7/3/22

Talca, por Emilio Morales de la Barrera*




Sobre Talca, de Cecilia Gajardo

 

Al detenerse en Talca, el libro de Cecilia Gajardo, sucede que aparecen ciertas evocaciones, paralelismos. En algún sentido es un libro que llama a la evocación. Desde luego, partiendo por el título: Talca. Talca no corresponde aquí solo al nombre del primer poema, sino que cruza todo el libro.

 

La primera evocación aparece, entonces, luego de constatar la identificación entre el título y la hablante. Talca es una ciudad. Y la hablante, en los poemas, aparece como la niña que fue. Para estos efectos podríamos llamarla la niña-Talca. Recuerdo, a propósito de esto, a William Carlos Williams y su libro Paterson. En el prólogo de este libro o serie de libros de largo aliento, Williams intenta describir el devenir del hablante, de apellido Paterson, que es igual al nombre de la ciudad. El poeta expresa que “un hombre es de hecho una ciudad, y para el poeta no hay ideas sino en las cosas”. Dice Williams: “la primera idea centrada en el poema, Paterson, vino temprano: encontrar una imagen lo suficientemente grande como para encarnar todo el mundo cognoscible sobre mí mismo. Cuanto más viví en mi lugar, entre los detalles de mi vida, me di cuenta de que estas observaciones y experiencias aisladas necesitaban ser lanzadas juntas para ganar ‘profundidad’. Ya tenía el río. Flossie siempre se sorprende cuando se da cuenta de que vivimos en un río, que somos una ciudad fluvial. (…) Yo quería, si iba a escribir de una forma más grande que la de los pájaros y las flores, escribir acerca de la gente cercana a mí: conocer en detalle, minuciosamente, de lo que estaba hablando del blanco de sus ojos, de sus mismos olores–”.

 

“Eso es el asunto del poeta. No hablar en categorías vagas sino escribir en particular, como trabaja un médico sobre un paciente, sobre lo que tiene delante, en el particular descubrir lo universal. John Dewey había dicho (descubrí esto por casualidad): ‘lo local es lo único universal, sobre lo que se construye todo arte’. Keyserling había dicho lo mismo con otras palabras”. Williams describe entonces las vicisitudes de Paterson, del hablante y de la ciudad, su historia, su río, sus flores, olores, luces y oscuridades, asesinatos y vida cotidiana. Incluye especies de collages, avisos publicitarios, juicios legales y notas médicas de pacientes, entre otras.

 

Que un hablante sea al mismo tiempo una ciudad parece ocurrir porque aquello que somos, en un cierto sentido, se debe a los lugares y los tiempos que hemos vivido. Allí, en el espacio y tiempo de un lugar se pone en juego la condición humana. Cuando se examinan los abismos contradictorios del corazón humano (como expresó en una ocasión Faulkner), pareciera que, para ciertas experiencias, no se puede hacer otra cosa que plasmarlas en imágenes concretas, espaciales y temporales de la ciudad y sus habitantes.

 

Algo similar (y también levemente distinto) parece ocurrir con el libro de Cecilia Gajardo, solo que condensado en una época temprana de la vida. Talca es una ciudad y también es la niña-Talca. Esa simbiosis está presente en el lenguaje con el cual se moldea lo expresado, de tal modo que las experiencias ganen en hondura. La propia hablante, me resisto a llamarla Cecilia, lo señala en la nota preliminar. Busca mediante el lenguaje fijar instantes para que expresen algo universal. Y este, ese espacio oscuro, imaginado por la niña-Talca, “a los dos años, es de alguna forma el espacio de una ciudad, de Talca, donde todo es confuso, la gente camina en cámara lenta, se cuentan secretos horribles, el día es distinto a la noche...”.

 

El espacio de “una” ciudad parece ser una forma adecuada de expresarlo, porque hay muchos Talca. Desde luego, recuerdo, desde que comencé a viajar seguido a esa ciudad hace casi cuarenta años, la Talca de invierno, la ciudad de esos amaneceres lluviosos, con humo y olor a leña. Un aire diáfano y goteante que pareciera ya haber quedado en el pasado. Las casas de adobe venidas a menos y una cierta calma permanente en sus habitantes, pero que por dentro parecieran llevar un volcán. También una suerte de “conciencia de la valía” de los talquinos, que se reconocen hasta en los lugares más insospechados. Hay, entonces, una Talca que se “precia de sí misma”.

 

Hay, también, una Talca divertida con historias que no llegaron a ser, como la del historiador Arnold Toynbee, quien en un viaje de avión pretendía llegar a Chiloé (venía directo del Amazonas, creo), pero el mal tiempo le impidió la hazaña y se contentó con sobrevolar el río Maule, escribiendo después en ese libro de desigual título: Del Maule al Amazonas, lo poco significativo que le pareció tal río.

 

Hay una Talca rara, como la de sus locos. Talca es, o era, literalmente una ciudad de locos. Caminaban a diario por sus calles como tal vez en ninguna otra parte de Chile. Enajenados, deambulaban sin hacer daño a nadie.

 

Pero hay también una Talca feroz, que aparece con lúcida conciencia en el libro de Cecilia Gajardo. Una Talca de desequilibrios (recuerdo a un poeta talquino que llegó desde el exterior al funeral de su hijo, muerto en un accidente. Cuando terminó el funeral, el poeta salió a gritar destempladamente por las calles su dolor). Una Talca endogámica, opresiva, oscura y con seres que bien podrían inducir a considerar la parada en la ciudad como una especie de “estadía en el infierno”. Pensemos en el abominable ser descrito en el poema “La Piñata”, ese funesto “tío de ojos amarillos”:

 

Y los dulces caían dentro de agujeros

de árboles

de barro

de cerros

del río Maule y había que sumergirse

y no confundirse con pejerreyes

levantar la alfombra pastizal

con gusanos en movimiento,

amenazantes,

caían dulces sin envoltura

húmedos

de un hombre con ojos amarillos

debajo de carnes quemadas

de sobras para perros arrieros.

(…)

Lejos

el juego de desapariciones

una piscina sin fondo llena de dulces:

“Lancémonos de la manito”.

(…)

Los botes del río Maule no tenían capitán.

Los campos abiertos no tenían peones.

El hombre de ojos amarillos no estaba amarrado.

 

Sus manos y la ronda de San Miguel,

el que se ríe se va al puto cuartel,

por siempre aquí sentadita.

“Tranquilita, pue”.

“Te voy a dar un beso de tío”.

 

Brutal. Una ciudad feroz expresada en un lenguaje también feroz, pero contenido, sin aspavientos, sin gritos, quizá para que el instante se condense y se pierda en su propio fondo.

 

Otra evocación a propósito del cruce de ciudades y estados de cosas. Pienso en Hurracane, la canción de Bob Dylan:

 

en Paterson así es como funcionan las cosas,

si eres negro quizás no quieras asomarte por la calle

salvo que quieras atraer el calor (la policía).

 

Así es como en ese Talca funcionan también las cosas. Rico-tipos sin conciencia de sí que pululan al ritmo de cuecas y rancheras, con un orden de vida preestablecido del cual no vale salirse ni desviarse un milímetro. Cualquier descalce o signos de no pertenencia visible es condenado. Pero ocurre que la niña aún se sale de los márgenes, nos dice la hablante en el poema “La Cruz sobre el círculo”, constatando su propia perplejidad.

 

Y, sin embargo, ciertos atisbos de vida y cercanía se cuelan, aparentemente, en el texto, tales como la presencia del mendigo en “Mercado”:

 

Los niños le quitan la frazada al vagabundo

para jugar al campamento

con olor a humedad de anteriores inviernos.

 

Si me hubiera quedado ahí

extendiendo el tiempo,

habría imitado una vida,

un mejor espectáculo

de relativa extensión.

 

O la presencia invisible/visible del hermano:

 

Gracias por aprenderte mi nombre

gracias por aprenderte ese nombre

y el de mi cría sin padre

y por seguir dejándome alimento

por debajo de la puerta.

 

Gracias también por esta penumbra.

 

Es que la niña-Talca se mueve en un claroscuro. Un claroscuro cruzado por aguas turbias. El temor de irse por el caño luego de ser lavada. El temor de hundirse y ya no salir. O querer hacer precisamente eso. Otra evocación: Teme a la muerte por agua, había señalado Madame Sosostris luego de leer el Tarot en La Tierra Baldía de Eliot. La muerte por agua constituía un temor soterrado para la niña-Talca. En esas aguas fluyentes o estancadas de lavatorios, tinas, piscinas o las aguas oscuras del mismo Maule, por lo demás. Una cierta inestabilidad fluye aquí, provocada por otros. En una época de la vida en la que no cabría ninguna negligencia.

 

En fin, una atmosfera opresiva, inestable e indefensa, se presenta en estos poemas con una música propia y un lenguaje pulcro y bien estructurado, medido. Un cierto ritmo al usar las palabras.  Y si un poema está hecho de palabras y no menos que de ellas (para hablar de una última evocación) la tentativa de fijar en el lenguaje las experiencias tempranas está muy bien realizado.

 

Lo último: bien logrado está también esa “extensión de imágenes y fotografías” que no alcanza a ser un ajuste de cuentas con el pasado. Simplemente exponer lo experimentado y señalar (como al final del último poema):

 

Bota mis libros.

¡No tengo información!

Solo tus cuentos infantiles

que susurras

mientras duermo.




* Emilio Morales de la Barrera es doctor en Filosofía por la International Academy of Philosophy in Liechtenstein at UC, profesor titular y director del Instituto de Filosofía de la Universidad San Sebastián. Sus investigaciones han girado en torno a la fenomenología del reconocimiento del otro y teoría de las comunidades, contando con varias publicaciones relativas a estos temas. En el ámbito de la estética registra investigaciones sobre T.S. Eliot y sobre el devenir de la estética. Es autor de los libros de poesía Antes de hora (1996) y Desplazamientos de la memoria (2017).

 

 

 

Talca

Cecilia Gajardo

G0 Ediciones, 2021