IX
Ya la
primera aventura que vivimos ayer por la tarde, después de desembarcar estuvo a
punto de suponer el fin del despreocupado Blucher. Acabábamos de montar en varias
mulas y burros y nos poníamos en marcha bajo la tutela del majestuoso,
principesco y magnífico Hadji Muhammad Lamarty (¡Ojalá aumente su tribu!),
cuando llegamos a una hermosa mezquita musulmana, con su alta torre, llena de
ajedrezados de porcelana en todos los colores, y todas y cada unas de las
partes de edificio adornadas con la singular arquitectura de la Alhambra, y
Blucher empezó a cruzar, montado, la puerta abierta. Un sorprendido ¡Eh, eh!,
de nuestros seguidores y un claro ¡Alto!, de un caballero inglés que formaba
parte del grupo, frenaron al aventurero, y después nos contaron que tan
terrible profanación es que el perro cristiano ponga el pie en el sagrado
umbral de una mezquita musulmana, que por mucho que se la purifique luego, ya
nunca será adecuada para que el fiel vuelva a rezar en ella. Si Blucher hubiera
logrado entrar, sin duda lo habrían perseguido por toda la ciudad para acabar
lapidado; hubo un tiempo, y no hace tanto, en el que se asesinaba
despiadadamente a cualquier cristiano al que se capturase en una mezquita. Echamos
un vistazo a los hermosos suelos de teselas del interior y a los fieles realizando
sus abluciones en las fuentes, pero hasta esa simple ojeada fue algo que no gustó
nada a los moros que pasaban por la calle. Hace unos años, el reloj de la torre
de la mezquita se estropeó. Los moros de Tánger han degenerado tanto que ya
hace mucho que no hay entre ellos un artífice capaz de curar un paciente tan
frágil como un reloj debilitado. Los grandes hombres de la ciudad se reunieron
en solemne cónclave para decidir cómo enfrentarse a dicha dificultad.
Discutieron el asunto concienzudamente, pero no alcanzaron solución alguna. Al
final, uno de los patriarcas se puso en pie y dijo: —Oh, hijos del Profeta, ya
os es sabido que un perro cristiano y relojero portugués contamina la ciudad de
Tánger con su presencia. También sabéis que cuando se construyen las mezquitas,
los burros cargan con las piedras y el cemento, y cruzan el sagrado umbral. Por
lo tanto, enviad al perro cristiano a cuatro patas y descalzo al interior del
recinto sagrado para que arregle el reloj, ¡como si de un burro se tratase! Y
así se hizo. Por lo que, si Blucher ve alguna vez el interior de una mezquita, tendrá
que deshacerse de su humanidad y adoptar su temperamento innato. Visitamos la
cárcel y encontramos prisioneros moros haciendo alfombrillas y cestos. (Esta manera
de utilizar el delito huele a civilización). El asesinato se castiga con la muerte.
Hace poco tiempo sacaron a tres asesinos del recinto amurallado de la ciudad y
allí los fusilaron. Las armas de fuego moras no son buenas, como tampoco lo son
los tiradores moros. En este caso, situaron a los pobres criminales a larga
distancia, como se hace con muchos blancos, y practicaron el tiro con ellos:
los tuvieron pegando brincos y esquivando balas durante media hora antes
conseguir dar en el centro. Cuando un hombre roba ganado, le cortan la mano
derecha y la pierna izquierda, y las cuelgan en algún lugar visible de la plaza
del mercado como advertencia general. No son artistas de la cirugía. Cortan un
poco alrededor del hueso y después rompen el miembro. A veces el paciente se
recupera; pero por regla general, no lo consigue. Sin embargo, el corazón moro
es audaz. Los moros siempre han sido valientes. Estos criminales soportan tan
espantosa operación sin siquiera pestañear, sin temblor de ninguna clase, sin
un solo gemido. No hay sufrimiento capaz de reducir el orgullo de un moro o de
hacerle deshonrar su dignidad con un grito. Aquí el matrimonio es un contrato
que acuerdan los padres de los involucrados. No hay tarjetas del día de los
enamorados, ni encuentros robados, ni salidas a caballo, ni cortejos en salones
poco iluminados, ni discusiones de novios con sus reconciliaciones, ni nada de
lo que tan adecuado es para aproximarse al matrimonio. El joven acepta a la
chica que le elige su padre, se casa con ella y luego es cuando le retira el
velo y puede verla por primera vez. Si después de tratarla un tiempo esta le conviene,
se queda con ella; pero si sospecha de su pureza, se la encasqueta de vuelta al
padre; si descubre que tiene alguna enfermedad, lo mismo; o si, transcurrido un
tiempo justo y razonable, ella no consigue concebir hijos, se va de regreso al
hogar de su niñez. Los mahometanos que pueden permitírselo, tienen a mano unas
cuantas esposas. Se las llama esposas, aunque creo que el Corán solo permite
cuatro esposas auténticas, el resto son concubinas. El emperador de Marruecos
no sabe cuántas mujeres tiene, pero cree que tiene quinientas. Sin embargo, por
ahí andará la cosa, ya que docena arriba o docena abajo, tanto da. Hasta los
judíos del interior tienen varias mujeres. He logrado entrever la faz de varias
mujeres moras (es que son humanas y revelan sus rostros para que el perro
cristiano los admire cuando no hay ningún moro cerca), y siento la mayor de las
veneraciones ante la sensatez que las lleva a cubrir una fealdad tan atroz. Llevan
los hijos a la espalda, en un saco, como otros salvajes de todo el mundo. Una
buena parte de los negros son esclavos de los moros. Pero en el momento en que
una mujer esclava se convierte en la concubina de su amo, se rompen sus ataduras,
y en cuanto un esclavo es capaz de leer el primer capítulo del Corán (que contiene
el credo), nadie puede obligarlo a la esclavitud. En Tánger tienen tres
domingos a la semana. El de los mahometanos se celebra el viernes, el de los
judíos el sábado y el de los cónsules cristianos el domingo. Los judíos son los
más radicales. El moro acude a su mezquita al mediodía de su fiesta sagrada,
como cualquier otro día, se descalza en la puerta, realiza sus abluciones, hace
sus zalemas, estampando su frente contra el suelo una y otra vez, dice sus oraciones
y vuelve al trabajo. Pero el judío cierra el negocio; no toca ningún dinero de
cobre o de bronce; no mancilla sus dedos con nada que sea inferior a la plata o
el oro; asiste a la sinagoga con devoción; no cocina ni tiene relación alguna
con el fuego; y se abstiene religiosamente de emprender cualquier empresa. El
moro que ha peregrinado a la Meca tiene derecho a recibir honores. Los hombres
lo llaman hadji
y, desde ese momento, se convierte en un gran personaje. Cientos de
moros llegan cada año a Tánger y embarcan hacia la Meca. Parte del camino lo
hacen en vapores ingleses, y los diez o doce dólares que pagan por el pasaje es
el precio de casi todo el viaje. Se llevan cierta cantidad de comida, y cuando falla
la intendencia, hay follón, tal y como lo expresa Jack, a su manera escandalosa
y jergal. Desde el momento en que se marchan hasta que regresan de nuevo al
hogar, no se lavan, ni en tierra ni en la mar. Suelen estar fuera entre cinco y
siete meses, y como no se cambian de ropa en todo ese tiempo, cuando regresan
no están en condiciones de visitar a nadie, ni de que nadie los visite. Muchos
de ellos tienen que rascarse el bolsillo durante un largo período de tiempo
para reunir los diez dólares que cuesta el pasaje, y cuando uno regresa, se queda
en bancarrota por siempre jamás. Pocos moros pueden recuperar sus finanzas en
el breve tiempo de una vida, después de tan imprudente desembolso. Con el fin
de conservar la dignidad de hadji
para los caballeros de sangre patricia y propiedades, el emperador
decretó que ningún hombre podría realizar el peregrinaje, a no ser los abotargados
aristócratas que valiesen cien dólares en monedas. ¡Pero atención a cómo la
iniquidad consigue burlar la ley! A cambio de una retribución, los banqueros
judíos adelantan al peregrino cien dólares el tiempo suficiente para que preste
juramento, y luego los recuperan antes de que el barco zarpe. España es la
única nación a la que temen los moros. Y eso es porque España envía sus buques
de guerra más pesados y sus cañones más ruidosos para asombrar a estos
musulmanes, mientras que América y otras naciones solo envían un despreciable
cañonero, que más parece una bañera, y eso de vez en cuando. Los moros, al
igual que otros salvajes, aprenden de lo que ven, no de lo que oyen o leen. Nosotros
tenemos grandes flotas en el Mediterráneo, pero casi nunca tocan puertos africanos.
Los moros tienen una pobre opinión de Inglaterra, Francia y América, y a sus
representantes los someten a una buena cantidad de circunloquios burocráticos antes
de concederles sus derechos, mucho menos un favor. Pero tan pronto un ministro
español exige algo, se le concede de inmediato, ya sea justo o no. España
castigó a los moros hace cinco o seis años por unas tierras en disputa situadas
frente a Gibraltar, y capturó la ciudad de Tetuán. Negoció el aumento de su territorio,
una indemnización de veinte millones de dólares en dinero y la paz. Y después
entregó la ciudad. Pero no la entregó hasta que los soldados españoles se hubieron
comido todos los gatos. No llegaron a un acuerdo mientras hubo gatos. A los
españoles les gustan muchos los gatos. Por el contrario, los moros veneran a
los gatos como algo sagrado. Así que los españoles, en aquella ocasión, les
tocaron su punto débil. Ese acto tan poco felino de comerse todos los gatos de
Tetuán, hizo albergar el odio hacia ellos en los corazones de los moros, a los
que ni siquiera les había afectado el hecho de que
los hubieran expulsado de España. Pero ahora los moros y los españoles son
enemigos eternos. Francia tuvo aquí a un ministro que puso en su contra a toda
la nación de la forma más inocente posible. Mató un par de batallones de gatos
(Tánger está llena de ellos) e hizo con sus pieles una alfombra para el salón.
Mandó fabricar la alfombra en círculos: primero un círculo de machos viejos y
grises, con las colas apuntando hacia el centro; después un círculo de gatos dorados;
luego otro de gatos negros, seguido de uno de blancos; a continuación un círculo
de todo tipo de gatos y, por último, una pieza central de gatitos variados. Era
muy bonita, pero los moros aún siguen maldiciendo su recuerdo. Hoy, cuando
fuimos a visitar a nuestro cónsul americano, me fijé en que todas las variedades
posibles de juegos de salón estaban representadas en sus mesas de centro. Me
pareció que eso daba sensación de soledad. La idea era correcta. Su familia es
la única americana de Tánger. Aquí hay muchos cónsules extranjeros, pero no se
tiene costumbre de hacer demasiadas visitas. Es evidente que Tánger está fuera
del mundo, así que ¿de qué sirve ir de visita si nadie tiene nada de que
hablar? De nada. Por eso las familias de los cónsules se quedan en casa y se
divierten como pueden. Tánger resulta muy interesante para un día, pero después
se convierte en una cárcel fastidiosa. El cónsul general lleva aquí cinco años,
y está tan harto que le parecen un siglo, por lo que dentro de poco volverá a
casa. Su familia se apodera de las cartas y de los periódicos tan pronto llega
el correo, los leen una y otra vez durante dos o tres días, los comentan sin
descanso durante dos o tres días más hasta que los han exprimido por completo,
y después, un día tras otro, comen, beben y duermen, recorren el mismo viejo
camino, ven las mismas cosas viejas y pesadas que ni varias décadas de siglos
han logrado cambiar, ¡y no dicen ni una palabra! Literalmente no tienen nada de
que hablar. La llegada de un buque de guerra americano es un regalo del cielo.
«Oh, Soledad, ¿dónde están los encantos que los sabios han visto en tu rostro?».
Es el exilio más absoluto que imaginarme pueda. Yo recomendaría encarecidamente
al gobierno de los Estados Unidos que, cuando un hombre cometa un delito tan
infame que la ley no proporcione un castigo adecuado, se le nombre cónsul
general en Tánger. Me alegro de haber visto Tánger, la segunda ciudad más
antigua del mundo. Pero creo que estoy preparado para despedirme de ella. Desde
aquí iremos a Gibraltar, esta noche o por la mañana, y sin duda el Quaker City zarpará
de dicho puerto en las próximas cuarenta y ocho horas.
en Guía para viajeros inocentes, 2016
Fotografía
de A. F. Bradley