6/9/22

De cuando me morí vuelto hacia el mar, por José Saramago





Dejé la laguna mediada la mañana, cuando ya el sol había limpiado todo el cielo. Sobre el agua, apenas agitada por los rápidos soplos de la brisa, no habían quedado vestigios de la niebla cerrada que, al amanecer, cubrió toda la superficie. Había valido la pena levantarse temprano y ver la niebla dispersándose sobre la laguna en copos sueltos, como si el sol, cuidadosamente, los fuera barriendo hasta que no quedó nada entre el agua y el cielo azul. Ordené mis cosas, me lo eché todo a cuestas y, descalzo, empecé una larguísima caminata playa adelante, entre el batir de las olas y la vaga panorámica de los cantiles rojos.

 

Se alzaba la marea, pero había extensiones de arena mojada y dura  por donde era fácil caminar. Calentaba el sol. Con la cabeza descubierta, el cuerpo un poco inclinado para equilibrar el peso de la mochila, andaba con paso firme, como era habitual en mí, procurando olvidar que las piernas me pertenecían, dejándolas vivir su vida propia, su movimiento mecánico.

 

Siempre me ha gustado caminar así, veinte o treinta kilómetros sin descanso, sólo un rápido trago en el chorro de una fuente, y !hala! Tampoco me detuve para almorzar, el sol que me había caído encima los días anteriores me había quitado el apetito, y me faltaba, sobre todo, paciencia para cocinar en la playa. Me limité a comerme dos naranjas que se deshacían de puro dulces. Mordía la monda con la pulpa y escupía lejos las pepitas, como un chiquillo feliz.

 

Cuando las correas de la mochila empezaron a cortarme la piel quemada, me quité la camisa, hice una almohadilla con ella, la acomodé en el hombro izquierdo y cargué el peso sobre él. De este modo seguí adelante, aliviado de dolores.

 

El sol ardía con más fuego. Lo sentía en la espalda como la palma de una mano abrasada, al tiempo que me empezaba a nacer una especie de adormecimiento en la nuca. El sudor erizaba allí la piel. Me acerqué hasta el rompiente de las olas y me refresqué la cara, los hombros y la nuca. Me eché, con la mano en cuenco, agua por la espalda. La mochila había aumentado de peso. La pasé hacia el hombro derecho y, en mi torpeza, la camisa cayó sobre la ardiente arena. Me quedé mirándola, como si nunca la hubiera visto, mientras las correas dejaban su marca en el hombro.

 

Llegué incluso a dar algunos pasos, pero me fue preciso un gran esfuerzo para entender que debía volver atrás y levantarla del suelo. Me notaba raro, como flotando en el aire, y esta sensación no me abandonó ni cuando me senté y me dejé caer de espaldas. Había dentro de mí una náusea que parecía mecerme y que me obligó a rodar hacia un lado. Me había estado dando el sol en los párpados cerrados; entre mis ojos y el cielo había una cortina rosada, el color delgado de la sangre que corría confusamente por mi cuerpo.

 

Rápidamente pasó por mí la idea de que estaba sintiendo los primeros efectos de una insolación. Inquieto, me levanté de golpe, me sacudí como un perro y reanudé la caminata. Entretanto, la marea me había empujado hacia un espacio de arena seca que vibraba bajo el calor. De arriba me llegaba el zumbido de millares de insectos enloquecidos por el sol. En las pausas del oleaje, el zumbido, áspero como un rechinar de sierra circular, me aturdía y acentuaba esa sensación de náusea que no me había abandonado.

 

Anduve así muchos kilómetros.

 

Me detuve varias veces y decidí por fin no dar un paso más, pero  pronto el ardor del sol me obligó a levantarme. Por el lado de los cantiles, ni una sombra. El sol quemaba ahora de frente, pero seguía horadándome la nuca. Perdí la conciencia de lo que me rodeaba.

 

Caminaba como un autómata, ya sin sudor, con la piel sequísima, excepto en las sienes, donde se formaban gruesas gotas que se deslizaban lentamente, viscosas, rostro abajo.

 

Toda la tarde la pasé así. Empezaba a ponerse el sol cuando llegué al pueblo que tendría que ser mi primera etapa. Allí podía comer algo, matar la sed y descansar a una sombra. Pero nada de esto hice. Me calcé como en un sueño, gimiendo con el dolor de mis pies quemados, y me lancé a la carretera que, en curvas continuadas, subía por los cantiles. Aún me detuve una vez, medio perdido, mirando desde lo alto el mar, que iba tomando un color oscuro. Seguí subiendo y me encontré fuera de la escalera, sin saber cómo, metiéndome entre las rocas hasta el borde  mismo del acantilado cortado en picos.

 

El suelo se inclinaba de manera peligrosa antes de hundirse en la vertical.

 

Fue allí donde decidí pasar la noche. Me acosté con los pies del lado del mar y del desastre, me enrollé en la manta y, ardiendo de fiebre, cerré los ojos. Me quedé dormido, y soñé. Cuando volví a abrir los ojos, el sol apuntaba en el horizonte. “¿Qué hago yo aquí?”, pregunté en voz alta. Y con un movimiento de pavor recogí mis cosas y volví al camino, huyendo.

 

Mientras andaba, iba pensando en que allí yo no era yo, que mi cuerpo se había quedado muerto contra el mar, en lo alto del acantilado, y que el mundo estaba todo lleno de sombras y confusión. La noche me sorprendió a la orilla del río, con una ciudad delante que no reconocía, como las torres amenazadoras de las pesadillas.

 

Todavía hoy, pasados tantos años, me pregunto qué parte de mí habrá quedado dispersa en la blancura de las arenas o inmovilizada en piedra en los cantiles cortados por el viento, aun sabiendo que no hay respuesta.




en Las maletas del viajero, 1986