Un dicho dice: «La Habana, quien no la ve no la ama».
Pero, ¿y ahora? Un libro titulado La
Habana hace dudar al lector. Esa duda es de un habanero que ha hecho de La
Habana un genius loci y la materia de
que están hechos sus sueños —y sus pesadillas. ¿Pero qué pasaría si alguien
viniera y fotografiara Madrid, o Barcelona, o Sevilla, y retratara las Ramblas
y el paseo de Gracia, o la Gran Vía, o todavía la Giralda, su torre sola, y no
hubiera nadie en las calles, ni en los rincones, ni ante un portón, o detrás de
una reja, ni una mano sobre un llamador vistoso: no se viera a nadie, a nadie? Las ciudades estarían desiertas
porque no hay una sola visión urbana que incluya a los que hacen las ciudades
aparte de los edificios, sus habitantes. Se pensaría en un cataclismo, en la
consecuencia de una guerra de bacterias o un bombardeo con bombas limpias. O
tal vez como una ciudad medieval diezmada por la peste. Nadie creería, claro,
que esa ciudad se ha convertido en un museo. La Habana, según La Habana, fotografiada por Manuel
Méndez, es una colección de palacios, palacetes, edificios, casas y calles
donde no se ve a nadie (excepto por una modesta modelito que acentúa la
soledad), porque allí, simplemente, no vive nadie.
La explicación es más siniestra que las hipótesis
que el libro, bellamente impreso, propone al lector. Al menos lo plantea a este
lector, testigo de una apoteosis como antes fue vecino de La Habana real, al
que sin duda estas fotos (por primera vez no se retoca el negativo, sino el
sujeto fotografiado con maquillaje de teatro), este libro, trata de eliminar.
Un testimonio es siempre una verdad con documentos, y es siempre peligroso.
En Tener y no
tener, la novela de Ernest Hemingway de 1937, La Habana es La Habana de los
primeros años treinta, es decir, lo que luego se llamó La Habana Vieja. Tener y no tener comienza con la famosa
frase: «¿Ya sabe usted lo que es La Habana temprano en la mañana?». Pero
Hemingway sabe evocar La Habana como una luminescencia: «Mirando hacia atrás
podía ver a La Habana que se veía luminosa al sol... Dejé detrás El Morro al
poco rato y luego el Hotel Nacional, y finalmente no se veía más que el domo
del Capitolio..., que a lo lejos se erguía blanco desde el filo del mar...
Podía ver la luz de El Morro a barlovento y el fulgor de La Habana».
Un casi contemporáneo de Hemingway, el escritor
Joseph Hergesheimer, escribe así en las primeras páginas de su San Cristóbal de La Habana: «Hay ciertas
ciudades, extrañas a primera vista, que quedan más cerca del corazón que del
hogar... Acercándome a La Habana temprano en la mañana..., mirando el color
verde plata de la isla que se alza desde el mar, tuve la premonición de que lo
que iba a ver sería de singular importancia para mí».
Ese clamor era perceptible, como lo oye
Hergesheimer, en La Habana Vieja, donde todo era bullicio, tropel humano, ruido
de gentes. Virgilio Piñera, uno de los grandes escritores cubanos, se ocupa de
esa Habana con una fidelidad que está muy lejos de los panegiristas del
silencio que anuncian este libro, estas fotos. Dice Virgilio, conduciéndonos
por lo que Lezama Lima llamó Paradiso:
«La Habana parece ser estimulante. Al menos en esto están de acuerdo los
viajeros que se han venido sucediendo desde el siglo XVII. ¿Y estimulante en
qué sentido? Pues en el sentido de los sentidos: juntos los cinco en una ronda
frenética. La Habana es altamente apta para gustarla, verla, oírla, tocarla y
olfatearla».
Estas hermosas páginas están escritas a fines de
1959. Cualquier lector sería capaz de leer las líneas lúcidas de Piñera y
encontrar un arte para la premonición en frases como «mercado de esclavos» o
«la plaza... sigue respirando pasado». Pero, en su presente, el tumulto es un
tropel de habaneros y habaneras que iban a Muralla a comprar telas en sus
muchas retacerías.
Podríamos regresar en el tiempo al siglo XVI, cuando
ya La Habana era la capital de la isla. Pero es preferible el aprecio de los
extraños.
Dice uno de los prologuistas prolijos de este libro
(por demás de una belleza a la vez exótica y española, gracias solamente al
extraordinario fotógrafo Manuel Méndez Guerrero, que sabe y muestra cuánto
tiene La Habana de Sevilla, de Cádiz y de toda Andalucía), hablando de La
Habana Vieja como un trasto antiguo: «Pero era un sector olvidado, oculto tras
el ruidoso tráfico de las avenidas perimetrales». ¿Cuáles eran? ¿Cuáles son? El
prologuista no dice, sino que afirma, que «el comercio de lujo abandonaba sus
calles... La más importante tarea de preservarla era una actitud de minorías
intelectuales». Y ya se sabe qué ocurre a esas minorías, entre las que me conté
un día, en un régimen totalitario. Pero aparece en el episodio doce: «El
triunfo de la Revolución abrió prometedoras perspectivas para la conservación
del mismo».
El prologuista miente. La Habana Vieja estaba
cruzada por vías de autobuses, y antes de tranvías, en cuatro calles estrechas
pero cruciales. Se abría al fondo (o a su nacimiento) al malecón, a la Alameda
de Paula y a la bahía de La Habana. Arriba, donde empezaba o terminaba, estaba
la avenida de Bélgica, también llamada calle Egido o Monserrate. Paralela a
Monserrate, exactamente detrás del paseo del Prado y del Capitolio, estaba la
calle Zulueta. En su número 408, un solar
o falansterio, viví yo desde julio de 1941 hasta abril de 1951. Estas calles y
esta Habana debí conocerlas bien. Mucho mejor, en todo caso, que los que ahora
tratan de conservar lo que antes han destruido.
Entre 1941 y 1951 hubo una sola modificación
radical, señalada por el domo del Capitolio (del que habla Hemingway), y su
explanada de granito y asfalto, y el nuevo paseo del Prado, que es una de las
alamedas más bellas de América. La Zanja de Albañal se convirtió en la calle
Zanja, corazón del barrio chino (otro de los grandes contingentes raciales que
dieron a La Habana su acento de metrópoli; como los judíos, los chinos
emigraron en masa después de la Revolución), y frente al Capitolio, en sus
cafés al aire libre (de veras), orquestas femeninas tocaban boleros hasta el
fin de la noche. En la madrugada, las luces del paseo eran otro amanecer.
El Che Guevara, que no vio La Habana hasta el 3 de
enero de 1959, cuando vino de la sierra como un argentino barbudo y emboinado,
y embutido en un uniforme verdeoliva demasiado grande para su cuerpo asmático
(una de las bromas de entonces quería que fuera un uniforme desechado por Fidel
Castro), odió la ciudad desde la primera noche, y declaró a La Habana una
colaboracionista detestable. Pero a Fidel Castro, antiguo noctámbulo como una
pistola anónima, se le veía ahora, que era célebre como César venido de las Galias,
en todas partes de la noche: en los centros nocturnos, en restaurantes como la
esquina de Doce y Veintitrés, donde era posible cenar y desayunar al mismo
tiempo. La Habana fue siempre una ciudad apacible a pesar de las guerras de
pandillas antes de Batista y de la represión batistiana. No era habitual ver un
asalto, un robo o un hurto. Los cacos, como en todas partes, eran amigos de lo
ajeno, pero se hacían escasos en lo que Lezama Lima llamó la apoteosis poética:
«Noche insular, jardines invisibles».
Alejo Carpentier, conocedor de varias y sucesivas
Habanas, tiene un cuento titulado «Viaje a la semilla» (la semilla es otro
tiempo, otras épocas), en que un viejo negro reconstruye, por medio de la
magia, unas ruinas de entre los escombros de una mansión colonial. La trama de
«Viaje a la semilla», la única obra maestra de Carpentier escrita en Cuba, es
en parte la demolición de una casa añorada. Carpentier es el autor de la frase:
«La Habana es una ciudad enferma de columnas». La Habana nunca intuyó que se
preparaba para su aniquilamiento una quinta columna.
La destrucción de La Habana durante los treinta años
del castrato ha sido chapucera. Castro no odiará La Habana como Guevara, pero
las necesidades creadas por su Gobierno y el oportunismo con que se resolvieron
apenas estos problemas han sido más visibles en La Habana. La excusa es que la
Revolución (si se quiere, con mayúscula) atendió al campo para compensar la
prepotencia habanera.
Veamos si no, lo que declara el que fue alcalde la
La Habana en los últimos diez años. Dice un reportaje reciente de la agencia
Efe: «Admite el propio alcalde de La Habana que la Revolución fue implacable
con la ciudad». Ese exalcalde, ahora embajador ante el Reino Unido, Óscar
Fernández Mell, miembro de las Fuerzas Armadas como casi todos los viejos
burócratas en Cuba, declara que la ciudad recibió «los embates de la justicia
revolucionaria». Es decir, el régimen de Castro condenó a muerte a su capital.
Dice el reportero español: «Un paseo por muchas de las calles y plazas
habaneras muestra que la justicia revolucionaria fue implacable con una de las
ciudades más bellas del mundo». A Fidel Castro, por supuesto, estas ruinas lo
encontraron soberbio, mientras su teniente Fernández Mell menciona que el
crimen de La Habana fue ser «una ciudad desarrollada (sic). En el 59, probablemente una de las ciudades más desarrolladas
de América Latina; su nivel de vida estaba en contraposición del nivel de vida
del resto del país».
Lo que por cierto se puede decir de Londres, París,
Roma, New York y Madrid. Cuba era «un país subdesarrollado con una capital
supuestamente desarrollada». Según Mell, «los planes» supuestos del Gobierno de
Batista «eran convertirla en Las Vegas del Caribe». Esta es una inferencia que
cogerá de sorpresa a la mayor parte de los cubanos que vivieron en el esplendor
de La Habana. «El malecón —nos informa Mell, médico y no arquitecto— iba a
estar lleno de hoteles y casinos, y La Habana Vieja iba a desaparecer». Mell,
mal mentiroso, no puede decir que La Habana Vieja desapareció precisamente bajo
el Gobierno de Fidel Castro. Mell no dice cómo las calles más elegantes de La
Habana Vieja —Obispo y O'Reilly— fueron entregadas a algo peor que la
demolición y el tiempo. Obispo era la calle de las librerías de La Habana,
O'Reilly era calle de bancos y oficinas comerciales. Las librerías fueron
censuradas primero y luego suprimidas al tomar el Gobierno el control del libro
(editado, importado, vendido), y en su lugar se hicieron cobachas para que
habaneros humildes las habitaran. Anda por ahí todavía un documental de la BBC
en que se muestran las antiguas librerías con las vitrinas cubiertas de tablas,
las cortinas metálicas corridas y en el centro hay un hueco obsceno que es la
puerta de esta «vivienda popular».
En cuanto a los edificios descascarados y las
fachadas sin pintar durante decenios, Mell alcalde tiene una explicación
atinada: «La pintura —nos revela— viene en general del área capitalista». Es
obvio que la moraleja de esta feble fábula es que la conservación de La Habana
está más allá del bien y del Mell. Será por eso que Castro le ha premiado con
el cargo de embajador en Inglaterra. En Londres, una ciudad apenas más vieja
que La Habana (fue destruida por un incendio en 1666), encontrará que las
paredes, en lucha incierta con el moho, la humedad y el frío más pertinaces,
están sin embargo siempre recién pintadas, reparadas y sostenidas más por
andamios que por la tradición. Obviamente, el capitalismo no sólo construye
ciudades como La Habana, sino que las conserva.
La Habana era una reducción poética de Cuba, una
metáfora. Nerón hizo incendiar Roma para reconstruirla. Castro, casi César,
convirtió La Habana en una ruina que ahora restaura. El proyecto de Nerón era
grandioso; los propósitos de Castro, miserables.
Hace siglos, hablando de Roma, escribió Horacio:
«Las ruinas me encontrarán impávido». Ahora, la restauración de las ruinas no
me conmueve. Tiene, como en todo Cuba, un propósito de propaganda. La Habana
del libro titulado La Habana no es mi
Habana. En vez de una ciudad prodigiosa es un doble a través del espejo,
restaurada ruina, ciudad de pesadilla. La Habana Vieja, en fotografías a todo
color, es una puta pintada. No puede haber fin más triste, en el laconismo de
una ciudad que era locuaz, hablantina, la patria de los hablaneros. Los lacónicos la habitan ahora y La Habana ha devenido
una ciudad fantasma para turistas torpes. Su encanto no es la vida, sino los
colorines de un pájaro disecado: loro, papagayo.
La restauración, nos anuncian los prologuistas de La Habana, se completa con luz de gas.
«Exactamente como hace 150 años», revela uno de los restauradores, hablando del
gas como una invención contemporánea. Lamento que la restauración de «La
Habana», desde ahora entre comillas, no sea de veras completa para ver en el
Palacio del Segundo Cabo a una autoridad militar española otra vez y en el
Palacio de Gobierno, frente a la plaza de Armas, vivirá de nuevo el teniente
general, y mientras la jerarquía eclesiástica española bendeciría a los fieles
cubanos desde la catedral, en la plaza Vieja, vuelta a ser plaza de San Juan de
Dios, habría un lucrativo mercado de esclavos.
Los negreros no tendrían, como Pedro Blanco, que
aventurarse hasta el África en incómoda travesía y podrían encontrar esta
«Habana», regida por una máquina del tiempo irreversible, los negros
suficientes: esclavos garañones, negras paridoras y mulatas como las ha visto
todavía hace poco un periodista español, complacientes, numerosas y poseedoras
todas de una erotizante esteatopigia. Esta «Habana» no sería un lujurioso
burdel o un bullicioso casino, sino un vasto mercado de esclavos. Es un viaje a
la mala semilla.
18 de enero de 1988
en Mea Cuba, 1993