16/7/21

La Habana para los fieles difunta, por Guillermo Cabrera Infante





Un dicho dice: «La Habana, quien no la ve no la ama». Pero, ¿y ahora? Un libro titulado La Habana hace dudar al lector. Esa duda es de un habanero que ha hecho de La Habana un genius loci y la materia de que están hechos sus sueños —y sus pesadillas. ¿Pero qué pasaría si alguien viniera y fotografiara Madrid, o Barcelona, o Sevilla, y retratara las Ramblas y el paseo de Gracia, o la Gran Vía, o todavía la Giralda, su torre sola, y no hubiera nadie en las calles, ni en los rincones, ni ante un portón, o detrás de una reja, ni una mano sobre un llamador vistoso: no se viera a nadie, a nadie? Las ciudades estarían desiertas porque no hay una sola visión urbana que incluya a los que hacen las ciudades aparte de los edificios, sus habitantes. Se pensaría en un cataclismo, en la consecuencia de una guerra de bacterias o un bombardeo con bombas limpias. O tal vez como una ciudad medieval diezmada por la peste. Nadie creería, claro, que esa ciudad se ha convertido en un museo. La Habana, según La Habana, fotografiada por Manuel Méndez, es una colección de palacios, palacetes, edificios, casas y calles donde no se ve a nadie (excepto por una modesta modelito que acentúa la soledad), porque allí, simplemente, no vive nadie.
 
La explicación es más siniestra que las hipótesis que el libro, bellamente impreso, propone al lector. Al menos lo plantea a este lector, testigo de una apoteosis como antes fue vecino de La Habana real, al que sin duda estas fotos (por primera vez no se retoca el negativo, sino el sujeto fotografiado con maquillaje de teatro), este libro, trata de eliminar. Un testimonio es siempre una verdad con documentos, y es siempre peligroso.
 
En Tener y no tener, la novela de Ernest Hemingway de 1937, La Habana es La Habana de los primeros años treinta, es decir, lo que luego se llamó La Habana Vieja. Tener y no tener comienza con la famosa frase: «¿Ya sabe usted lo que es La Habana temprano en la mañana?». Pero Hemingway sabe evocar La Habana como una luminescencia: «Mirando hacia atrás podía ver a La Habana que se veía luminosa al sol... Dejé detrás El Morro al poco rato y luego el Hotel Nacional, y finalmente no se veía más que el domo del Capitolio..., que a lo lejos se erguía blanco desde el filo del mar... Podía ver la luz de El Morro a barlovento y el fulgor de La Habana».
 
Un casi contemporáneo de Hemingway, el escritor Joseph Hergesheimer, escribe así en las primeras páginas de su San Cristóbal de La Habana: «Hay ciertas ciudades, extrañas a primera vista, que quedan más cerca del corazón que del hogar... Acercándome a La Habana temprano en la mañana..., mirando el color verde plata de la isla que se alza desde el mar, tuve la premonición de que lo que iba a ver sería de singular importancia para mí».
 
Ese clamor era perceptible, como lo oye Hergesheimer, en La Habana Vieja, donde todo era bullicio, tropel humano, ruido de gentes. Virgilio Piñera, uno de los grandes escritores cubanos, se ocupa de esa Habana con una fidelidad que está muy lejos de los panegiristas del silencio que anuncian este libro, estas fotos. Dice Virgilio, conduciéndonos por lo que Lezama Lima llamó Paradiso: «La Habana parece ser estimulante. Al menos en esto están de acuerdo los viajeros que se han venido sucediendo desde el siglo XVII. ¿Y estimulante en qué sentido? Pues en el sentido de los sentidos: juntos los cinco en una ronda frenética. La Habana es altamente apta para gustarla, verla, oírla, tocarla y olfatearla».
 
Estas hermosas páginas están escritas a fines de 1959. Cualquier lector sería capaz de leer las líneas lúcidas de Piñera y encontrar un arte para la premonición en frases como «mercado de esclavos» o «la plaza... sigue respirando pasado». Pero, en su presente, el tumulto es un tropel de habaneros y habaneras que iban a Muralla a comprar telas en sus muchas retacerías.
 
Podríamos regresar en el tiempo al siglo XVI, cuando ya La Habana era la capital de la isla. Pero es preferible el aprecio de los extraños.
 
Dice uno de los prologuistas prolijos de este libro (por demás de una belleza a la vez exótica y española, gracias solamente al extraordinario fotógrafo Manuel Méndez Guerrero, que sabe y muestra cuánto tiene La Habana de Sevilla, de Cádiz y de toda Andalucía), hablando de La Habana Vieja como un trasto antiguo: «Pero era un sector olvidado, oculto tras el ruidoso tráfico de las avenidas perimetrales». ¿Cuáles eran? ¿Cuáles son? El prologuista no dice, sino que afirma, que «el comercio de lujo abandonaba sus calles... La más importante tarea de preservarla era una actitud de minorías intelectuales». Y ya se sabe qué ocurre a esas minorías, entre las que me conté un día, en un régimen totalitario. Pero aparece en el episodio doce: «El triunfo de la Revolución abrió prometedoras perspectivas para la conservación del mismo».
 
El prologuista miente. La Habana Vieja estaba cruzada por vías de autobuses, y antes de tranvías, en cuatro calles estrechas pero cruciales. Se abría al fondo (o a su nacimiento) al malecón, a la Alameda de Paula y a la bahía de La Habana. Arriba, donde empezaba o terminaba, estaba la avenida de Bélgica, también llamada calle Egido o Monserrate. Paralela a Monserrate, exactamente detrás del paseo del Prado y del Capitolio, estaba la calle Zulueta. En su número 408, un solar o falansterio, viví yo desde julio de 1941 hasta abril de 1951. Estas calles y esta Habana debí conocerlas bien. Mucho mejor, en todo caso, que los que ahora tratan de conservar lo que antes han destruido.
 
Entre 1941 y 1951 hubo una sola modificación radical, señalada por el domo del Capitolio (del que habla Hemingway), y su explanada de granito y asfalto, y el nuevo paseo del Prado, que es una de las alamedas más bellas de América. La Zanja de Albañal se convirtió en la calle Zanja, corazón del barrio chino (otro de los grandes contingentes raciales que dieron a La Habana su acento de metrópoli; como los judíos, los chinos emigraron en masa después de la Revolución), y frente al Capitolio, en sus cafés al aire libre (de veras), orquestas femeninas tocaban boleros hasta el fin de la noche. En la madrugada, las luces del paseo eran otro amanecer.
 
El Che Guevara, que no vio La Habana hasta el 3 de enero de 1959, cuando vino de la sierra como un argentino barbudo y emboinado, y embutido en un uniforme verdeoliva demasiado grande para su cuerpo asmático (una de las bromas de entonces quería que fuera un uniforme desechado por Fidel Castro), odió la ciudad desde la primera noche, y declaró a La Habana una colaboracionista detestable. Pero a Fidel Castro, antiguo noctámbulo como una pistola anónima, se le veía ahora, que era célebre como César venido de las Galias, en todas partes de la noche: en los centros nocturnos, en restaurantes como la esquina de Doce y Veintitrés, donde era posible cenar y desayunar al mismo tiempo. La Habana fue siempre una ciudad apacible a pesar de las guerras de pandillas antes de Batista y de la represión batistiana. No era habitual ver un asalto, un robo o un hurto. Los cacos, como en todas partes, eran amigos de lo ajeno, pero se hacían escasos en lo que Lezama Lima llamó la apoteosis poética: «Noche insular, jardines invisibles».
 
Alejo Carpentier, conocedor de varias y sucesivas Habanas, tiene un cuento titulado «Viaje a la semilla» (la semilla es otro tiempo, otras épocas), en que un viejo negro reconstruye, por medio de la magia, unas ruinas de entre los escombros de una mansión colonial. La trama de «Viaje a la semilla», la única obra maestra de Carpentier escrita en Cuba, es en parte la demolición de una casa añorada. Carpentier es el autor de la frase: «La Habana es una ciudad enferma de columnas». La Habana nunca intuyó que se preparaba para su aniquilamiento una quinta columna.
 
La destrucción de La Habana durante los treinta años del castrato ha sido chapucera. Castro no odiará La Habana como Guevara, pero las necesidades creadas por su Gobierno y el oportunismo con que se resolvieron apenas estos problemas han sido más visibles en La Habana. La excusa es que la Revolución (si se quiere, con mayúscula) atendió al campo para compensar la prepotencia habanera.
 
Veamos si no, lo que declara el que fue alcalde la La Habana en los últimos diez años. Dice un reportaje reciente de la agencia Efe: «Admite el propio alcalde de La Habana que la Revolución fue implacable con la ciudad». Ese exalcalde, ahora embajador ante el Reino Unido, Óscar Fernández Mell, miembro de las Fuerzas Armadas como casi todos los viejos burócratas en Cuba, declara que la ciudad recibió «los embates de la justicia revolucionaria». Es decir, el régimen de Castro condenó a muerte a su capital. Dice el reportero español: «Un paseo por muchas de las calles y plazas habaneras muestra que la justicia revolucionaria fue implacable con una de las ciudades más bellas del mundo». A Fidel Castro, por supuesto, estas ruinas lo encontraron soberbio, mientras su teniente Fernández Mell menciona que el crimen de La Habana fue ser «una ciudad desarrollada (sic). En el 59, probablemente una de las ciudades más desarrolladas de América Latina; su nivel de vida estaba en contraposición del nivel de vida del resto del país».
 
Lo que por cierto se puede decir de Londres, París, Roma, New York y Madrid. Cuba era «un país subdesarrollado con una capital supuestamente desarrollada». Según Mell, «los planes» supuestos del Gobierno de Batista «eran convertirla en Las Vegas del Caribe». Esta es una inferencia que cogerá de sorpresa a la mayor parte de los cubanos que vivieron en el esplendor de La Habana. «El malecón —nos informa Mell, médico y no arquitecto— iba a estar lleno de hoteles y casinos, y La Habana Vieja iba a desaparecer». Mell, mal mentiroso, no puede decir que La Habana Vieja desapareció precisamente bajo el Gobierno de Fidel Castro. Mell no dice cómo las calles más elegantes de La Habana Vieja —Obispo y O'Reilly— fueron entregadas a algo peor que la demolición y el tiempo. Obispo era la calle de las librerías de La Habana, O'Reilly era calle de bancos y oficinas comerciales. Las librerías fueron censuradas primero y luego suprimidas al tomar el Gobierno el control del libro (editado, importado, vendido), y en su lugar se hicieron cobachas para que habaneros humildes las habitaran. Anda por ahí todavía un documental de la BBC en que se muestran las antiguas librerías con las vitrinas cubiertas de tablas, las cortinas metálicas corridas y en el centro hay un hueco obsceno que es la puerta de esta «vivienda popular».
 
En cuanto a los edificios descascarados y las fachadas sin pintar durante decenios, Mell alcalde tiene una explicación atinada: «La pintura —nos revela— viene en general del área capitalista». Es obvio que la moraleja de esta feble fábula es que la conservación de La Habana está más allá del bien y del Mell. Será por eso que Castro le ha premiado con el cargo de embajador en Inglaterra. En Londres, una ciudad apenas más vieja que La Habana (fue destruida por un incendio en 1666), encontrará que las paredes, en lucha incierta con el moho, la humedad y el frío más pertinaces, están sin embargo siempre recién pintadas, reparadas y sostenidas más por andamios que por la tradición. Obviamente, el capitalismo no sólo construye ciudades como La Habana, sino que las conserva.
 
La Habana era una reducción poética de Cuba, una metáfora. Nerón hizo incendiar Roma para reconstruirla. Castro, casi César, convirtió La Habana en una ruina que ahora restaura. El proyecto de Nerón era grandioso; los propósitos de Castro, miserables.
 
Hace siglos, hablando de Roma, escribió Horacio: «Las ruinas me encontrarán impávido». Ahora, la restauración de las ruinas no me conmueve. Tiene, como en todo Cuba, un propósito de propaganda. La Habana del libro titulado La Habana no es mi Habana. En vez de una ciudad prodigiosa es un doble a través del espejo, restaurada ruina, ciudad de pesadilla. La Habana Vieja, en fotografías a todo color, es una puta pintada. No puede haber fin más triste, en el laconismo de una ciudad que era locuaz, hablantina, la patria de los hablaneros. Los lacónicos la habitan ahora y La Habana ha devenido una ciudad fantasma para turistas torpes. Su encanto no es la vida, sino los colorines de un pájaro disecado: loro, papagayo.
 
La restauración, nos anuncian los prologuistas de La Habana, se completa con luz de gas. «Exactamente como hace 150 años», revela uno de los restauradores, hablando del gas como una invención contemporánea. Lamento que la restauración de «La Habana», desde ahora entre comillas, no sea de veras completa para ver en el Palacio del Segundo Cabo a una autoridad militar española otra vez y en el Palacio de Gobierno, frente a la plaza de Armas, vivirá de nuevo el teniente general, y mientras la jerarquía eclesiástica española bendeciría a los fieles cubanos desde la catedral, en la plaza Vieja, vuelta a ser plaza de San Juan de Dios, habría un lucrativo mercado de esclavos.
 
Los negreros no tendrían, como Pedro Blanco, que aventurarse hasta el África en incómoda travesía y podrían encontrar esta «Habana», regida por una máquina del tiempo irreversible, los negros suficientes: esclavos garañones, negras paridoras y mulatas como las ha visto todavía hace poco un periodista español, complacientes, numerosas y poseedoras todas de una erotizante esteatopigia. Esta «Habana» no sería un lujurioso burdel o un bullicioso casino, sino un vasto mercado de esclavos. Es un viaje a la mala semilla.



18 de enero de 1988

en Mea Cuba, 1993