El océano está en calma cuando partimos, aunque todos sabemos que aquello durará muy poco. No lo comentamos, pero lo pensamos. Hemos perdido la cuenta de las horas, de los días, semanas o meses, a pesar de las exactas bitácoras que llevan algunos. Lo cierto es que marcamos el tiempo por la vida que nos queda. Hemos concluido que nadie vendrá por nosotros. Estamos atascados en el hielo y, si bien, el objetivo primero de nuestra expedición ha sido desechado, tenemos ahora una segunda meta, la cual es sobrevivir. El instinto básico del ser humano se hace presente una vez más y, en nuestras vidas, aparece naturalmente, como el sudor o el llanto al recordar tierras lejanas. Hombres rudos, se dirá, somos hombres rudos, acostumbrados al extremo de los climas o de los mares, a soportar tormentas, naufragios, la muerte de compañeros, el hambre, el frío o la soledad. Es cierto, en gran medida, pero el enfrentarse con la muerte, cara a cara, es un hecho novedoso cada vez, angustiante y definitorio. Uno piensa en la familia, en hijos, esposas, novias, padres, abuelos, primos... Luego uno piensa en los amigos, en los de la infancia, en los que ya se fueron. Se recuerdan los lugares cómodos, una cama tibia, una taza de café, una lumbre. Y entonces se mezcla todo, facciones amables, sonrisas, llantos de despedida, apretones de manos, besos, abrazos. Y luego el frío, la soledad, el sonido del viento, el hambre y la certidumbre de la muerte.
El océano está en calma, aunque no sabemos cuánto durará el viaje. Tampoco sabemos si llegaremos a un destino. Confiamos en la experiencia de nuestro capitán, en la bondad de estos mares del sur y en nuestros respectivos dioses. Tenemos unos cuantos jirones de carne, decenas de terrones de azúcar y el agua que nos provee la lluvia y los hielos. Con esto deberemos alcanzar la civilización. Nuestro sueño ha quedado atrás. Ahora sólo queremos regresar con vida y abrazar a nuestros seres queridos.
Cada uno, en silencio y aparte, cumple con el rito de los rezos, de la invocación. Hasta el más ateo eleva su mirada al cielo y pide comprensión, o ayuda, o al menos una muerte rápida. Nos miramos sin decir nada, amarramos las provisiones al fondo de la frágil embarcación y la empujamos unos metros hasta sentir el suave traqueteo de las olas. Hacia un lado está nuestro objetivo perdido. Hacia el otro, nuestra supervivencia. En silencio comenzamos a remar. Ya no existe el frío, ni el hambre es demasiada. Si alguna vez creímos poder llegar hasta el origen, lo hemos logrado. Este es el origen y ningún otro.
El horizonte está cada vez más rojo y pareciera querer decirnos algo. Nos guía un sendero de estrellas. Nadie dice nada. El océano está en calma...
Mar de Weddell, 1915