23/8/22

La playa al mediodía, por Bernardo Navia





para Alan Meller, 

con algo de Marini en el Liguria...

 

 

Julio se apresuró a extender la toalla en la playa. El sol de Viña del Mar calentaba rápidamente en Caleta Abarca y la arena le quemaba los pies. Después de tenderse de espaldas alzó la muñeca para mirar la hora. Era mediodía. "Las doce del mediodía en Chile continental", pensó casi absurdamente recordando la frase de algún meteorólogo. En efecto, el sol caía perpendicularmente sobre Caleta Abarca y Julio cerró los ojos para concentrarse mejor en lo que oía: algunos chiquillos corrían por la playa y chapoteaban decididos sobre las heladas aguas del Pacífico; una pareja madura, sentada cerca de él, comentaba las ultimas noticias sobre el acontecimiento del año en el país: el arresto en Londres del exdictador Pinochet; un poco más lejos otra pareja, esta vez de jovencitos, se besaba a mil kilómetros de los niños y del general. Julio se alegró de que aún fuera temprano y que la playa estuviera casi desierta. “Lo malo de las playas es la gente”, pensó mientras se incorporaba un tanto para encender un cigarrillo. Por sobre los agudos gritos de los chiquillos, por sobre el murmuro de la lectura que ejercía la pareja y aun por sobre el ruido espumoso del mar, Julio, tendido nuevamente y con los ojos cerrados, volvió a pensar en Teresa.

 

Era extraño que no hubiera querido acompañarlo. De sobra sabía ella la larga historia de persecución, tortura y exilio que rodeaba a Julio y a tantos como él. Fue precisamente en una reunión de exiliados chilenos en Chicago que se conocieron. Teresa acompañaba a Margaret (una incansable activista por los derechos humanos), aquel frío mediodía de enero cuando sus miradas se cruzaron. Al principio solo fueron las corteses frases de rigor, un par de nombres y un par de datos vagos. A Julio le pareció entender que Teresa había comprendido inmediatamente que Chile quedaba muy lejos y pertenecía a aquella inmensa parte desconocida del sur del continente, en donde la vida transcurría en un caos que lo arremolinaba todo: gentes, calles, edificios, lengua. A pesar de su vano esfuerzo por recordar alguna lección de geografía, no pudo identificar nada significativo del nombre de un país que le sonaba a salsa picante. A duras penas intentó articular algunas palabras en español. Julio, además de la amistad que la chica profesaba con Margaret, no logró identificar el motivo de Teresa por haber querido acompañar a la primera, precisamente a la reunión más importante de todas, de acuerdo con lo que le había comentado la propia Margaret minutos antes: el grupo de exiliados chilenos preparaba —algo de venganza y mucho de fantasía— una celada para el General. De modo que ahora, mientras Teresa medio sonrojada le sonreía a Julio, se esforzó por sentirse algo más cómoda y asintió con la cabeza un par de veces a los datos que escuchaba del sudamericano, aceptó intercambiar números telefónicos y, deseando auxilio, buscó con la mirada a Margaret, quien se ocupaba de recopilar datos acusatorios de suma importancia entre los presentes.

 

Días más tarde, y contra todo pronóstico, a Julio lo sorprendió gratamente la llamada de Teresa invitándole a tomar un café. Al exmirista le bastó un par de horas para darse cuenta de que Teresa había devorado cuanta información existía sobre la historia del golpe militar chileno, la conspiración política, nacional e internacional; la intromisión extranjera, la experiencia chilena en el contexto de la revolución latinoamericana; información sobre los exiliados, sobre las torturas, la tristeza, los sueños de justicia...

 

De modo que, tendido de espaldas sobre la arena, volvió a decirse que era extraño que Teresa no hubiera querido acompañarlo. Ahora que podía volver. Ahora que la prohibici6n para entrar a su país ya había sido levantada. Ahora que las cosas habían cambiado tan de pronto. Ahora que la pareja madura leía las noticias sin sospechar que Julio saboreaba —con alegría y dolor— cada palabra que les oía. Ahora que juntos podrían disfrutar de la tibieza del sol, incluso en pleno invierno. Ahora que recuperaba sus playas, su gente, sus calles. Ahora que el horror de las torturas y la cárcel parecía menguado frente a ese mar tan azul y tan blanco al mediodía.

 

La escena la reconoció inmediatamente. Era el mismo sueño estúpido que volvía a él una y otra vez. El coche se desplazaba a alta velocidad por la recta de asfalto congelado. La tormenta, proveniente del Ártico, lo congelaba todo con su ventisca de hielo y nieve. Blanda y silenciosa se instalaba la muerte —una muerte azul y blanca, tan azul y tan blanca— sobre el camino. Y él se sabía asustado; se veía sentado en el asiento delantero de su propio auto (un Audi 5000, "hecho para estos climas hostiles", le había insistido el vendedor con una astuta sonrisa), con la cabeza inclinada sobre el pecho, maniatado y con la vista vendada. Era absurdo, como todos los sueños, viajar en esa posición; asustado, se desesperaba y sin embargo no podía levantar la cabeza para ver quien era el conductor, ni mucho menos podía ver el camino.

 

La ola se estrelló contra la roca y a Julio lo alcanzaron algunas gotas frías. Estremeciéndose, abrió los ojos. El sol —ya francamente ardiente— le hirió las pupilas. Dando una profunda aspirada al aire salado miró a su alrededor. Habían llegado más bañistas. A su derecha, Julio se fijó en dos hombres, gordos y rubios, que hablaban casi a los gritos y en inglés. El sudor les corría a grandes gotas por los pliegues de su piel y a cada risotada que daban (el cuello de una botella de vodka Absolute asomaba por el bolso de playa de uno de ellos) la colorada papada les temblaba nerviosamente, como deben temblar las morsas cuando se ríen, pensó Julio casi con repugnancia. Encendió otro cigarrillo y dejando que el sonido del mar le llenara los oídos, volvió el rostro hacia la izquierda y descubrió a la muchacha sentada cerca de él.

 

Realmente no se parecían gran cosa. “Teresa es un poco más delgada”, pensó Julio, “además esta muchacha tiene el pelo más enrizado”. Pero casi enseguida sospechó que el parecido estaría entonces en otra cosa. Escondido detrás de sus gafas oscuras, Julio se dijo que las dos tenían algo en común en la mirada. Observó a la muchacha untándose el bronceador como despreocupada y, cosa curiosa, mientras el aceite le iba brillando en la piel, Julio notó que la chica no dejaba de mirar el mar. De alguna forma obstinada y lejos, miraba el mar. Inmóvil, impasible, con un duro rictus en la cara miraba el mar. Tan blanco y tan azul al mediodía. Antes de volver a cerrar los ojos Julio pensó que tal vez la muchacha buscaba así alguna escondida respuesta. Con la vista al frente, sin pestañear —a pesar de la claridad cegadora del mediodía— buscaba alguna salida, algún porqué.

 

Las últimas semanas habían sido de febril actividad. Primero fueron los rumores sobre un atentado a la vida del General. Datos vagos, confusiones, llamadas telefónicas, miedos y alegrías reprimidas. Desmentir y confirmar. Confirmar y desmentir. Después, la certeza creciente de que la trampa había resultado. Que el dictador, confiado, había abandonado el país. Que en Londres lo habían arrestado. Que él, claro, no podía creerlo, que se defendía alegando no se sabe qué inmunidad política que le proveía cierta misión secreta en la que andaba. Y vinieron los abrazos, el champán, la alegría desatada, los planes de retorno, las lágrimas, los abrazos y Teresa junto a él celebrando solidaria.

 

Tanto en tan poco tiempo. Los trámites del regreso, los recuerdos atormentados que volvían y los planes para un futuro más halagüeño, tantas emociones ponían su mano sobre Julio, quien —cansado sobre la arena, con la cabeza gacha— volvió a verse nuevamente en su propio coche. El viento helado zumbaba junto a las ventanas y Julio, siempre con la cabeza gacha, temblaba calculando la velocidad suicida. Ya sabía de memoria la escena. Ahora intentaría levantar la cabeza y se daría cuenta de que, efectivamente, llevaba las manos atadas y que una gasa le cubría los ojos. A pesar del terror, a pesar de la presencia casi física de la muerte sobre el camino y a pesar de tener la vista tapada, Julio se dijo que aquello era un sueño (la misma pesadilla de siempre) y que pronto despertaría.

 

Otra carcajada de uno de los gordos a su derecha le permitió, aliviado, entreabrir los ojos. Miró a su izquierda y se dijo que no tenía nada de extraño que Teresa también tuviera la mirada de esa muchacha. Es la forma de hermanarse entre ellas, pensó Julio, es el código secreto, la puerta primigenia entornada solo para ellas a su clan ancestral. Y él creía entenderlo. Allá, en las heladas cumbres de Los Andes —perseguidos por los militares— sus compañeros y él habían jurado una vez solidaridad y fidelidad al MIR hasta la muerte. Un pacto que resistió los golpes, la electricidad en los testículos y el largo viaje al exilio. La blanca luz de esa playa al mediodía, la inmovilidad casi hostil de aquella muchacha y el sonido del mar, avivaban los recuerdos de Julio. Estremeciéndose, venciendo el pesado cansancio que lo invadía, se incorporó para tomar sus cigarrillos. La yesca que encendió el tercer cigarrillo de ese mediodía llamó la atención de la muchacha que se volvió una fracción de segundo para mirarlo.

 

Cansado, acosado por pesadillas y planes para el futuro, sudoroso al mediodía, enceguecido por el resplandor del sol sobre la arena blanca, sobre el mar azul, a Julio no le sorprendió pensar que era la propia Teresa, mirándolo sin pestañear. Con una profunda mirada interrogante. Con la terrible mirada de odio que Julio (se había dormido de nuevo con el cigarrillo encendido entre los dedos) creyó adivinar en los ojos de Teresa. Y esta fase de la pesadilla era nueva. Siempre se despertaba justo una fracción de segundo antes. Justo al borde de descubrir el odio acumulado en los ojos de Teresa, quien era la conductora, y lo miraba fijo, sin pestañear, ajena al camino, ajena a la velocidad que le imprimía al Audi, ajena al resplandor enceguecedor del sol sobre la nieve, ajena a la muerte de cristal y hielo que zumbaba burlón junto a los oídos de Julio. Y él, en esta nueva fase de su sueño, se sabía con la vista parcialmente vendada con una gasa que no le impedía ver la recta congelada por donde el Audi se desplazaba a más de ciento veinte kilómetros por hora; un apósito que no le impedía ver los ojos repletos de odio de Teresa. Y antes de despertar alcanzó a pensar que tal vez las cosas en el sueño mejorarían un poco, puesto que ahora sí podía alzar la cabeza, aunque sus manos seguían atadas y que Teresa, a pesar de ir conduciendo el vehículo, se ocupaba más en no quitarle la vista de encima que en mirar la carretera de asfalto que hería como un cordón negro —como aquel otro, el de la tortura— la blancura enceguecedora de la nieve de Chicago.

 

Julio despertó con un breve brinco. Se llevó el cigarrillo —a medio consumir— a los labios y sonrió con una extraña mezcla de inquietud y alivio. La pesadilla, allá, era tan opresora, tan inmediata, tan física y sin embargo él estaba ahí, tendido sobre la arena de Caleta Abarca; bajo el sol quemante de Viña del Mar. Adormecido aún se enderezó para untarse bronceador: "el sol del mediodía es el peor para la piel. Quema a chicotazos", pensó. Miró a su alrededor. Ya habían llegado más bañistas a Caleta Abarca y Julio empezó a sentirse fastidiado. Molesto consigo mismo porque no podía ser que la gente en la playa lo molestara tanto, volvió nuevamente el rostro hacia la muchacha a su izquierda. Molesto además por las gotas de bronceador y sudor que le caían de la frente a los ojos, nublándole la vista, Julio volvió a pensar que no era el parecido físico lo que la acercaba, de algún modo, a Teresa (porque ella además tenía el pelo más oscuro), era otra cosa.

 

De pronto, como un estallido de luz y nieve, como un chispazo eléctrico —Julio se estremeció al pensar en ese símil— notó que era la inmovilidad. La muchacha no había cambiado de posición. Medio reclinada sobre su silla de playa, seguía obstinada en mirar el mar, como si su mirada tuviera el poder —oscuro y definitivo— de herir al agua y a la espuma. Teresa también se inmovilizaba muchas veces para clavar sus pupilas oscuras en las cosas y en él. Ni siquiera en él. Era como si ella viera a un Julio que temblaba muy dentro de él mismo. Al principio de su relación —cuando Julio no podía siquiera sospechar quien era la verdadera Teresa que se escondía detrás de aquellos ojos— y un poco por juego, un poco por miedo, Julio intentó algunas veces sostener esa penetrante mirada: dos pupilas como hielo y cuchillos —le había escrito alguna vez en algún poema de alcohol y bohemia—, pero no podía. Terminaba siempre con su mirada dolorida y empañada en lágrimas, viéndolo todo como a través de un cristal trizado, como se ven las cosas a través de un pedazo de hielo liso y puro. Como veía Julio el mar y a la muchacha ahora. Y era un poco Teresa misma empañada, y era Teresa a través de un cristal congelado con la vista clavada en el mar, blanco y azul. Y así de pronto, ¡paf! Teresa inmóvil, congelada, más allá —mucho más allá— de la vista empañada por el aceite y el sudor, más allá del frío repentino que sintió Julio y de la blancura del sol sobre la arena.

 

De modo que no le extrañó verse de pronto nuevamente dentro del Audi 5000. Con la misma velocidad con que el viento y el hielo se estrellaban contra el parabrisas del auto, Julio recordó de pronto en el sueño (¿es posible eso?) la violenta entrada de aquellos tres hombres a su departamento la noche anterior. Por detrás de sus abrigos negros, de sus gafas oscuras, de su silencio pétreo, Julio descubrió el rostro de Teresa que sonreía enigmática. Y, casi en seguida, los golpes brutales sobre su rostro, su espalda, sus genitales. Apenas tuvo un par de segundos para escuchar la voz de Teresa. Y era una voz extraña, nueva, articulada en perfecto español, que lo acusaba de comunista, “de comunista de mierda”. Una voz aterradora que lo condenaba al olvido. Y era absurdo, coma una pesadilla. Y era más absurdo aun no poder despertar. Sentir el sueño pegado a los ojos, como una venda, como sudor y aceite de broncear sobre el rostro. Pegajoso y físico. Como la quemadura de un cigarrillo sobre su mano. Y fue todo tan rápido, tan inmediato. Y sin embargo tan absurdo, tan lentamente absurdo. Las ruedas traseras del coche resbalaron sobre el hielo y Teresa perdió el control cuando las delanteras dieron con un montículo de nieve cristalizada. Y entonces fue todo nieve y blanco y cielo azul y sol casi blanco —que no calentaba nada, “puramente ornamental”, alcanzó a pensar Julio— y nieve y silencio y giros. Y el Audi 5000 esquivando a la muerte, girando enloquecido sobre el hielo y el silencio. Un espacio sagrado, extraño. Un segundo solo en la historia de los hombres, en donde no existe ni la vida ni la muerte. Un territorio de nadie, un reloj de silencio. Y de pronto un grito (Julio no supo nunca si suyo o de Teresa) y el silencio que se quebró como un cristal. Y la muerte que estalló en mil pedazos de hielo puro y una mano con dedos engarfiados que buscaban locos la vida; que buscaban despertar de aquella pesadilla infame y sin embargo entender, en el último segundo, que el sueño era Caleta Abarca, una playa en un mediodía al que nunca llegaría. Pero a la que, sin embargo, algo de él, obcecado y lejano como un sueño, había llegado, había logrado tenderse sobre la arena, había logrado enceguecerse con la otra blancura, con la del sol y la sal. Porque aquí era un cadáver retorcido entre los fierros y la sangre y la nieve y el hielo, en un mediodía lejano y hostil. Aquí apenas fue un segundo y de pronto, nada. Y allá, era Teresa tirada sobre la arena blanca, quieta y con la vista impertérrita, como de nieve y hielo, mirando obstinada el mar.




Inédito, 2003