Horizonte oceánico profundo y azul, tráfico
agitado en la rada, arcoíris de múltiples colores: edificios, techos y calles.
Los asistentes vestidos con diversos tonos de negro agrupándose en autos forman
caravana. Saltando luces rojas, pasando imposibles intersecciones, la
encabriolada comitiva es saludada por desconocidos peatones agitando pañuelos,
manos, tiran besos, se persignan, inclinan respetuosamente la cabeza, levantan
sombreros. Los deseos que la tierra sea leve y el horizonte siempre azul para
el vecino que parte se escuchan hasta el cementerio. Un nicho transitorio en el
piso más alto de la ciudad de los muertos albergará el féretro por un par de
meses hasta que, resueltos algunos trámites, pueda el cuerpo ir a descansar
junto a su gente en las tumbas de la marina mercante. Último acto de magia del
Mago porteño: se toma su tiempo y queda mirando el mar desde la altura con la
inmejorable vista del cementerio marino (Paul Valery): ¡Sí! Gran mar de
delirios dotado, / piel de pantera, clámide perforada / por mil y miles de
ídolos del sol, / hidra absoluta, ebria de tu carne azul, / que muerdes sin
cesar tu centellante cola, / en medio de un tumulto parecido al silencio. Cuando
niño las cosas (esto es el mundo y sus diversas dimensiones) a veces son
inconmensurables. A los niños nos cuesta relacionarnos con la inmensidad,
nuestra percepción del tiempo está en proceso de formación, nuestro saber
consciente está en constante tensión entre lo que aprehendemos que es o puede
ser y lo que realmente sucede (estas son solo algunas posibilidades, claro
está). Giorgio Agamben anota (...) Los niños, como las
criaturas de las fábulas, saben perfectamente que para ser felices es preciso
tener de su lado al genio de la botella, tener en casa el asno cagamonedas o la
gallina de los huevos de oro. Y en cada ocasión, conocer el lugar y la fórmula
vale mucho más (...). Cuando niño tuve al alcance ese
genio en una botella: Valparaíso. La víspera del Año Nuevo viajábamos desde Santiago a casa de los padrinos de mi
hermano, los buenos compadres porteños. Muchas veces ante el tedio de una Ruta
68 que entonces tenía una sola pista, llena de viajeros el 31 de diciembre,
surgía el constante interrogarse por el momento de llegar. Ese preguntar
acucioso de cualquier niño terminaba felizmente en un antiguo edificio en “el
plan”, el centro de la ciudad. Pasando una escalita, la puerta daba paso a una
entrada embaldosada como tablero de ajedrez que se abría, cual alas de mariposa,
en escaleras blancas de mármol envolviendo un ascensor metálico con los botones
y números de los pisos a la usanza francesa. El piso 1 era “PE”: premier
étage. Íbamos al piso 4 (el 5to) cuestión de niños: constatar inconstancias
con la “normalidad”: risa y confusión. El ascensor, su reja metálica manual,
era una jaula de pájaro subiendo chirriante, moviendo su cuerpo elegante de
maderas nobles y metales bruñidos. Ascendiendo permitía observar pisos y
puertas que iban quedando tras nosotros, solemnes, elegantes, misteriosas. A
veces subíamos por las escaleras, otras por el ascensor, intentando sorprender
al Mago, convencidos de poder engañarlo con una llegada inesperada. Nunca,
nunca lo sorprendimos. Al contrario. Siempre nos sorprendió él anticipándose a
nosotros, porque era un Mago, el mejor. Su truco favorito era hacernos dar
vueltas en el aire hasta cansarnos. Además hablaba chino, ruso, afrikáans, la
lengua de las ballenas y la poesía del mar. Sentados en sillones de formas
sinuosas le pedíamos que nos enseñara a decir cosas graciosas. Entonces nos
enseñaba chistes o dichos de la cochinchina. El departamento era un paraíso de
chiches, detalles traídos de sus viajes como marino mercante por todo el mundo.
Estatuillas africanas, cajitas musicales japonesas, lámparas de espejos francesas,
relojes suizos, muñecos javaneses, mini botellas de todos los licores posibles,
latas de cervezas, jugos y bebidas en formatos desconocidos, muñecas rusas,
colecciones de magnetos, láminas enmarcadas en todos los sistemas de escritura
posibles. Todo era enorme y sin par. El lugar siempre pareció una puerta de
entrada a otra dimensión. Desaparecía cuando salíamos a la calle. Potencialmente
contenía todas las cosas del Universo. Adentro del departamento, además de
innumerables recuerdos de aventuras marineras, había múltiples peceras, pajareras
con aves de todos colores y una perra pequinesa llamada “Muñeca” (Ñeca, reina
de la casa), mimada y gruñona que vivía adentro del departamento. No dejaba de
sorprender con su inteligencia y gracia. El Mago incluso la había entrenado
para ir al baño como una persona. La visita era una fiesta inolvidable. Desde
la azotea esperábamos la medianoche y el cambio de año con toda la gente del
edificio. Estallaban los fuegos artificiales y nos abrazábamos brindando al
nuevo año. Pantagruélicos banquetes para incontables personas. Cocteles de
colores en vasos de todas formas y tamaños. El Mago siempre vestía muy
elegante, de camisa y pantalón con impecables mocasines, un bigote muy cuidado
y el pelo perfectamente peinado. Preparaba los tragos más increíbles porque
entre sus múltiples andadurías había sido barman en cruceros y manejaba
cocteleras, hielos y agitadores con verdadero arte. Cuando estábamos a punto de
caer dormidos nos mostraba un último truco, materializaba una moneda en nuestra
oreja, hacía desaparecer un pañuelo doblándolo en su puño o sacaba una paloma
de un sombrero. Así nos dormíamos, niños felices, convencidos con pruebas
reales de que la magia existe. En el día paseábamos a la perra, íbamos a la
plaza de la victoria a subir árboles o carruseles. La magia estaba a plena luz
del día en una ciudad que nos abría sus secretos. Kafka escribió "esta
es la esencia de la magia: que no crea, pero llama", esto es, que la
magia podría consistir en que aquello que se puede nombrar, no es magia. La
magia es un gesto (como la justicia, la memoria o iluminación). Aquello que se
nombra ya no está en el nombre, aquello que se recuerda se ha ido en el gesto
del re-memorar. Todo momento puede ser memento mori; como le recordaban
los romanos al general victorioso: junto con la corona de laureles, símbolo del
triunfo, la fugacidad de la vida: tú también eres mortal, bolsa de carne, saco
de huesos. Al recordar, este asunto de la muerte parece algo grave, de gran
importancia, al menos por un segundo, el instante recordado. Luego se esfuma
para dar paso a cosas urgentes; compromisos, obligaciones, proyectos... los
trabajos y los días, eso que nos ilusiona en su multiplicidad y nombramos
“vida”. Esa vida o realidad a ratos se desgarra y abre para mostrar la vanidad
náufraga de nuestro devenir. Los budistas buscan despertar “aquí y ahora” una
conciencia despierta, budeidad, trascender el ciclo de la ilusión para
instalarse en la observación del presente que todo contiene y todo conecta,
interdependencia intensa develada, natural a cualquier observador atento,
“despierto”. Anoto esto porque como budista estaba en un retiro de meditación y
silencio al momento de la noticia de la muerte del Mago. Al salir del retiro
volví a casa para ir con mis padres a la capilla ardiente en Playa Ancha. El
camino fue tranquilo, la luz invernal del mediodía colándose entre el verde
seco de los caminos rurales de la costa. La entrada a la gran ciudad puerto fue
calma y sin agitación, incluso fue fácil estacionar cerca del lugar del velorio
y misa fúnebre. La iglesia en piedra y lozas, techos altos en madera pintados
con cielos estrellados y cruces, vitrales, cornucopias, retablos, estatuas de
vírgenes y santos con cada esquina colmada de placas en agradecimiento a
milagros y favores concedidos; todos los colores imaginables. La iglesia del
puerto como idéntica metonimia de la ciudad y de la vida que conocí (niño) como
la que viven los habitantes de Valparaíso, imagen (neo) barroca de plenitud
exacerbada donde todo abunda y no daña porque calza de manera extrañamente
necesaria. Grafiti sobre grafiti sobre grafiti en todas las paredes, texturas
infinitas de materialidades con las que se construyen las casas encabalgándose
una sobre otra y sobre otra en cada esquina y a cada vuelta; tráfico atochado
que no alcanza a entorpecerse porque entre los vericuetos de subidas y
pendientes que sirven de calles los vehículos circulan diáfanos sin obstruirse
ni accidentarse en contra de cualquier proyección estadística. Y un último gesto
del Mago, el viaje al cementerio marino: ¡El viento se levanta!... ¡Hay que
intentar vivir! / El aire inmenso abre y cierra mi libro, / ¡La ola en polvo
osa saltar las rocas! / ¡Emprended vuelo, páginas deslumbradas! / ¡Romped,
olas! ¡Romped de aguas gozosas / este techo tranquilo que picoteaban
foques!
Valparaíso,
2021
Fotografía de Franklin Goycoolea