alguien que ha indagado en lecturas y músicas inconvenientes y que mientras escribe y alza la vista en una playa del litoral central se encuentra aún, en cierto modo, ahí: a la espera de hacerse fuerte en inviernos de sangre, “cuando la mierda acumulada por tanto tiempo en esta franja de tierra seca y sufriente estalle derribando los muros”.

          Cortesanas, escribas, inválidos, pederastas, ladrones, solitarios gobernantes, toda esa corte que come y gime y caga sentada en la mesa de Cristo Redentor arderá en las llamas de aquelarre de los famélicos entonces.



          Entonces.

A primera vista, Diario de la peste explora sin descanso entre los fragmentos ruinosos de una desesperanza inconmovible. A segunda vista, también. En ese tono, las voces de Ovidio, Rimbaud, Kafka, William Burroughs y Malcolm Lowry pasan aquí revista al ejército de neochilenos terribles, atrapados aún entre los epítetos del desgarro. Y por qué no: del odio, ese potente —ya lo hemos visto— sentimiento revolucionario.



México D. F., mayo 2020