En un otoño, en uno de los otoños del
tiempo, las divinidades del Shinto se congregaron, no por primera vez, en
Izumo. Se dice que eran ocho millones pero soy un hombre muy tímido y me
sentiría un poco perdido entre tanta gente. Por lo demás, no conviene manejar
cifras inconcebibles. Digamos que eran ocho, ya que el ocho es, en estas islas,
de buen agüero.
Estaban tristes, pero no lo mostraban,
porque los rostros de las divinidades son kanjis
que no se dejan descifrar. En la verde cumbre de un cerro se sentaron en rueda.
Desde su firmamento o desde una piedra o un copo de nieve habían vigilado a los
hombres. Una de las divinidades dijo:
Hace muchos días, o muchos siglos, nos
reunimos aquí para crear el Japón y el mundo. Las aguas, los peces, los siete
colores del arco, las generaciones de las plantas y de los animales, nos han
salido bien. Para que tantas cosas no los abrumaran, les dimos a los hombres la
sucesión, el día plural y la noche una. Les otorgamos asimismo el don de
ensayar algunas variaciones. La abeja sigue repitiendo colmenas; el hombre ha
imaginado instrumentos: el arado, la llave, el calidoscopio. También ha
imaginado la espada y el arte de la guerra. Acaba de imaginar un arma invisible
que puede ser el fin de la historia. Antes que ocurra ese hecho insensato,
borremos a los hombres.
Se
quedaron pensando. Otra divinidad dijo sin apuro:
Es verdad.
Han imaginado esa cosa atroz, pero también hay ésta,
que cabe en el espacio que abarcan sus diecisiete sílabas.
Las
entonó. Estaban en un idioma desconocido
y no pude entenderlas.
La
divinidad mayor sentenció:
Que los hombres perduren.
Así, por obra de un haiku, la especie
humana se salvó.
Es verdad.
Han imaginado esa cosa atroz, pero también hay ésta,
que cabe en el espacio que abarcan sus diecisiete sílabas.
y no pude entenderlas.
Que los hombres perduren.
Izumo,
27 de abril de 1984