2/11/21

El abrigo, por Carlos Victoria





A Esteban Cárdenas
 

Loquillo me regaló un abrigo en el mes de diciembre, el primer día de frío del año setenta y uno. Era un abrigo checo negro y azul, de confección mullida y líneas elegantes. Me lo envió con el chino Vergara al albergue de la calle Tercera, cuando la llovizna y el amago del invierno tropical tocaban a mis puertas de estudiante, oscureciendo el vidrio y la madera.
 
Este abrigo era su oferta de reconciliación, por así decirlo —su gesto de lealtad, su petición, su aporte. Me lo probé varias veces, con movimientos bruscos, frente al espejo del baño, mientras un vietnamita, alumno de Ciencias Políticas, me lo celebraba en su balbuceante español: el idioma en su boca sonaba como un instrumento de cuerda.
 
Pensé por un instante en los meses venideros, en el derecho a abrigo de mi tarjeta de racionamiento vendido por quince pesos en una borrachera, en el vinyl agradable al tacto y a la vista, y decidí aceptar el regalo, lo que significaba también el perdón del agravio que me había distanciado del Loquillo. Porque aceptar es perdonar, me dije (acariciando los bolsillos felpudos), a pesar de que la historia de la raza humana nos diga lo contrario.
 
Tres meses antes, el Loquillo me había llevado a conocer a un jovencito musicómano, cuyo padre desempeñaba un misterioso cargo en el Gobierno. El muchacho contaba en su extraordinaria colección con cinco long-playings de los Beatles, y el clásico In a gadda da vida de Iron Butterfly.
 
El calor de la tarde obligó al hijo del funcionario a sacar el tocadiscos a la terraza. Vivía en una de esas casas de dos plantas que aún dejaban adivinar el esplendor un tanto ridículo de la burguesía habanera de décadas pasadas, más tarde sofocada por ambiciones, negligencias y revolución. Nos brindó una limonada casera, pródiga en azúcar, y al rato una de las melodías más largas del pop nos envolvía con su rara sugestividad, como un olor penetrante o una nube. El muchacho observaba mi rostro, buscando quizás señas de admiración; el Loquillo, entre tanto, llevaba afanosamente el ritmo de la batería golpeando sus rodillas, donde la tela del jeans adelgazaba. El tatuaje en su mano derecha —María en letras gruesas— se contraía y dilataba, movimiento que le imprimía al nombre de mujer un aire de irreverencia.
 
Al terminar la sesión con los Mariposa de Hierro, el Loquillo pidió con desenfado un poco más de limonada, o en su defecto, un simple vaso de agua. El calor justificaba el pedido. Las axilas estaban empapadas, y en la cara naturalmente roja del Loquillo el sudor colocaba una máscara de pequeñas gotas. El anfitrión, después de cerciorarse de que el nuevo disco se oía a la perfección —las guitarras de los Beatles conmovían al más indiferente— se dirigió al interior de la casa. La escena siguiente ocurrió en un segundo. Loquillo se acercó a la mesita donde se apilaban los discos, se los metió bajo el brazo, y atravesando en dos pasos la terraza saltó del muro a la calle. La altura consternaba; pero algunas personas tienen huesos valiosos. Dejó al menos el disco que giraba en el plato, tal vez por mi presencia. Yo, al igual que el hijo del dirigente, soy un fanático de la música.
 
Al regreso del muchacho, mi cara perpleja lo iluminaba todo. Las caras a veces cuentan cosas, relatan sucesos, se extravían, piden perdón. El mapa del rostro, si bien engañoso, puede ser eficaz para aclarar circunstancias. O al menos para enriquecerlas. Pero este adolescente no podía descifrar esa sutil lectura: su juventud, su fogosidad se lo impedían, y yo no podía culparlo.
 
—Se fue —solo atiné a decir, y añadí innecesariamente— con los discos.
 
Y los suaves compases de Michelle, me belle, sont les mots qui vont très bien ensemble, ya que los Beatles habían llegado a cantar en francés en este momento de elocuencia, sirvió de fondo a expresiones como maricón, tú te habías puesto de acuerdo con él, ese hijo de puta, no te muevas, voy a llamar a la policía.
 
Mi acusador se había convertido de repente en un animal herido, gimiendo, saltando, amenazando, haciendo extraños sonidos con la boca, torciendo grotescamente los ojos, y yo, despojado de todo pudor, descendí a la súplica y a los juramentos, hasta que al fin lo convencí de mi inocencia. Al regresar al albergue, sudoroso y hastiado, decidí romper mi amistad con el Loquillo.
 
Pero ahora el abrigo, una prenda grácil y tentadora, tendía un puente entre mi dignidad y mi miseria. Y allí, frente al espejo, pensé que si la verdadera historia de la Cuba revolucionaria llegara a escribirse, en la portada del libro debía aparecer Esaú con su plato de lentejas. Y satisfecho con mi ingeniosidad lavé con agua y jabón una pequeña mancha en la manga del que a partir de ese instante consideré mi abrigo.
 
Pocos días después llegaron las vacaciones de fin de año. En una mañana de inusitada luz, crucé la bahía de La Habana, tomé el trencito de Hershey al mediodía, y llegué a Matanzas esperando coger el tren central cuando pasara por ese puerto: en La Habana se les prohibía subir a los vagones a los pasajeros sin asiento, y los boletos se habían vendido con dos meses de anterioridad.
 
Entre empujones, insultos y suspiros, una marejada humana se impacientaba en la estación. Pero el tren no pasó en toda la noche, para decepción de los viajeros. Yo dormí recostado a mi mochila —más que recostado, agarrado a ella: dentro estaban mis libros, mis dos únicas mudas de ropa, y también el abrigo, que un bochornoso calor navideño me había impedido usar. Dos días más tarde llegué a Camagüey, saturado de ingratos olores y con un hambre de perro; pero la naturaleza se mostró generosa y me concedió un clima húmedo y casi (casi) frío. Bajé por una ventanilla del vagón— la puerta estaba bloqueada por personas, maletas, sacos, e incluso por un puerquito joven, cuyos chillidos impregnaban el aire de violencia —ostentando mi envoltorio extranjero, el flamante abrigo checo, que a excepción de unas arrugas que me apresuré a alisar, no delataba las angustias del viaje. La buena ropa resta timidez, me dije, arrancando unos hilos finísimos del cuello. Brinda aplomo, seguridad en uno mismo.
 
Solo meses después me enteré de que este abrigo pertenecía a un destacado escritor cubano; Loquillo había entrado a su casa con el auxilio de una pata de cabra. El abrigo era el fruto de dos libros de cuentos y una novela, solemnizados por la policía política como “la Literatura que la Revolución necesita”. El autor fue recompensado con un viaje a los países socialistas, y bajo los famosos relojes de Praga decidió que los escritores también precisan de ropa de invierno, aunque estén condenados a vivir en el trópico. Nada puede objetarse a tal razonamiento, a no ser el miedo al robo. Pero al final los temores se imponen, y las pesadillas entran por la ventana, con la forma de un joven loco e irresponsable. Eso sí, un joven con cierta dosis de magnanimidad: yo era testigo de ello.
 
En el invierno siguiente me vi envuelto en una aventura amorosa, en los hondos pinares que rodean a Santiago de Cuba —para ser más exacto, en un bajío junto a la carretera del Morro. Era tarde en la noche y yo regresaba a pie con mi pareja de una fiesta en San Pedro del Mar. Apremiados de pronto por el deseo de estar juntos, tendimos el abrigo sobre la hierba húmeda. La memoria se aferra luego a escenas como esa, al brillo de las estrellas entre las ramas, al chasquido de las ramas bajo los cuerpos, al olor de las hojas dispersas en la tierra. Las hormigas invadieron la prenda viajera, sepultando con su diminuto escozor los vestigios de la ciudad de Praga. Horas después la luz del día devolvió al abrigo su forma original. Revestido de una aparente indiferencia, a la que contribuía el corte moderno de mi única posesión europea, abandoné Santiago esa misma noche: la mano que estreché con tibieza en el andén nunca más volvió a estar entre las mías.
 
Recuerdo que, en la estación de San Luis, a las dos de la mañana, el recogedor de boletos anunció que un tren se había descarrilado a pocos kilómetros; debíamos esperar a que la vía estuviera libre para continuar el viaje. La madrugada era fría. En un acto de ingenuidad, bajé a comprar algo de comer en una cafetería cercana: el mulato detrás del mostrador me aclaró que ni siquiera el agua era potable. Al cruzar de nuevo el andén, una mujer me preguntó mi nombre, con la sencillez de la gente de esa zona. Me dijo que yo le recordaba a su hermano menor, que cumplía su Servicio Militar al norte de la provincia. Era una mujer atractiva, sin ser hermosa, y me confesó que en sus treinta años de vida nunca había visitado La Habana. Yo le dije que no se había perdido nada del otro mundo, lo cual era cierto. Luego me enseñó una foto del hermano, un joven de ojos asustados que no se me parecía en lo absoluto. Pero no quise contradecirla. Terminamos besándonos con rapidez en el interior de un coche abandonado, que olía a orines rancios y a comida descompuesta. Sin embargo, a pesar de unos minutos de ardor inicial, el romance no llegó lejos: ella esperaba el tren para Guantánamo, y se mostraba inquieta y preocupada. Tampoco creo que yo le gustara demasiado; pensé que le había llamado la atención el abrigo, y esperé que me lo pidiera al despedirnos. Pero al fin no lo hizo. Nos dimos unos besos apresurados y torpes, que me dejaron un sabor extraño. Creo que se llamaba Rita, pero he olvidado por completo su cara.
 
Dos años más tarde, ya expulsado de la universidad, y convertido por obra y gracia de la circunstancia en obrero de un vivero forestal, es decir, un chapeador de potreros, un paleador de tierra —y lo que es más, en un profesional de la amargura y los tragos solitarios, lo que algunos llaman con simpatía o desprecio un caso perdido, un curda— me reponía con aguardiente de un día de trabajo, cuando tocaron con vigor a la puerta.
 
La figura del Loquillo me pareció un sueño pesado, un delirium tremens precoz, o un giro imprevisto de mi fantasía. Pasó un rato antes de que comprendiera sus palabras. Decía:
—Viejo, perdóname que te moleste a esta hora, me da una pena del carajo, pero vengo de Holguín, y me bajé aquí en Camagüey para pedirte el abrigo. Vaya, ya tú lo has disfrutado bastante, son más de cuatro años, y a mí me hace falta ahora. Me tengo que ir en el tren de las cinco de la mañana.
—Esto es increíble, Loquillo —empecé a decir, pero él me interrumpió de inmediato.
—Yo sé que fue un regalo, yo sé que es tuyo. Pero me hace falta para un birne, una envolvencia, va a ser nada más que por un par de meses, te lo juro. Yo te lo traigo cuando cuadre la caja. Es un negocio con Kico, el pajarito, tú lo conoces, el de Holguín...
—Está bien, Loquillo —le dije— no me expliques nada. Déjame buscarte el abrigo, y de paso te voy a acompañar a la estación.
—Viejo, tú eres completo, tú eres un tipo completo —me repitió como mil veces durante el camino.
 
Una neblina espesa cubría las calles adoquinadas. El calor del día ya se anunciaba por medio de aquel humo, entre el cual los faroles semejaban señales de otro mundo, o en el lenguaje de los campesinos, luces de Yara, parpadeando en el silencio de la ciudad vacía.
 
Ya en el andén pensé que el abrigo siempre estaría asociado en mis recuerdos a los trenes, al paso incesante de la juventud por los rieles, a las horas desplazadas a través de provincias, a paisajes entrevistos desde el aire cargado de los vagones. Un aire cargado de aliento, de cuerpos deseosos, de voces exasperadas —pero también de sencilla comedia, de trama inofensiva.
 
El Loquillo se lo puso en la escalerilla de hierro, sin dejar de mirarme; su cabello rubio resaltaba sobre el azul y negro del vinyl, un poco empercudido por el uso. Cuando el tren se puso en marcha me gritó:
 
—¡El año que viene te lo traigo!
 
Y así este abrigo se integró al destino incierto de los objetos, sobre los que tejemos, a veces de forma exagerada, el ropaje misterioso de la vida.



en Las sombras en la playa, 1992