13/10/21

Guía para viajeros inocentes, por Mark Twain





IX
Ya la primera aventura que vivimos ayer por la tarde, después de desembarcar estuvo a punto de suponer el fin del despreocupado Blucher. Acabábamos de montar en varias mulas y burros y nos poníamos en marcha bajo la tutela del majestuoso, principesco y magnífico Hadji Muhammad Lamarty (¡Ojalá aumente su tribu!), cuando llegamos a una hermosa mezquita musulmana, con su alta torre, llena de ajedrezados de porcelana en todos los colores, y todas y cada unas de las partes de edificio adornadas con la singular arquitectura de la Alhambra, y Blucher empezó a cruzar, montado, la puerta abierta. Un sorprendido ¡Eh, eh!, de nuestros seguidores y un claro ¡Alto!, de un caballero inglés que formaba parte del grupo, frenaron al aventurero, y después nos contaron que tan terrible profanación es que el perro cristiano ponga el pie en el sagrado umbral de una mezquita musulmana, que por mucho que se la purifique luego, ya nunca será adecuada para que el fiel vuelva a rezar en ella. Si Blucher hubiera logrado entrar, sin duda lo habrían perseguido por toda la ciudad para acabar lapidado; hubo un tiempo, y no hace tanto, en el que se asesinaba despiadadamente a cualquier cristiano al que se capturase en una mezquita. Echamos un vistazo a los hermosos suelos de teselas del interior y a los fieles realizando sus abluciones en las fuentes, pero hasta esa simple ojeada fue algo que no gustó nada a los moros que pasaban por la calle. Hace unos años, el reloj de la torre de la mezquita se estropeó. Los moros de Tánger han degenerado tanto que ya hace mucho que no hay entre ellos un artífice capaz de curar un paciente tan frágil como un reloj debilitado. Los grandes hombres de la ciudad se reunieron en solemne cónclave para decidir cómo enfrentarse a dicha dificultad. Discutieron el asunto concienzudamente, pero no alcanzaron solución alguna. Al final, uno de los patriarcas se puso en pie y dijo: —Oh, hijos del Profeta, ya os es sabido que un perro cristiano y relojero portugués contamina la ciudad de Tánger con su presencia. También sabéis que cuando se construyen las mezquitas, los burros cargan con las piedras y el cemento, y cruzan el sagrado umbral. Por lo tanto, enviad al perro cristiano a cuatro patas y descalzo al interior del recinto sagrado para que arregle el reloj, ¡como si de un burro se tratase! Y así se hizo. Por lo que, si Blucher ve alguna vez el interior de una mezquita, tendrá que deshacerse de su humanidad y adoptar su temperamento innato. Visitamos la cárcel y encontramos prisioneros moros haciendo alfombrillas y cestos. (Esta manera de utilizar el delito huele a civilización). El asesinato se castiga con la muerte. Hace poco tiempo sacaron a tres asesinos del recinto amurallado de la ciudad y allí los fusilaron. Las armas de fuego moras no son buenas, como tampoco lo son los tiradores moros. En este caso, situaron a los pobres criminales a larga distancia, como se hace con muchos blancos, y practicaron el tiro con ellos: los tuvieron pegando brincos y esquivando balas durante media hora antes conseguir dar en el centro. Cuando un hombre roba ganado, le cortan la mano derecha y la pierna izquierda, y las cuelgan en algún lugar visible de la plaza del mercado como advertencia general. No son artistas de la cirugía. Cortan un poco alrededor del hueso y después rompen el miembro. A veces el paciente se recupera; pero por regla general, no lo consigue. Sin embargo, el corazón moro es audaz. Los moros siempre han sido valientes. Estos criminales soportan tan espantosa operación sin siquiera pestañear, sin temblor de ninguna clase, sin un solo gemido. No hay sufrimiento capaz de reducir el orgullo de un moro o de hacerle deshonrar su dignidad con un grito. Aquí el matrimonio es un contrato que acuerdan los padres de los involucrados. No hay tarjetas del día de los enamorados, ni encuentros robados, ni salidas a caballo, ni cortejos en salones poco iluminados, ni discusiones de novios con sus reconciliaciones, ni nada de lo que tan adecuado es para aproximarse al matrimonio. El joven acepta a la chica que le elige su padre, se casa con ella y luego es cuando le retira el velo y puede verla por primera vez. Si después de tratarla un tiempo esta le conviene, se queda con ella; pero si sospecha de su pureza, se la encasqueta de vuelta al padre; si descubre que tiene alguna enfermedad, lo mismo; o si, transcurrido un tiempo justo y razonable, ella no consigue concebir hijos, se va de regreso al hogar de su niñez. Los mahometanos que pueden permitírselo, tienen a mano unas cuantas esposas. Se las llama esposas, aunque creo que el Corán solo permite cuatro esposas auténticas, el resto son concubinas. El emperador de Marruecos no sabe cuántas mujeres tiene, pero cree que tiene quinientas. Sin embargo, por ahí andará la cosa, ya que docena arriba o docena abajo, tanto da. Hasta los judíos del interior tienen varias mujeres. He logrado entrever la faz de varias mujeres moras (es que son humanas y revelan sus rostros para que el perro cristiano los admire cuando no hay ningún moro cerca), y siento la mayor de las veneraciones ante la sensatez que las lleva a cubrir una fealdad tan atroz. Llevan los hijos a la espalda, en un saco, como otros salvajes de todo el mundo. Una buena parte de los negros son esclavos de los moros. Pero en el momento en que una mujer esclava se convierte en la concubina de su amo, se rompen sus ataduras, y en cuanto un esclavo es capaz de leer el primer capítulo del Corán (que contiene el credo), nadie puede obligarlo a la esclavitud. En Tánger tienen tres domingos a la semana. El de los mahometanos se celebra el viernes, el de los judíos el sábado y el de los cónsules cristianos el domingo. Los judíos son los más radicales. El moro acude a su mezquita al mediodía de su fiesta sagrada, como cualquier otro día, se descalza en la puerta, realiza sus abluciones, hace sus zalemas, estampando su frente contra el suelo una y otra vez, dice sus oraciones y vuelve al trabajo. Pero el judío cierra el negocio; no toca ningún dinero de cobre o de bronce; no mancilla sus dedos con nada que sea inferior a la plata o el oro; asiste a la sinagoga con devoción; no cocina ni tiene relación alguna con el fuego; y se abstiene religiosamente de emprender cualquier empresa. El moro que ha peregrinado a la Meca tiene derecho a recibir honores. Los hombres lo llaman hadji y, desde ese momento, se convierte en un gran personaje. Cientos de moros llegan cada año a Tánger y embarcan hacia la Meca. Parte del camino lo hacen en vapores ingleses, y los diez o doce dólares que pagan por el pasaje es el precio de casi todo el viaje. Se llevan cierta cantidad de comida, y cuando falla la intendencia, hay follón, tal y como lo expresa Jack, a su manera escandalosa y jergal. Desde el momento en que se marchan hasta que regresan de nuevo al hogar, no se lavan, ni en tierra ni en la mar. Suelen estar fuera entre cinco y siete meses, y como no se cambian de ropa en todo ese tiempo, cuando regresan no están en condiciones de visitar a nadie, ni de que nadie los visite. Muchos de ellos tienen que rascarse el bolsillo durante un largo período de tiempo para reunir los diez dólares que cuesta el pasaje, y cuando uno regresa, se queda en bancarrota por siempre jamás. Pocos moros pueden recuperar sus finanzas en el breve tiempo de una vida, después de tan imprudente desembolso. Con el fin de conservar la dignidad de hadji para los caballeros de sangre patricia y propiedades, el emperador decretó que ningún hombre podría realizar el peregrinaje, a no ser los abotargados aristócratas que valiesen cien dólares en monedas. ¡Pero atención a cómo la iniquidad consigue burlar la ley! A cambio de una retribución, los banqueros judíos adelantan al peregrino cien dólares el tiempo suficiente para que preste juramento, y luego los recuperan antes de que el barco zarpe. España es la única nación a la que temen los moros. Y eso es porque España envía sus buques de guerra más pesados y sus cañones más ruidosos para asombrar a estos musulmanes, mientras que América y otras naciones solo envían un despreciable cañonero, que más parece una bañera, y eso de vez en cuando. Los moros, al igual que otros salvajes, aprenden de lo que ven, no de lo que oyen o leen. Nosotros tenemos grandes flotas en el Mediterráneo, pero casi nunca tocan puertos africanos. Los moros tienen una pobre opinión de Inglaterra, Francia y América, y a sus representantes los someten a una buena cantidad de circunloquios burocráticos antes de concederles sus derechos, mucho menos un favor. Pero tan pronto un ministro español exige algo, se le concede de inmediato, ya sea justo o no. España castigó a los moros hace cinco o seis años por unas tierras en disputa situadas frente a Gibraltar, y capturó la ciudad de Tetuán. Negoció el aumento de su territorio, una indemnización de veinte millones de dólares en dinero y la paz. Y después entregó la ciudad. Pero no la entregó hasta que los soldados españoles se hubieron comido todos los gatos. No llegaron a un acuerdo mientras hubo gatos. A los españoles les gustan muchos los gatos. Por el contrario, los moros veneran a los gatos como algo sagrado. Así que los españoles, en aquella ocasión, les tocaron su punto débil. Ese acto tan poco felino de comerse todos los gatos de Tetuán, hizo albergar el odio hacia ellos en los corazones de los moros, a los que ni siquiera les había afectado el hecho de que los hubieran expulsado de España. Pero ahora los moros y los españoles son enemigos eternos. Francia tuvo aquí a un ministro que puso en su contra a toda la nación de la forma más inocente posible. Mató un par de batallones de gatos (Tánger está llena de ellos) e hizo con sus pieles una alfombra para el salón. Mandó fabricar la alfombra en círculos: primero un círculo de machos viejos y grises, con las colas apuntando hacia el centro; después un círculo de gatos dorados; luego otro de gatos negros, seguido de uno de blancos; a continuación un círculo de todo tipo de gatos y, por último, una pieza central de gatitos variados. Era muy bonita, pero los moros aún siguen maldiciendo su recuerdo. Hoy, cuando fuimos a visitar a nuestro cónsul americano, me fijé en que todas las variedades posibles de juegos de salón estaban representadas en sus mesas de centro. Me pareció que eso daba sensación de soledad. La idea era correcta. Su familia es la única americana de Tánger. Aquí hay muchos cónsules extranjeros, pero no se tiene costumbre de hacer demasiadas visitas. Es evidente que Tánger está fuera del mundo, así que ¿de qué sirve ir de visita si nadie tiene nada de que hablar? De nada. Por eso las familias de los cónsules se quedan en casa y se divierten como pueden. Tánger resulta muy interesante para un día, pero después se convierte en una cárcel fastidiosa. El cónsul general lleva aquí cinco años, y está tan harto que le parecen un siglo, por lo que dentro de poco volverá a casa. Su familia se apodera de las cartas y de los periódicos tan pronto llega el correo, los leen una y otra vez durante dos o tres días, los comentan sin descanso durante dos o tres días más hasta que los han exprimido por completo, y después, un día tras otro, comen, beben y duermen, recorren el mismo viejo camino, ven las mismas cosas viejas y pesadas que ni varias décadas de siglos han logrado cambiar, ¡y no dicen ni una palabra! Literalmente no tienen nada de que hablar. La llegada de un buque de guerra americano es un regalo del cielo. «Oh, Soledad, ¿dónde están los encantos que los sabios han visto en tu rostro?». Es el exilio más absoluto que imaginarme pueda. Yo recomendaría encarecidamente al gobierno de los Estados Unidos que, cuando un hombre cometa un delito tan infame que la ley no proporcione un castigo adecuado, se le nombre cónsul general en Tánger. Me alegro de haber visto Tánger, la segunda ciudad más antigua del mundo. Pero creo que estoy preparado para despedirme de ella. Desde aquí iremos a Gibraltar, esta noche o por la mañana, y sin duda el Quaker City zarpará de dicho puerto en las próximas cuarenta y ocho horas.



en Guía para viajeros inocentes, 2016
Fotografía de A. F. Bradley