Estando
todavía pequeño, tenía la costumbre de soñar. Y como no tenía memoria propia,
soñaba utilizando involuntariamente mi memoria genética. Sin memoria no hay
sueños. El sueño y toda su aparente imaginería no son otra cosa que recuerdos
muy precisos que la gente almacena en puntos específicos del cerebro y que se
guardan allí para siempre. Para siempre significa que, si procreamos una buena
parte de nuestra memoria será transmitida hacia la generación futura. Pero uno
sueña sólo en dirección del pasado. El sueño hacia el futuro es premonición, y
puede o no puede ser exacto o aproximativo, pero el sueño hacia el pasado es
enteramente preciso y tajantemente verdadero. Cada noche, cinco, seis o siete
veces, volvemos al pasado reproduciendo acontecimientos vividos. Como ya
sabemos, un sueño sobreviene cuando el curso de nuestros pensamientos (siempre
debe pluralizarse en relación a ellos) cesa de avanzar en varias direcciones
simultáneas para concentrarse en un solo camino. Aquí termina la pluralidad del
funcionamiento mental y surgen los sueños. Los sueños suelen ser cinco cada
noche; también pueden ser siete y aún más. La duración de los sueños no es
calculable, pero varía de un segundo a veinte minutos en cada uno. Un sueño es
capaz de vencer el discurso del tiempo. Si alguien duerme, por ejemplo, y yo
golpeo en su antebrazo derecho con un objeto frío, y un tanto violentamente,
aquello no duraría más de un segundo. No obstante, ese alguien podría soñar a
partir de ese golpe toda una historia y la soñaría desde atrás, distorsionando
el fluir del tiempo. Y despertaría traumatizado contándome tal vez el cuento
siguiente, sin percatarse que fue mi golpe el que ha sugerido toda la historia
y que toda la historia, que pensada ocuparía su mente por lo menos durante
veinte minutos, ha necesitado para establecerse nada más que un segundo, el
segundo tardado en abrir los párpados.
«Estaba
en la Plaza del Mercado —me diría—. Había un día de sol espléndido. Los
borricos convergían en tropel sobre el recinto y los frutos se arracimaban y se
apiramidaban. Yo marchaba al azar, contemplando los gritos y escuchando los
movimientos del gentío. Después tuve sed, una sed musculosa, gerundia; busqué
una moneda en mi bolsillo y sólo encontré un hueco germinando. Los frutos me
llamaban atroces, relucientes, goteando su fresca incitación deleitosa en mis
orejas pardas. Como desconocía el lugar y nunca antes había pisado esa plaza,
ni probablemente ese país, y por lo tanto no encontraría la amiga comprensión
de nadie para saciarme, cogí una naranja y hui como un conejo, sujetando,
tenaz, mis pantalones. Los gritos del tendero me cazaron en la otra orilla,
cuando aprestaba a zambullir mi huida entre las sombras de una callejuela
vacía. Fui conducido a una celda en una de cuyas paredes alguien había escrito
con el dedo y con su sangre: "Ayer mataron a Salvador Allende. Mañana será
probablemente a ti. No hay espectadores en la vida". Arrojado al suelo,
agotado, sin mi naranja, me volví a dormir al interior del primer sueño. Y soñé
que tenía un tronco sobre la pierna derecha. Desesperado y caliente, quise
quitármelo de encima: no pude. Luego hice esfuerzos denodados para despertar.
Al abrir los ojos, encontré sentado en la penumbra de la celda otro ladrón. Supe
instantáneamente que era ladrón porque la faltaba la mano izquierda. “Qué
terrible —le dije, para congraciarme— tengo la impresión de que se me durmió un
pie”. “A juzgar por el olor, creo más bien que se te murió”, repuso. “Es que he
tenido grandes dificultades para encontrar agua estos últimos meses”, expliqué,
a modo de excusa. En algún momento me recogieron y fui juzgado y condenado. Yo
sabía que perdería medio brazo en la aventura a causa de la sed. “Cortadme el
brazo izquierdo —les pedí—, pues soy diestro”. Pero el juez se obstinó y
recomendó al verdugo cercenarme el brazo derecho. Cuando el tipo alzó el hacha
y descargó el golpe, abrí los ojos y te vi parado junto a mi cama».
En
verdad, toda esta historia fue concebida a partir del golpe, porque es
imposible que la mente funcione de otro modo, Lo opuesto lindaría con una
cronología asombrosa: sería necesario que el sueño hubiese comenzado diecinueve
minutos y cincuenta y nueve segundos antes y que yo, de pie junto a su lecho,
pudiese ver simultáneamente el sueño suyo para descargar mi golpe al mismo
tiempo, y siguiendo la misma trayectoria y la misma velocidad y con el mismo
brillo que el hacha del verdugo para hacerle saltar la misma sangre.
El
sueño es también capaz de otras hazañas. Si yo pongo un finísimo electrodo,
muchas veces delgado como un cabello, en un punto preciso de un cerebro que
duerme, en un lugar que llamaríamos “el centro del sueño”, aquel ser podría
cantar en voz alta una canción, incluso una canción muy vieja, pero muy, muy rara
vez una canción no compuesta todavía. Si en la mitad de la canción yo retirara
el electrodo, la voz dejaría de cantar. Si yo volviese a poner el electrodo en
el mismo punto, la canción recomenzaría, pero no en el punto en que quedó
interrumpida, sino desde el comienzo, como si esa memoria, al detenerse la
canción, la hubiese enrollado hacia atrás, como una bobina que nos aprestamos a
utilizar de nuevo.
Estando,
pues, pequeño todavía en Moob Nwot, yo tenía la fregada costumbre de soñar.
Naturalmente, fruto de mi memoria genética, soñaba a menudo con la caída de la
Luna. En la tradición de los soñadores, la caída de la Luna es inevitable y
todo un punto de referencia. En general, este sueño reproduce un acontecimiento
que tuvo lugar millones de años antes y fue observado por mi antepasado que
sobrevivió. Sobrevivió y, a su vez, se perpetuó, y su perpetuidad sobrevivió a
su vez. Si esta perpetuidad hubiese sido interrumpida, el sueño no tendría
ninguna vocación de reproducción porque habría sido borrado de mi sangre, y,
por lo demás, yo tampoco habría soñado, pues no estaría aquí, sino en el punto
de la interrupción de mi génesis. El sueño aquel es vasto, es inconmensurable,
pues trata de la colisión de dos mundos que los omnólogos califican como la
“caída de la Luna”. La Tierra ha tenido, a lo largo de toda su existencia,
cuatro Lunas. Todas ellas han sido sucesivas y todas ellas han caído, excepto
la que flota sobre Moob Nwot y que vengo de reencontrar. Esta es la cuarta.
Pero en mi sueño de niño todavía yo recordaba la caída de la tercera Luna.
Probablemente, se trata del sueño más prolongado que tolere el centro de los
sueños, porque mi antepasado, royendo tal vez el fémur de un enemigo muerto o
arrastrando su desvalida pareja por los cabellos a fin de fornicar en el fango,
contempló incrédulo el crecimiento de la Luna y el desarrollo de su color,
avecindando la sangre o la naranja robada en la Plaza del Mercado. Pero no se
asustó en un comienzo; se asustó cuando la Luna ocupó la mitad del cielo y ya
ninguna estrella resultaba visible. Y en el inmediato subsiguiente no
recordaría nada sino un durable fragor y la obscuridad que siguió después. Esa
visión pasó a su progenie. Su progenie la atesoró a su vez en la memoria (que
no tiene nada de frágil) y la cedió, por turno, a su propia progenie. Eso,
igual, durante millones de años, hasta que yo, pequeña espiroqueta de Moob
Nwot, fui fecundado en una probeta y crecí y soñé otra vez la caída de la Luna.
Soñaba también con grandes animales peludos, con caballos al galope, con
puñales, con trapecios, con tragadores de fuego, con peces que nadaban a mi
lado, en una fresca hondura, mirándome desde su asombro global, con escamosa
destreza; soñaba con un país verde y luego con otro país verde, con una pluma
abigarrada, con una ciudad de piedra, con una columna roída por el tiempo, con
un charco de sangre, con una aguja, con un arado, con otro país que tenía un
color dorado y movedizo, con un faro abandonado entre altas olas procaces,
llenas de sal y furia, de plancton y de agallas. Crecía y contemplaba mis
dibujos, modificaba esa memoria antigua sustituyéndola por esta otra memoria
más reciente, más inmediata. Crecía e identificaba uno a uno los viejos objetos
de mis sueños, salvo uno, a saber:
Ejerciendo
su pie la jefatura de la hierba pasmosa, escribiendo con su breve pie una
caligrafía verde; sucediendo a su pie y remontando el aire, una suave mortaja
sin rencores; esparciendo cabellos renegridos que el viento conmovía hasta
hacerme gemir, la silueta ocupaba mi sueño y venía hacia mí. Mi corazón de
espiroqueta huérfana le tendía las manos miserables, las manos sedientas de
naranjas, las manos cortadas noche a noche por la impropiedad de su contacto.
Durante ciertos sueños, su rostro parecía hacerse preciso, pero no correspondía
en absoluto a un rostro que yo reconociera. Además, mi sangre saltaba de verdad
en el sueño y despertaba transido, no de pavor, sino de falta; no de angustia,
sino de carencia; no de soledad, sino de revuelo. Después comprendí que no era
yo que conocía ese secreto, sino mi memoria anterior. Y comprendí que mi
memoria anterior era incapaz de revelarlo entero. Por eso, cuando los perros
ladraron, cuando la voz voluntariosa los acalló en un inglés procaz, cuando mi
sangre se encabritó del mismo modo que en el pozo del sueño, yo comprendí
instantáneamente que el imposible momento de la revelación había llegado, y con
esa revelación, una forma de religión animal que parecía querer cargar a la
espalda varias hirvientes cruces personalizadas. Pero todo esto, en el fondo,
no era sino la continuidad de mi destino. Y mi destino no era otra cosa que una
continuidad de horrores. Nunca vistos.
en
Revista Araucaria de Chile, N°29,
1984