No siempre tengo cosas para decir. Entonces, a
veces, me pongo a leer a Elizabeth Bishop. Y siempre, antes o después, llego a
ese poema portentoso: El arte de perder.
«El arte de perder no es muy difícil; tantas
cosas contienen el germen de la pérdida, pero perderlas no es un desastre. Pierde algo cada día. Acepta la inquietud de
perder las llaves de las puertas, la horas malgastadas. El arte de perder no es muy difícil.
[...] Desaparecieron la última o la penúltima de mis tres
queridas casas [...] Perdí dos
ciudades entrañables. Y un inmenso reino que era mío, dos ríos y un
continente. / Los extraño, pero no ha sido un desastre». Claro que no hay nada
más difícil —y Bishop lo sabía— que el arte de perder. Hoy vi, otra vez, una
película llamada Une liaison
pornographique, en la que él —Sergi López— y ella —Nathalie Baye— se
encuentran en un motel, sin saber nada el uno del otro, solo para tener sexo:
buen sexo. Lo hacen durante mucho tiempo hasta que algo se corre de lugar (como
si se pudiera tener buen sexo con alguien durante mucho tiempo sin que nada se
corriera de lugar), y entonces ella dice «¿Y si lo hiciéramos de verdad?». Y lo hacen: de verdad. Como
si fuera la primera vez. Y el amor —un embrión flojo pero firme— resulta ser el
ángel de la muerte, porque es exactamente entonces —cuando dejan de ser el uno
para el otro un poco de carne sin pasado y sin nombre— cuando empieza el
momento de perder. Hace tiempo, un escritor amigo me dijo esto: «Solo cuando sé
que mi hija está condenada por mí, que la traje al mundo para morir y acepto
eso, es cuando puedo ser su padre de manera cabal, liberándola y liberándome».
Habituarse a una hermosa risa humana, a un cuerpo vivo, cuesta muy poco. Dejar
partir, en cambio —dominar el arte de perder—, cuesta la vida.
en
Teoría de la Gravedad, 2019