8/5/23

La casa de al lado, por Tobias Wolff





Me despierto asustado. Mi mujer está sentada en el borde de la cama, sacudiéndome.

 

—Ya están otra vez —dice.

 

Voy a la ventana. Todas sus luces están encendidas, en el piso de arriba y el de abajo, como si tuvieran dinero de sobra. Él se desgañita, ella le contesta algo a gritos, el perro ladra. Hay un breve silencio, luego llora el bebé, pobrecito.

 

—Será mejor que no te quedes ahí —dice mi mujer—. Te podrían ver.

—Voy a llamar a la policía —le informo, sabiendo que ella no me dejará.

—No llames —dice.

 

Tiene miedo de que envenenen a nuestro gato si nos quejamos.

 

En la casa de al lado el hombre todavía vocifera, pero no entiendo lo que dice por encima del perro y el bebé. La mujer se ríe, pero no lo hace de verdad —«¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!»—, y de pronto suelta un grito breve y agudo. Todo queda en silencio.

 

—Le ha pegado —dice mi mujer—. He tenido una sensación como si me hubiera pegado a mí.

 

En la casa de al lado el bebé suelta un largo gemido y el perro empieza otra vez. El hombre sale al camino de entrada y cierra la puerta de un portazo.

 

—Ten cuidado —dice mi mujer. Vuelve a meterse en la cama y se tapa hasta el cuello.

 

El hombre farfulla para sí mismo y tira de la cremallera de su bragueta. Por fin consigue abrirla y se dirige a nuestra cerca. Es una cerca blanca, más decorativa que otra cosa. No puede impedir que entre alguien. La puse yo mismo y planté madreselvas y buganvillas a lo largo.

 

Mi mujer pregunta:

 

—¿Qué está haciendo?

—Chss —hago yo.

 

El hombre se apoya en la cerca con una mano y con la otra usa las flores como cuarto de baño. Recorre toda nuestra cerca haciendo eso, sin perdonar ninguna. Cuando termina se sacude la Florida, luego se sube la cremallera y vuelve al camino de entrada. Casi resbala en la grava, pero se recupera, suelta un taco y entra en la casa, volviendo a cerrar de un portazo.

 

Cuando me vuelvo mi mujer está echada hacia delante, mirándome. Alza las cejas.

 

—¿Otra vez?

 

Asiento con la cabeza.

 

—Entre él y el perro es asombroso que consigas que crezca algo ahí.

 

Prefiero hablar de otra cosa. Me deprime pensar en las flores. La mujer de la casa de al lado está gritando.

 

—Escucha eso —digo.

—Antes me daba pena —dice mi mujer—. Pero ya no. No después de lo del mes pasado.

—Lo mismo que a mí —digo, tratando de acordarme de lo que ocurrió el mes pasado. Tampoco me da pena, pero nunca me la ha dado. Le chilla al bebé y, lo siento, pero no estoy dispuesto a sentir lástima por alguien que trata así a un niño. Grita cosas como: «¡Creí que te había dicho que te quedaras en tu dormitorio!», y el bebé ni siquiera sabe hablar todavía.

 

En cuanto a su físico, supongo que se podría decir que es guapa. Pero no le durará. No tiene una buena estructura ósea. Hay algo blando en su aspecto, como si nunca hubiera comido más que donuts y batidos. Tiene una piel blanca. El bebé se parece a ella; no es que se esperara que se pareciera a él, moreno y peludo. Incluso con la camisa puesta se puede asegurar que tiene pelo por toda la espalda y en los hombros, espeso y mullido como el de un Terrier.

 

Ahora todos arman ruido a la vez, y además tienen puesto el estéreo a pleno volumen. Una de esas bandas.

 

—Es por el bebé por el que siento pena —digo.

 

Mi mujer se lleva las manos a los oídos.

 

—No lo aguanto ni un minuto más —dice. Se quita las manos—. A lo mejor hay algo en la tele —se sienta—. Vamos a ver quién sale en el programa de Johnny Carson.

 

Enciendo el televisor. Solía tenerlo en el cuarto de estar de abajo, pero lo subí aquí hace unos años cuando mi mujer se puso enferma. Yo mismo la cuidé; preparando las comidas y todo. Llegué a conseguir cambiarle las sábanas sin que ella tuviera que dejar la cama. Siempre tuve intención de volver a llevar el televisor abajo cuando mi mujer se repuso de la enfermedad, pero al final nunca lo hice. Está puesta entre nuestras camas encima de una mesita que hice yo. Johnny Carson le está diciendo algo a Sammy Davis Jr., y Ed McMahon se está partiendo de risa. Siempre es muy alegre. Si uno fuera a hacer un viaje por mar largo de verdad no le vendría mal llevar a Ed McMahon con él.

 

Mi mujer quiere saber qué otra cosa ponen.

 

—El Dorado —leo—. «Dinámica historia de aventuras sobre un grupo de ciudadanos en busca de la legendaria ciudad de oro». Tiene dos estrellas y media.

—¿Ciudadanos de dónde?

—No lo dice.

 

Al final vemos la película. Un ciego llega a una pequeña ciudad. Dice que ha estado en El Dorado y que dirigirá una expedición allí y repartirá las ganancias. No ve, pero les indicará los puntos de referencia uno por uno mientras cabalgan. Al principio la gente se burla de él, aunque finalmente todos los ciudadanos importantes se reúnen y deciden intentarlo. Inmediatamente les atacan los apaches y algunos quieren dar la vuelta, pero todas las veces que están decididos a hacerlo el hombre les señala otro punto de referencia, así que siguen cabalgando.

 

En la casa de al lado la mujer está enloquecida. Le dice cosas al hombre que ninguna persona debería decirle a otra. Aquello inquieta a mi mujer. Me mira.

 

—¿Puedo pasarme ahí? —pregunta—. Solo para hacerte una visita.

 

Levanto la ropa y ella se mete dentro. La cama solo es cómoda para uno, por lo que dos estamos muy estrechos. Nos tumbamos de lado conmigo detrás. No lo pretendía, pero al poco la vieja Florida se me empieza a poner tiesa. Abrazo a mi mujer. Subo las manos hasta las Montañas Rocosas, luego bajo las llanuras en dirección sur.

 

—Oye —dice ella—. Nada de geografía. Esta noche, no.

—Lo siento —me disculpo.

—¿No puede ser solo una visita?

—Olvídalo. Ya te he dicho que lo siento.

 

Los ciudadanos están cruzando un desierto. Acaban de quedarse sin agua y tienen los labios agrietados. Pese a las advertencias del ciego, alguien bebe de un pozo envenenado y muere de modo espantoso. Aquella noche, alrededor de la hoguera, los otros empiezan a pelearse. La mayoría de ellos quiere volver a casa. «Este no es país para blancos —dice uno—, y en mi opinión, nadie ha estado nunca aquí». Pero el viejo describe un trozo de oro tan grande y tan puro que quema los ojos si lo miras directamente. «Lo sé muy bien», añade. Cuando termina, los ciudadanos se quedan en silencio: uno a uno se apartan y se tumban en sus mantas. Ponen las manos detrás de la cabeza y miran las estrellas. Aúlla un coyote.

 

Al oír al coyote, recuerdo por qué a mi mujer dejó de darle pena la mujer de la casa de al lado. Era un lunes por la tarde, hará como un mes, justo después de que yo volviera a casa del trabajo. El hombre de la casa de al lado empezó a pegarle al perro, y no me refiero a que le diera un golpe o dos. Le estaba dando una paliza y siguió pegándole hasta que el perro ya no podía ni quejarse; se oía la voz quebrada de la pobre criatura. Finalmente paró. Luego, unos minutos después, oí que mi mujer decía «¡Oh!» y fui a la cocina para enterarme de qué pasaba. Mi mujer estaba junto a la ventana que da a la cocina de la casa de al lado. El hombre tenía a su mujer acorralada contra el frigorífico. Había metido la rodilla entre sus piernas y ella tenía la suya entre las piernas de él, y se estaban besando con mucha fuerza. Después de aquello mi mujer apenas pudo hablar durante un par de horas. Más tarde dijo que nunca volvería a desperdiciar su compasión con aquella mujer.

 

Ahora ahí enfrente hay silencio. Mi mujer se ha dormido, y lo mismo mi brazo, que está debajo de su cabeza. Lo retiro con cuidado y abro y cierro los dedos, pensando en despertarla. Me gusta dormir en mi propia cama y no hay sitio suficiente para los dos. Al final decido que no va a pasar nada por cambiar de sitio por una noche.

 

Me levanto y cuido las plantas un rato, regándolas y sacando algunas a la ventana y retirando otras. Podo el cóleo, cuyos tallos empiezan a estar muy largos, y pongo los esquejes en un vaso de agua en el alféizar. Están apagadas todas las luces de la casa de al lado excepto la del dormitorio. Pienso en la vida que llevan, y en cómo se prolonga, hasta que parece la vida que querían vivir. Todo el mundo dice siempre que es estupendo que los seres humanos sean tan adaptables, pero no sé. En Estambul un amigo mío vio a un hombre andando por la calle con un piano de cola sobre la espalda. Todos se limitaban a evitarle y seguían su marcha. Es horrible a lo que nos acostumbramos.

 

Apago la televisión y me meto en la cama de mi mujer. Su olor, dulce e intenso, se desprende de las sábanas. Me marea un poco, pero me gusta. Me recuerda a las gardenias.

 

El motivo por el que no veo el resto de la película es que ya sé cómo va a terminar. Los ciudadanos se matarán unos a otros, probablemente a unos tres metros de la legendaria ciudad del oro, y el ciego dará traspiés sin saber que ha conseguido regresar a El Dorado.

 

Yo podría escribir una película mejor que esa. Mi película sería sobre un grupo de exploradores, hombres y mujeres, que dejan atrás sus hogares, sus trabajos y sus familias… todo lo que conocen desde siempre. Cruzan el mar y naufragan en la costa de un país que no aparece en los mapas. Uno de ellos se ahoga. A otro le ataca un animal salvaje y se lo come. Pero los demás quieren seguir adelante. Vadean ríos y atraviesan un enorme glaciar en trineos tirados por perros. Les lleva meses. En el glaciar se quedan sin comida y durante un tiempo parece que se van a volver unos contra otros, pero no lo hacen. Finalmente resuelven su problema comiéndose a los perros. Esa es la parte triste de la película.

 

Al final vemos a los exploradores durmiendo en un prado lleno de flores blancas. Los capullos están húmedos de rocío y se les pegan al cuerpo; pétalos de aguileñas, clemátides, liatris, gipsófilas, espuelas de caballero, iris y rudas les cubren por completo, volviéndoles tan blancos que no se puede distinguir a unos de otros, a hombres de mujeres, a mujeres de hombres. Sale el sol. Se levantan y alzan los brazos, como árboles blancos en un país donde no ha estado nunca nadie.

 

 

 

en Aquí empieza nuestra historia, 2008