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5/7/22

Week end, por Franklin Goycoolea





Los veraneantes vuelven a la ciudad

invirtiendo el último suspiro de sus ganas

El retrovisor refleja lo que ve:

retomar el ritmo de las cosas

 

A la suerte de una amante esperanzada

una y mil veces postergada

por este asunto ruin del decoro

de los logros

y de la familia de la que te hablaba

 

El mar era distante hasta el horizonte

y yo creía que soñaba

en este torbellino que me alcanza,

queriendo echar por tierra

el orden que me he impuesto

 

Son mis buenas maneras

y esta ruma de papeles que me embarga

 

El mar estaba calmo

El retrovisor así lo refleja




en ¡Flash!, 2017

Fotografía: Franklin Goycoolea


























24/2/22

En los suburbios de la Vía Láctea, por Franklin Goycoolea





El ruido y la furia de lo que sucede
   Acá
   Abajo
El pensamiento es el lugar del engaño
de mínimas certezas rescatadas
de la confusión de la jerga
El espacio se expande
como pájaros
que desechan su albedrío
en vuelos improbables
Para el volátil acompañante de tus proezas



en ¡Flash!, 2017
G0 Ediciones

























22/9/21

Último adiós al Mago porteño, por Cristóbal Soto





Horizonte oceánico profundo y azul, tráfico agitado en la rada, arcoíris de múltiples colores: edificios, techos y calles. Los asistentes vestidos con diversos tonos de negro agrupándose en autos forman caravana. Saltando luces rojas, pasando imposibles intersecciones, la encabriolada comitiva es saludada por desconocidos peatones agitando pañuelos, manos, tiran besos, se persignan, inclinan respetuosamente la cabeza, levantan sombreros. Los deseos que la tierra sea leve y el horizonte siempre azul para el vecino que parte se escuchan hasta el cementerio. Un nicho transitorio en el piso más alto de la ciudad de los muertos albergará el féretro por un par de meses hasta que, resueltos algunos trámites, pueda el cuerpo ir a descansar junto a su gente en las tumbas de la marina mercante. Último acto de magia del Mago porteño: se toma su tiempo y queda mirando el mar desde la altura con la inmejorable vista del cementerio marino (Paul Valery): ¡Sí! Gran mar de delirios dotado, / piel de pantera, clámide perforada / por mil y miles de ídolos del sol, / hidra absoluta, ebria de tu carne azul, / que muerdes sin cesar tu centellante cola, / en medio de un tumulto parecido al silencio. Cuando niño las cosas (esto es el mundo y sus diversas dimensiones) a veces son inconmensurables. A los niños nos cuesta relacionarnos con la inmensidad, nuestra percepción del tiempo está en proceso de formación, nuestro saber consciente está en constante tensión entre lo que aprehendemos que es o puede ser y lo que realmente sucede (estas son solo algunas posibilidades, claro está). Giorgio Agamben anota (...) Los niños, como las criaturas de las fábulas, saben perfectamente que para ser felices es preciso tener de su lado al genio de la botella, tener en casa el asno cagamonedas o la gallina de los huevos de oro. Y en cada ocasión, conocer el lugar y la fórmula vale mucho más (...). Cuando niño tuve al alcance ese genio en una botella: Valparaíso. La víspera del Año Nuevo viajábamos desde Santiago a casa de los padrinos de mi hermano, los buenos compadres porteños. Muchas veces ante el tedio de una Ruta 68 que entonces tenía una sola pista, llena de viajeros el 31 de diciembre, surgía el constante interrogarse por el momento de llegar. Ese preguntar acucioso de cualquier niño terminaba felizmente en un antiguo edificio en “el plan”, el centro de la ciudad. Pasando una escalita, la puerta daba paso a una entrada embaldosada como tablero de ajedrez que se abría, cual alas de mariposa, en escaleras blancas de mármol envolviendo un ascensor metálico con los botones y números de los pisos a la usanza francesa. El piso 1 era “PE”: premier étage. Íbamos al piso 4 (el 5to) cuestión de niños: constatar inconstancias con la “normalidad”: risa y confusión. El ascensor, su reja metálica manual, era una jaula de pájaro subiendo chirriante, moviendo su cuerpo elegante de maderas nobles y metales bruñidos. Ascendiendo permitía observar pisos y puertas que iban quedando tras nosotros, solemnes, elegantes, misteriosas. A veces subíamos por las escaleras, otras por el ascensor, intentando sorprender al Mago, convencidos de poder engañarlo con una llegada inesperada. Nunca, nunca lo sorprendimos. Al contrario. Siempre nos sorprendió él anticipándose a nosotros, porque era un Mago, el mejor. Su truco favorito era hacernos dar vueltas en el aire hasta cansarnos. Además hablaba chino, ruso, afrikáans, la lengua de las ballenas y la poesía del mar. Sentados en sillones de formas sinuosas le pedíamos que nos enseñara a decir cosas graciosas. Entonces nos enseñaba chistes o dichos de la cochinchina. El departamento era un paraíso de chiches, detalles traídos de sus viajes como marino mercante por todo el mundo. Estatuillas africanas, cajitas musicales japonesas, lámparas de espejos francesas, relojes suizos, muñecos javaneses, mini botellas de todos los licores posibles, latas de cervezas, jugos y bebidas en formatos desconocidos, muñecas rusas, colecciones de magnetos, láminas enmarcadas en todos los sistemas de escritura posibles. Todo era enorme y sin par. El lugar siempre pareció una puerta de entrada a otra dimensión. Desaparecía cuando salíamos a la calle. Potencialmente contenía todas las cosas del Universo. Adentro del departamento, además de innumerables recuerdos de aventuras marineras, había múltiples peceras, pajareras con aves de todos colores y una perra pequinesa llamada “Muñeca” (Ñeca, reina de la casa), mimada y gruñona que vivía adentro del departamento. No dejaba de sorprender con su inteligencia y gracia. El Mago incluso la había entrenado para ir al baño como una persona. La visita era una fiesta inolvidable. Desde la azotea esperábamos la medianoche y el cambio de año con toda la gente del edificio. Estallaban los fuegos artificiales y nos abrazábamos brindando al nuevo año. Pantagruélicos banquetes para incontables personas. Cocteles de colores en vasos de todas formas y tamaños. El Mago siempre vestía muy elegante, de camisa y pantalón con impecables mocasines, un bigote muy cuidado y el pelo perfectamente peinado. Preparaba los tragos más increíbles porque entre sus múltiples andadurías había sido barman en cruceros y manejaba cocteleras, hielos y agitadores con verdadero arte. Cuando estábamos a punto de caer dormidos nos mostraba un último truco, materializaba una moneda en nuestra oreja, hacía desaparecer un pañuelo doblándolo en su puño o sacaba una paloma de un sombrero. Así nos dormíamos, niños felices, convencidos con pruebas reales de que la magia existe. En el día paseábamos a la perra, íbamos a la plaza de la victoria a subir árboles o carruseles. La magia estaba a plena luz del día en una ciudad que nos abría sus secretos. Kafka escribió "esta es la esencia de la magia: que no crea, pero llama", esto es, que la magia podría consistir en que aquello que se puede nombrar, no es magia. La magia es un gesto (como la justicia, la memoria o iluminación). Aquello que se nombra ya no está en el nombre, aquello que se recuerda se ha ido en el gesto del re-memorar. Todo momento puede ser memento mori; como le recordaban los romanos al general victorioso: junto con la corona de laureles, símbolo del triunfo, la fugacidad de la vida: tú también eres mortal, bolsa de carne, saco de huesos. Al recordar, este asunto de la muerte parece algo grave, de gran importancia, al menos por un segundo, el instante recordado. Luego se esfuma para dar paso a cosas urgentes; compromisos, obligaciones, proyectos... los trabajos y los días, eso que nos ilusiona en su multiplicidad y nombramos “vida”. Esa vida o realidad a ratos se desgarra y abre para mostrar la vanidad náufraga de nuestro devenir. Los budistas buscan despertar “aquí y ahora” una conciencia despierta, budeidad, trascender el ciclo de la ilusión para instalarse en la observación del presente que todo contiene y todo conecta, interdependencia intensa develada, natural a cualquier observador atento, “despierto”. Anoto esto porque como budista estaba en un retiro de meditación y silencio al momento de la noticia de la muerte del Mago. Al salir del retiro volví a casa para ir con mis padres a la capilla ardiente en Playa Ancha. El camino fue tranquilo, la luz invernal del mediodía colándose entre el verde seco de los caminos rurales de la costa. La entrada a la gran ciudad puerto fue calma y sin agitación, incluso fue fácil estacionar cerca del lugar del velorio y misa fúnebre. La iglesia en piedra y lozas, techos altos en madera pintados con cielos estrellados y cruces, vitrales, cornucopias, retablos, estatuas de vírgenes y santos con cada esquina colmada de placas en agradecimiento a milagros y favores concedidos; todos los colores imaginables. La iglesia del puerto como idéntica metonimia de la ciudad y de la vida que conocí (niño) como la que viven los habitantes de Valparaíso, imagen (neo) barroca de plenitud exacerbada donde todo abunda y no daña porque calza de manera extrañamente necesaria. Grafiti sobre grafiti sobre grafiti en todas las paredes, texturas infinitas de materialidades con las que se construyen las casas encabalgándose una sobre otra y sobre otra en cada esquina y a cada vuelta; tráfico atochado que no alcanza a entorpecerse porque entre los vericuetos de subidas y pendientes que sirven de calles los vehículos circulan diáfanos sin obstruirse ni accidentarse en contra de cualquier proyección estadística. Y un último gesto del Mago, el viaje al cementerio marino: ¡El viento se levanta!... ¡Hay que intentar vivir! / El aire inmenso abre y cierra mi libro, / ¡La ola en polvo osa saltar las rocas! / ¡Emprended vuelo, páginas deslumbradas! / ¡Romped, olas! ¡Romped de aguas gozosas / este techo tranquilo que picoteaban foques!



Valparaíso, 2021
Fotografía de Franklin Goycoolea















21/4/19

Los cercanos gestos de un poeta zen (sobre ¡Flash!, de Franklin Goycoolea), por Carlos Almonte





Sobre ¡Flash!, de Franklin Goycoolea

Hay libros (textos, tejidos) que siempre rondan el pensamiento, incluso desde antes de ser impresos. Las razones, en el caso presente, son de variado tipo: un autor inédito, fotógrafo, poeta, tarotista y diletante; perteneciente, quizás, a la única y última generación dorada de la bohemia artística y poética chilena. Contertulio de Jorge Teillier, Rolando Cárdenas, el Chico Molina, José Donoso y Stella Díaz Varín, entre muchos otros... Franklin, al igual que varios de los mencionados, es poseedor de una pluma filosa que, tal como fulgura una navaja en la noche porteña, trasgrede en su estocada al propio acto poético, o delictivo, o ambas cosas a la vez.

¡Flash! es un acto de supervivencia, caminar sin rumbo y sentir sed, una errabunda sed... un acto de mirar con ojo atento y desatento, de mirar, de mirar siempre, por una esquina, por un recodo, un reflejo, un vidrio sucio, una bandera rota... una simple instalación casera: ceniceros, fotos de Neruda, una esquirla en el altar. Todo al mismo tiempo, y nada a la vez.

Por esto ¡Flash! es un libro que salta a la vista, literalmente. Arremete desde la mesa, cae al piso y reposa durante décadas, hasta que es recuperado por-sí-mismo y puesto en movimiento. Así es como será: un reguero de fuego discursivo en cada tiro. Una matriz de sentido claro, aunque en escalones de ciudad costera, entre recovecos, como el puerto mismo. La obra de Franklin Goycoolea es dispersa y entramada: “Poemas diseminados. Promesas de texto. Mil fotografías, muchas de ellas perdidas u olvidadas en miles de cajones de miles de casas y desplazamientos por los que ha deambulado Goycoolea durante su vida”, acota el crítico Adolfo Pardo, a propósito de este libro.

Nos encontramos frente a frente con una portada blanca, un título eficaz y una postal que bien podríamos llamar “Lanchas en la bahía” (como un homenaje implícito de Franklin a Manuel). De este modo, Goycoolea nos acoge en su paseo, su particular modo de mirar la vida, su entorno tan cercano: una ventana rota, un gato, unos lentes... Una vida, la suya, representada en breves gestos, en cercanos gestos, para salir, cual diletante zen, con un instrumento de registro inmediato, la cámara, y uno derivado, el lápiz. Así es como van apareciendo personajes algo más distantes (tan solo unos pocos metros): un vecino tomando el sol, la bandera rota sobre la bahía, unos perros vagos descansando, un sillón vacío, abandonado, una casa sin personas.

Goycoolea nos muestra un mundo silencioso, “casi” completamente real, una realidad desprovista de efectos, de luces, de escenografía dispuesta. Lo que se observa es un ojo cotidiano que escarba en el plan común de los días que transcurren, uno tras otro, sin más sobresalto que una estación vacía, un perro que no ladra o un espejo que refleja luz opaca, una huella y el vacío, simple e infinito.  



San Miguel, marzo 2018

Fotografía: Franklin Goycoolea