“Ciudad Lumpen es
una versión cada vez más refinada del infierno”; Diario de la peste, a su vez, es una versión cada vez más refinada
de Ciudad Lumpen.
El refinamiento
tiene en las dos partes de este libro un sentido tentativamente contrario al
usual; se trataría de alcanzar una elocuente depuración rastreando impurezas
que obligan al poema a vindicar palabras en desuso junto a referentes
culturales algo más recientes. ¿Quién habla hoy de “denarios”, “trirreme”,
“nébulas”, “címbalos”, “mesnadas”, “hado”? Es uno de los efectos interesantes,
tanto de Diario de la peste como de
buena parte del trabajo poético de Manuel Illanes: jugar con una transposición
lingüística para saltar del anacronismo a la actualidad más descarnada.
Recuperar una o
varias tradiciones literarias no se traduce únicamente en ubicar ciertos puntos
en el mapa de la poesía mundial para luego hacer o deshacer escrituras; el
valor político de tal elección —una de las pocas, hoy, con ese valor— implica
también cuestionar el estado normalizado de una lengua literaria en supuesta
sintonía con el presente. Se diría que la crudeza de las imágenes de Illanes,
en lugar de atizarse (por ejemplo) en el coloquialismo o en la referencia
directa, se enardece aún más con una lengua procaz venida de tan lejos como la
ruina de la que son fruto y causa.
Aquí están sus
poemas santiaguinos, podría decirse; poemas en verso y en prosa hundidos en una
de las sedes (todavía) más desastrosas de Capital. El poema (en prosa) que da
título al libro —subtitulado “(Allende ha muerto)”— presentaría la bitácora
enardecida de un 12 de septiembre de 1973, ese día después continuamente perpetuado,
grabado (a fuego) en cada elemento del futuro espacio corroído de Ciudad Lumpen.
Voces de inmigrantes, ruinas exteriores e interiores, “materias desbocadas”, un
manual para fabricar bombas molotov: “la omnipotencia del chacal”, “la cabeza
de Anubis” vive y se regenera entre ellos.
¿El poema también?
¿El poema, ese “pez” “que desciende huidizo / por el arroyo del tiempo”, tal
cual se lee en una suerte de arte poética de Diario de la peste (incluido también en Paraíso Inc.)? El poema se desplaza pero junto a él se advierte la
figura difusa de alguien que ha indagado en lecturas y músicas inconvenientes y
que mientras escribe y alza la vista en una playa del litoral central se
encuentra aún, en cierto modo, ahí: a la espera de hacerse fuerte en inviernos
de sangre, “cuando la mierda acumulada por tanto tiempo en esta franja de
tierra seca y sufriente estalle derribando los muros”.
Cortesanas, escribas, inválidos,
pederastas, ladrones, solitarios gobernantes, toda esa corte que come y gime y caga sentada en la mesa de Cristo Redentor
arderá en las llamas de
aquelarre de los famélicos entonces.
Entonces.
A primera vista, Diario de la peste explora sin descanso
entre los fragmentos ruinosos de una desesperanza inconmovible. A segunda
vista, también. En ese tono, las voces de Ovidio, Rimbaud, Kafka, William
Burroughs y Malcolm Lowry pasan aquí revista al ejército de neochilenos
terribles, atrapados aún entre los epítetos del desgarro. Y por qué no: del
odio, ese potente —ya lo hemos visto— sentimiento revolucionario.
México D. F., mayo 2020