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1/8/23

poesía testigo, por Edgardo Mantra





Fragmentos

1. aglutina el mayor número de referencias en una for­ma condensada, o no. 

2. puede hablar de una o varias personas, de un modo multirreferencial y al mismo tiempo, todas esas perso­nas pueden ser una o un objeto o lugar. 

3. puede ser una simple lista, o no, o viceversa.

4. radicará en la musicalidad y no siempre tendrá sen­tido lo que se escriba o declame. sin embargo, la múl­tiple carga significativa será el elemento que dotará de emociones lo dicho. 

5. es cualquier manifestación creativa. puede ser ex­presada con impresos, música, gráfica, visuales, orales, digitales o físicos. incluso con cosas que aún no se in­ventan. 

6. puede incluir afiches, stikers, dibujos, fotografías, noticias, sueños, tikets, programas de radio o televi­sión, internet o ya sea que se expropien directamen­te de la calle, casa, historiales clínicos, se recuerden, usurpen, vean, filmen, graben o anoten. 

7. el poema del testigo puede ser multidireccional, pen­sando que todas las fuentes de inspiración poseerán a quien cante sus versos. ya sea de lecturas, personajes de la tv, cómics, películas, radionovelas, personajes histó­ricos o populares de cada región, así como sus dichos, historias, canciones o anuncios. 


[...]


9. el creador de poemas testigos puede sacar la calle del pueblo o barrio o gran ciudad, porque sabe que en todos lados se encuentra la poesía. en ese sentido serán grandes metiches y revoltosos a la espera de impreg­narse de las sensibilidades que el ecosistema le provea. 

10. también puede cimentar su trabajo en procesos his­tóricos, políticos, culturales o económicos. 

11. ser testigo de : es una suma o una resta o una mul­tiplicación o una división o una gráfica. todo proceso matemático al servicio de un retrato hablado, hecho para encontrar al presunto ejecutor del cual somos tes­tigos. 

12. es un embrujo, un encantamiento y un contrato. es capturar el momento de muchos momentos con toda la magia implícita. y, por lo tanto, no depende de nin­gún truco. 

13. al ser tan amplía, no importará si recurre a otros idiomas, servicios postales, electrónicos o biológicos. 

14. la poesía testigo delata y describe, aunque a nadie interese o, aunque nadie pregunte. en ese sentido el posible receptor, no siempre se sentirá merecedor del mensaje. 


[...]


16. nuestro mayor pilar será la acción, porque lo que se dice, no siempre se hace, pero lo que se hace siempre dirá algo, no importa si es bueno o malo. 

17. realizará lecturas y talleres literarios con personas que no comulguen con tu escritura. lee a quienes no te parezcan buenos. difundir el trabajo de más personas. recuerda que la belleza se encuentra en todo. esa será tu virtud y maldición: total. 


[...]


20. usurpa todo bien que cualquiera pretenda aglome­rar. si puedes adulterar algún contenedor de informa­ción: no dudes en hacerlo.


21. ojo : recuerda que, si alguien hace algo mal, tú lo puedes hacer peor. y eso esta bien. 


[...]


23. escribe libros y usa seudónimo, incluso puedes usar el nombre de un autor reconocido. libéralo en físico o digital, si resulta bueno, no presumas ni alardees, ese plato se come solo. si es malo, acepta las críticas y co­mete las verdades en privado. ahí encontrarás el atp que le dará nutrientes a tus células creativas. 


 

 


en Testigo, 2023

Boca Budi Books

 















17/7/23

Madrid, por Ariel Rioseco





A las diez exactas,

Se sentaba e imaginaba recorriendo la angosta calle, 

Exaltado ante el resplandor de sus ojos 

Y la memoria hecha de abismos y fragmentos.

Las estaciones y la magistral palabra 

Incompleta, sepultaron aquella verdad

Mientras su mirada recorría los pasadizos

Y callejuelas de la gran ciudad.

Y al igual que los amantes,

Que iluminan la noche envenenada,

Hizo temblar los días más absurdos 

Tras haber perdido, parcialmente, la razón.

 

 

 

en La ciudad de los pájaros, 2023

Boca Budi Books
















23/8/22

La playa al mediodía, por Bernardo Navia





para Alan Meller, 

con algo de Marini en el Liguria...

 

 

Julio se apresuró a extender la toalla en la playa. El sol de Viña del Mar calentaba rápidamente en Caleta Abarca y la arena le quemaba los pies. Después de tenderse de espaldas alzó la muñeca para mirar la hora. Era mediodía. "Las doce del mediodía en Chile continental", pensó casi absurdamente recordando la frase de algún meteorólogo. En efecto, el sol caía perpendicularmente sobre Caleta Abarca y Julio cerró los ojos para concentrarse mejor en lo que oía: algunos chiquillos corrían por la playa y chapoteaban decididos sobre las heladas aguas del Pacífico; una pareja madura, sentada cerca de él, comentaba las ultimas noticias sobre el acontecimiento del año en el país: el arresto en Londres del exdictador Pinochet; un poco más lejos otra pareja, esta vez de jovencitos, se besaba a mil kilómetros de los niños y del general. Julio se alegró de que aún fuera temprano y que la playa estuviera casi desierta. “Lo malo de las playas es la gente”, pensó mientras se incorporaba un tanto para encender un cigarrillo. Por sobre los agudos gritos de los chiquillos, por sobre el murmuro de la lectura que ejercía la pareja y aun por sobre el ruido espumoso del mar, Julio, tendido nuevamente y con los ojos cerrados, volvió a pensar en Teresa.

 

Era extraño que no hubiera querido acompañarlo. De sobra sabía ella la larga historia de persecución, tortura y exilio que rodeaba a Julio y a tantos como él. Fue precisamente en una reunión de exiliados chilenos en Chicago que se conocieron. Teresa acompañaba a Margaret (una incansable activista por los derechos humanos), aquel frío mediodía de enero cuando sus miradas se cruzaron. Al principio solo fueron las corteses frases de rigor, un par de nombres y un par de datos vagos. A Julio le pareció entender que Teresa había comprendido inmediatamente que Chile quedaba muy lejos y pertenecía a aquella inmensa parte desconocida del sur del continente, en donde la vida transcurría en un caos que lo arremolinaba todo: gentes, calles, edificios, lengua. A pesar de su vano esfuerzo por recordar alguna lección de geografía, no pudo identificar nada significativo del nombre de un país que le sonaba a salsa picante. A duras penas intentó articular algunas palabras en español. Julio, además de la amistad que la chica profesaba con Margaret, no logró identificar el motivo de Teresa por haber querido acompañar a la primera, precisamente a la reunión más importante de todas, de acuerdo con lo que le había comentado la propia Margaret minutos antes: el grupo de exiliados chilenos preparaba —algo de venganza y mucho de fantasía— una celada para el General. De modo que ahora, mientras Teresa medio sonrojada le sonreía a Julio, se esforzó por sentirse algo más cómoda y asintió con la cabeza un par de veces a los datos que escuchaba del sudamericano, aceptó intercambiar números telefónicos y, deseando auxilio, buscó con la mirada a Margaret, quien se ocupaba de recopilar datos acusatorios de suma importancia entre los presentes.

 

Días más tarde, y contra todo pronóstico, a Julio lo sorprendió gratamente la llamada de Teresa invitándole a tomar un café. Al exmirista le bastó un par de horas para darse cuenta de que Teresa había devorado cuanta información existía sobre la historia del golpe militar chileno, la conspiración política, nacional e internacional; la intromisión extranjera, la experiencia chilena en el contexto de la revolución latinoamericana; información sobre los exiliados, sobre las torturas, la tristeza, los sueños de justicia...

 

De modo que, tendido de espaldas sobre la arena, volvió a decirse que era extraño que Teresa no hubiera querido acompañarlo. Ahora que podía volver. Ahora que la prohibici6n para entrar a su país ya había sido levantada. Ahora que las cosas habían cambiado tan de pronto. Ahora que la pareja madura leía las noticias sin sospechar que Julio saboreaba —con alegría y dolor— cada palabra que les oía. Ahora que juntos podrían disfrutar de la tibieza del sol, incluso en pleno invierno. Ahora que recuperaba sus playas, su gente, sus calles. Ahora que el horror de las torturas y la cárcel parecía menguado frente a ese mar tan azul y tan blanco al mediodía.

 

La escena la reconoció inmediatamente. Era el mismo sueño estúpido que volvía a él una y otra vez. El coche se desplazaba a alta velocidad por la recta de asfalto congelado. La tormenta, proveniente del Ártico, lo congelaba todo con su ventisca de hielo y nieve. Blanda y silenciosa se instalaba la muerte —una muerte azul y blanca, tan azul y tan blanca— sobre el camino. Y él se sabía asustado; se veía sentado en el asiento delantero de su propio auto (un Audi 5000, "hecho para estos climas hostiles", le había insistido el vendedor con una astuta sonrisa), con la cabeza inclinada sobre el pecho, maniatado y con la vista vendada. Era absurdo, como todos los sueños, viajar en esa posición; asustado, se desesperaba y sin embargo no podía levantar la cabeza para ver quien era el conductor, ni mucho menos podía ver el camino.

 

La ola se estrelló contra la roca y a Julio lo alcanzaron algunas gotas frías. Estremeciéndose, abrió los ojos. El sol —ya francamente ardiente— le hirió las pupilas. Dando una profunda aspirada al aire salado miró a su alrededor. Habían llegado más bañistas. A su derecha, Julio se fijó en dos hombres, gordos y rubios, que hablaban casi a los gritos y en inglés. El sudor les corría a grandes gotas por los pliegues de su piel y a cada risotada que daban (el cuello de una botella de vodka Absolute asomaba por el bolso de playa de uno de ellos) la colorada papada les temblaba nerviosamente, como deben temblar las morsas cuando se ríen, pensó Julio casi con repugnancia. Encendió otro cigarrillo y dejando que el sonido del mar le llenara los oídos, volvió el rostro hacia la izquierda y descubrió a la muchacha sentada cerca de él.

 

Realmente no se parecían gran cosa. “Teresa es un poco más delgada”, pensó Julio, “además esta muchacha tiene el pelo más enrizado”. Pero casi enseguida sospechó que el parecido estaría entonces en otra cosa. Escondido detrás de sus gafas oscuras, Julio se dijo que las dos tenían algo en común en la mirada. Observó a la muchacha untándose el bronceador como despreocupada y, cosa curiosa, mientras el aceite le iba brillando en la piel, Julio notó que la chica no dejaba de mirar el mar. De alguna forma obstinada y lejos, miraba el mar. Inmóvil, impasible, con un duro rictus en la cara miraba el mar. Tan blanco y tan azul al mediodía. Antes de volver a cerrar los ojos Julio pensó que tal vez la muchacha buscaba así alguna escondida respuesta. Con la vista al frente, sin pestañear —a pesar de la claridad cegadora del mediodía— buscaba alguna salida, algún porqué.

 

Las últimas semanas habían sido de febril actividad. Primero fueron los rumores sobre un atentado a la vida del General. Datos vagos, confusiones, llamadas telefónicas, miedos y alegrías reprimidas. Desmentir y confirmar. Confirmar y desmentir. Después, la certeza creciente de que la trampa había resultado. Que el dictador, confiado, había abandonado el país. Que en Londres lo habían arrestado. Que él, claro, no podía creerlo, que se defendía alegando no se sabe qué inmunidad política que le proveía cierta misión secreta en la que andaba. Y vinieron los abrazos, el champán, la alegría desatada, los planes de retorno, las lágrimas, los abrazos y Teresa junto a él celebrando solidaria.

 

Tanto en tan poco tiempo. Los trámites del regreso, los recuerdos atormentados que volvían y los planes para un futuro más halagüeño, tantas emociones ponían su mano sobre Julio, quien —cansado sobre la arena, con la cabeza gacha— volvió a verse nuevamente en su propio coche. El viento helado zumbaba junto a las ventanas y Julio, siempre con la cabeza gacha, temblaba calculando la velocidad suicida. Ya sabía de memoria la escena. Ahora intentaría levantar la cabeza y se daría cuenta de que, efectivamente, llevaba las manos atadas y que una gasa le cubría los ojos. A pesar del terror, a pesar de la presencia casi física de la muerte sobre el camino y a pesar de tener la vista tapada, Julio se dijo que aquello era un sueño (la misma pesadilla de siempre) y que pronto despertaría.

 

Otra carcajada de uno de los gordos a su derecha le permitió, aliviado, entreabrir los ojos. Miró a su izquierda y se dijo que no tenía nada de extraño que Teresa también tuviera la mirada de esa muchacha. Es la forma de hermanarse entre ellas, pensó Julio, es el código secreto, la puerta primigenia entornada solo para ellas a su clan ancestral. Y él creía entenderlo. Allá, en las heladas cumbres de Los Andes —perseguidos por los militares— sus compañeros y él habían jurado una vez solidaridad y fidelidad al MIR hasta la muerte. Un pacto que resistió los golpes, la electricidad en los testículos y el largo viaje al exilio. La blanca luz de esa playa al mediodía, la inmovilidad casi hostil de aquella muchacha y el sonido del mar, avivaban los recuerdos de Julio. Estremeciéndose, venciendo el pesado cansancio que lo invadía, se incorporó para tomar sus cigarrillos. La yesca que encendió el tercer cigarrillo de ese mediodía llamó la atención de la muchacha que se volvió una fracción de segundo para mirarlo.

 

Cansado, acosado por pesadillas y planes para el futuro, sudoroso al mediodía, enceguecido por el resplandor del sol sobre la arena blanca, sobre el mar azul, a Julio no le sorprendió pensar que era la propia Teresa, mirándolo sin pestañear. Con una profunda mirada interrogante. Con la terrible mirada de odio que Julio (se había dormido de nuevo con el cigarrillo encendido entre los dedos) creyó adivinar en los ojos de Teresa. Y esta fase de la pesadilla era nueva. Siempre se despertaba justo una fracción de segundo antes. Justo al borde de descubrir el odio acumulado en los ojos de Teresa, quien era la conductora, y lo miraba fijo, sin pestañear, ajena al camino, ajena a la velocidad que le imprimía al Audi, ajena al resplandor enceguecedor del sol sobre la nieve, ajena a la muerte de cristal y hielo que zumbaba burlón junto a los oídos de Julio. Y él, en esta nueva fase de su sueño, se sabía con la vista parcialmente vendada con una gasa que no le impedía ver la recta congelada por donde el Audi se desplazaba a más de ciento veinte kilómetros por hora; un apósito que no le impedía ver los ojos repletos de odio de Teresa. Y antes de despertar alcanzó a pensar que tal vez las cosas en el sueño mejorarían un poco, puesto que ahora sí podía alzar la cabeza, aunque sus manos seguían atadas y que Teresa, a pesar de ir conduciendo el vehículo, se ocupaba más en no quitarle la vista de encima que en mirar la carretera de asfalto que hería como un cordón negro —como aquel otro, el de la tortura— la blancura enceguecedora de la nieve de Chicago.

 

Julio despertó con un breve brinco. Se llevó el cigarrillo —a medio consumir— a los labios y sonrió con una extraña mezcla de inquietud y alivio. La pesadilla, allá, era tan opresora, tan inmediata, tan física y sin embargo él estaba ahí, tendido sobre la arena de Caleta Abarca; bajo el sol quemante de Viña del Mar. Adormecido aún se enderezó para untarse bronceador: "el sol del mediodía es el peor para la piel. Quema a chicotazos", pensó. Miró a su alrededor. Ya habían llegado más bañistas a Caleta Abarca y Julio empezó a sentirse fastidiado. Molesto consigo mismo porque no podía ser que la gente en la playa lo molestara tanto, volvió nuevamente el rostro hacia la muchacha a su izquierda. Molesto además por las gotas de bronceador y sudor que le caían de la frente a los ojos, nublándole la vista, Julio volvió a pensar que no era el parecido físico lo que la acercaba, de algún modo, a Teresa (porque ella además tenía el pelo más oscuro), era otra cosa.

 

De pronto, como un estallido de luz y nieve, como un chispazo eléctrico —Julio se estremeció al pensar en ese símil— notó que era la inmovilidad. La muchacha no había cambiado de posición. Medio reclinada sobre su silla de playa, seguía obstinada en mirar el mar, como si su mirada tuviera el poder —oscuro y definitivo— de herir al agua y a la espuma. Teresa también se inmovilizaba muchas veces para clavar sus pupilas oscuras en las cosas y en él. Ni siquiera en él. Era como si ella viera a un Julio que temblaba muy dentro de él mismo. Al principio de su relación —cuando Julio no podía siquiera sospechar quien era la verdadera Teresa que se escondía detrás de aquellos ojos— y un poco por juego, un poco por miedo, Julio intentó algunas veces sostener esa penetrante mirada: dos pupilas como hielo y cuchillos —le había escrito alguna vez en algún poema de alcohol y bohemia—, pero no podía. Terminaba siempre con su mirada dolorida y empañada en lágrimas, viéndolo todo como a través de un cristal trizado, como se ven las cosas a través de un pedazo de hielo liso y puro. Como veía Julio el mar y a la muchacha ahora. Y era un poco Teresa misma empañada, y era Teresa a través de un cristal congelado con la vista clavada en el mar, blanco y azul. Y así de pronto, ¡paf! Teresa inmóvil, congelada, más allá —mucho más allá— de la vista empañada por el aceite y el sudor, más allá del frío repentino que sintió Julio y de la blancura del sol sobre la arena.

 

De modo que no le extrañó verse de pronto nuevamente dentro del Audi 5000. Con la misma velocidad con que el viento y el hielo se estrellaban contra el parabrisas del auto, Julio recordó de pronto en el sueño (¿es posible eso?) la violenta entrada de aquellos tres hombres a su departamento la noche anterior. Por detrás de sus abrigos negros, de sus gafas oscuras, de su silencio pétreo, Julio descubrió el rostro de Teresa que sonreía enigmática. Y, casi en seguida, los golpes brutales sobre su rostro, su espalda, sus genitales. Apenas tuvo un par de segundos para escuchar la voz de Teresa. Y era una voz extraña, nueva, articulada en perfecto español, que lo acusaba de comunista, “de comunista de mierda”. Una voz aterradora que lo condenaba al olvido. Y era absurdo, coma una pesadilla. Y era más absurdo aun no poder despertar. Sentir el sueño pegado a los ojos, como una venda, como sudor y aceite de broncear sobre el rostro. Pegajoso y físico. Como la quemadura de un cigarrillo sobre su mano. Y fue todo tan rápido, tan inmediato. Y sin embargo tan absurdo, tan lentamente absurdo. Las ruedas traseras del coche resbalaron sobre el hielo y Teresa perdió el control cuando las delanteras dieron con un montículo de nieve cristalizada. Y entonces fue todo nieve y blanco y cielo azul y sol casi blanco —que no calentaba nada, “puramente ornamental”, alcanzó a pensar Julio— y nieve y silencio y giros. Y el Audi 5000 esquivando a la muerte, girando enloquecido sobre el hielo y el silencio. Un espacio sagrado, extraño. Un segundo solo en la historia de los hombres, en donde no existe ni la vida ni la muerte. Un territorio de nadie, un reloj de silencio. Y de pronto un grito (Julio no supo nunca si suyo o de Teresa) y el silencio que se quebró como un cristal. Y la muerte que estalló en mil pedazos de hielo puro y una mano con dedos engarfiados que buscaban locos la vida; que buscaban despertar de aquella pesadilla infame y sin embargo entender, en el último segundo, que el sueño era Caleta Abarca, una playa en un mediodía al que nunca llegaría. Pero a la que, sin embargo, algo de él, obcecado y lejano como un sueño, había llegado, había logrado tenderse sobre la arena, había logrado enceguecerse con la otra blancura, con la del sol y la sal. Porque aquí era un cadáver retorcido entre los fierros y la sangre y la nieve y el hielo, en un mediodía lejano y hostil. Aquí apenas fue un segundo y de pronto, nada. Y allá, era Teresa tirada sobre la arena blanca, quieta y con la vista impertérrita, como de nieve y hielo, mirando obstinada el mar.




Inédito, 2003

























11/7/22

Música en el vestíbulo, por Nora May French





Los rostros en el gentío miran fijamente

y van y vienen

El aire se estremece cuando se entreveran las voces;

Y la ruidosa humanidad fluye mezclada

Pasa con la discordante huella de muchos pies

Pero, sobre todo, la charla de la multitud

(El fondo para su pequeño alivio)

Ahora, tiembla en un hilo, 

ahora, salvaje y ruidoso,

El violín ríe y canta, y llora su dolor.

Entonces, a través de todo, alrededor de todo, el mar;

Un corazón solemne de latidos incesantes

Portando un fondo de misterio

Las duras y encantadoras notas, las dulces y estridentes.

Ciertamente, es mi vida de arduos días,

Como un Ideal que se mantiene firme y transparente;

Y suena por encima, por debajo, a través de mis caminos,

Separados y jamás comprendidos.




en Entre dos lluvias y otros poemas, 2020

G0 Ediciones (plaquette digital)


Traducción: Carlos Almonte

 

 

 

Music in the pavilion

Faces that throng and stare and come and go— / The air a-quiver as the voices meet; / And loud Humanity in mingled flow / Passes with jarring tread of many feet. / But over all the chatter of the crowd / (The background for its delicate relief) / Now trembling in a thread, now wild and loud, / The violin laughs and sings, and cries its grief. / Then, through it all, and round it all, the sea; / A solemn heart with never-ceasing beat, / Bearing an undertone of mystery / The harsh and lovely notes, the shrill and sweet. / Surely it is my life—of plodding days, / With one Ideal holding clear and good; / And sounding over, under, through my ways, / Something apart—and never understood.

























5/7/22

Week end, por Franklin Goycoolea





Los veraneantes vuelven a la ciudad

invirtiendo el último suspiro de sus ganas

El retrovisor refleja lo que ve:

retomar el ritmo de las cosas

 

A la suerte de una amante esperanzada

una y mil veces postergada

por este asunto ruin del decoro

de los logros

y de la familia de la que te hablaba

 

El mar era distante hasta el horizonte

y yo creía que soñaba

en este torbellino que me alcanza,

queriendo echar por tierra

el orden que me he impuesto

 

Son mis buenas maneras

y esta ruma de papeles que me embarga

 

El mar estaba calmo

El retrovisor así lo refleja




en ¡Flash!, 2017

Fotografía: Franklin Goycoolea


























22/6/22

El fantasma que habita en mis espejos, por Bernardo Navia




El fantasma que habita en mis espejos,

que se empeña en guardarme los olvidos

como si fueran amores heridos

por secretos que han venido de lejos;

 

es un fantasma que a veces habla

con versos que navegan en la nada

y con la esperanza desesperada

con que se agarra un náufrago a su tabla.

 

Y en la noche, de mi lápiz a la hoja,

es fantasma que flotara perdido

y yo solo espero que no me pida

 

algún verso enfermo que se deshoja

a la sombra de un soneto torcido

e, igual que tu nombre, me hace una herida.




en Amar o DesArmar: He ahí el dilema, 2022

G0 Ediciones
















6/6/22

«Este es un libro acuoso», de Paz López





Este es un libro acuoso. Hay agua de piscina, de río, de tina. Hay lluvia y lágrimas. En ninguna de esas aguas la autora puede ver la imagen de su rostro, porque son aguas turbias y revueltas, y porque tiene todo su cuerpo sumergido en ellas. Así, con todo su cuerpo, y con la misma inestabilidad de quien tiende a ponerse de pie luego de haber sido revolcada por una ola, aterriza en la infancia. No tanto en los recuerdos como en aquello que tienen de álgidos e imprecisos. Un abrazo puede ser un ahogo, una caricia, un manoseo, los dulces una coartada, las palabras tiernas una perversión, el amor una negligencia. 

 

Talca es el nombre de la ciudad de infancia, pero también el de un golpe duro que sigue retumbando en estos poemas. La escritura de Cecilia Gajardo no busca amortiguar esos golpes sino adherirse a su ritmo, a su fuerza, avanzar pese a todo y extraer de allí su energía, como si vivir y recordar fueran cada vez un nado a contracorriente.




2021
























7/4/22

“Hay algo de la infancia que no puedo dejar de lado”. Entrevista a Cecilia Gajardo, de Cristián Brito Lillalobos





 

Se trata de una de las voces poéticas más relevantes de su generación. Con tres publicaciones, Cecilia Gajardo (Talca, 1985), llega a la Feria del Libro de La Serena para presentar su nuevo texto Talca, (G0 Ediciones, 2021), que sucede a Piel verano (La Calabaza del Diablo, 2017) y a Sara Moncada (Editorial Carlos Porter, 2019), textos que han sido muy bien acogidos por la crítica especializada. Cecilia Gajardo es Licenciada en Escritura Creativa de la Universidad Diego Portales y su experiencia laboral ha estado relacionada con la cultura y las letras. [...]



[...]

 

¿Qué nos puede adelantar de su presentación?

Tengo tres libros de poesía publicados, pero me voy a enfocar en el último que saqué este año y que se llama Talca, por G0 Ediciones, que es un libro que ha tenido buena llegada en el público en general, porque no solo ha llegado a lectores especializados, como los poetas que nos leemos entre nosotros, sino que también se ha leído bastante entre personas que no son dadas a leer poesía. Eso me tiene muy contenta.

 

Ha publicado tres libros de poesía, ¿qué une o separa a cada uno en cuanto a su contenido? ¿Es quizás la memoria citadina uno de esos aspectos?

Yo creo que hay algo de la infancia que no la puedo dejar de lado, no lo he pensado mucho, sino que siempre que he vuelto a releer mis libros me encuentro con un acercamiento a la infancia bien potente, y lo otro tiene que ver con la geografía, donde me crié como autora. Hay ciertos costumbrismos y negligencias respecto a la séptima región, a Talca, esta zona de huasos y un poco del patriarcado también, y eso está en los tres libros; la superioridad del hombre, el conformismo de la mujer, pero jamás con una voz que tenga que ver con un panfleto, tiene que ver con la poesía misma, con la cosa que nace, con la imagen, con la fotografía más que con un discurso.

 

¿Cuáles son sus referentes o lecturas fundamentales?

Lecturas fundamentales no tengo. Leo un libro y luego otro, pero tengo hartos referentes en el cine, porque, como te digo, soy más de la fotografía, me gusta que el poema sea fotográfico y después se alargue en extensión de acuerdo al lenguaje o gracias al lenguaje. Pero siempre me gustará lo clásico, como La divina comediaHamlet, siempre voy a estar cerca de Ezra Pound, Anne Sexton, de Gonzalo Millán, por sobre todas las cosas; por ahí creo que va lo mío. Tengo que inspirarme en alguien y siempre cuando leo a Millán se me ocurren cosas para escribir. Igual me pasa con Bertoni, con Soledad Fariña. Por ahí va la mano.


[...]

 

¿Qué le parece la escena literaria en Chile considerando la gran presencia de editoriales independientes que han facilitado la promoción de la poesía? ¿Cómo lo ve usted?

Para ser honesta, las editoriales independientes son súper necesarias porque te quieren publicar, te tratan bien, en algunas, y decir por ejemplo que Overol, que no conozco a los chiquillos, aunque sé perfectamente quiénes son, es una editorial que trata muy bien a los poetas y los libros les quedan preciosos, Ediciones Tácitas lo mismo, Mundana Ediciones también es una editorial que funciona muy bien respecto a la poesía, y hay algunas que se la juegan, como Pez Espiral. Hay hartas editoriales con las que me saco el sombrero y no necesitan de poetas que se ganen un fondo del libro, y eso es muy bueno, como dar la apuesta sobre todo en poetas jóvenes.

 

[...]

 

Para terminar, ¿qué planes literarios tiene a futuro?

Yo no paro. Tengo una novela, mi primera novela, que es bien rara, media híbrida, no me sale mucho la prosa, pero tengo esta novela que va a salir por Lecturas ediciones y también tengo un libro terminado de poesía.




Laserenaonline.cl, 31 de marzo de 2022


 

Leer la entrevista completa en:

 

La Serena On Line:

https://bit.ly/3jcUtoX  

 

o en Letras s5:


























23/3/22

Presentación de "Una araña integra partes de mi cuerpo en su telaraña" de Manfred Werner





Este viernes 25 de marzo, a las 19 horas
será presentado el libro 
Una araña integra partes de mi cuerpo en su telaraña,
de Manfred Werder

En el instituto de Estudios Avanzadosde la Universidad de Santiago de Chile
Román Díaz 89, Providencia.

Se contará con la presencia del autor y de la Agrupación sin aspavientos,
además de Fernanda Ortega,
pianista y académica de la UMCE
y la moderación de don Felipe Cussen,
investigador de IDEA-USACH.

Esta actividad y el libro cuentan
con el apoyo de 
Fundación Suiza para la Cultura
ProHelvetia





















22/3/22

Decisiones fundamentales*, por Manfred Werder





Se trata de llegar a experimentar material y tiempo. Ambos son la verdadera condición básica. Podemos pensar en 4’33”de John Cage como una actualización de esta condición básica que disuelve el arte en la utopía de un modelo de sociedad. En una superficie social moldeada, este corto vacío definitivamente ha hecho de la realidad y nuestra relación con ella el objeto de nuestro trabajo. El trabajo se ha vuelto el modelo de lo social. El material de nuestro trabajo, por lo tanto, se muestra de manera fácil y a la vez muy compleja, puesto que contiene efectivamente todo lo que aparece en una actualización. Reconocemos, entonces, más claramente el material en el sentido de unas condiciones generales. Un aspecto central del trabajo es dejar abierta esta apertura solo mediante pocas decisiones; ni más ni menos, puesto que se inserta con cada decisión una perspectiva y una forma de leer. Es evidente que todo lo que pensamos y tocamos ya contiene algo prescrito y pre-decidido, sin embargo, necesitamos empezar en alguna parte. Vemos claramente el alcance de las decisiones, pues, ¿en dónde marcamos el límite entre lo pre-decidido y las verdaderas decisiones? Aclaremos el material. Pensamos —por no empezar ya con el oxígeno— en la luz, en la naturaleza y en los seres humanos, su omnipresente sonar en el mundo, la arquitectura en tanto las divisiones en el espacio físico, los instrumentos, los sonidos. Trabajamos, pues, preferentemente con la luz natural y con una arquitectura que no nos priva de lo exterior convirtiéndolo en algo perturbante y hostil, porque sabemos bien que las decisiones sobre la luz y el espacio pertenecen, verdaderamente, al plano de la composición; sabemos también que ya han alterado fundamentalmente nuestras reflexiones. Las decisiones necesitan, entonces, mutuamente y en un equilibrio actualizado permanentemente, comentarse y a la vez disolverse. Hablan siempre de las condiciones de la actualización, de las suyas y a la vez de las generales, así como marcan en este mismo instante solamente el tiempo para experimentar mediante dos puntos leves, un comienzo y un fin. El trabajo, finalmente, es el intento de interpretación de lo que al llegar encontramos. Ponemos las intervenciones más mínimas, in situ, es decir, en el mundo —intervenciones que no ponen en este lugar algo nuevo o privado, sino que meramente indican nuestra ligazón fundamental con este mundo.




* El texto forma parte del programa para el concierto realizado el martes 18 de diciembre de 2001 en Saint Cyprians Church, Londres, junto a Tania Chen, Michael Parsons, Rhodri Davies, Simon Allen y David Ryan. En esa ocasión se ejecutaron concurrentemente las obras Triad, de Cornelius Cardew, August 2001, de M. Parsons, For 1, 2, or 3 people, de Christian Wolff y for one or a few performers, de Manfred Werder.





















 




7/3/22

Talca, por Emilio Morales de la Barrera*




Sobre Talca, de Cecilia Gajardo

 

Al detenerse en Talca, el libro de Cecilia Gajardo, sucede que aparecen ciertas evocaciones, paralelismos. En algún sentido es un libro que llama a la evocación. Desde luego, partiendo por el título: Talca. Talca no corresponde aquí solo al nombre del primer poema, sino que cruza todo el libro.

 

La primera evocación aparece, entonces, luego de constatar la identificación entre el título y la hablante. Talca es una ciudad. Y la hablante, en los poemas, aparece como la niña que fue. Para estos efectos podríamos llamarla la niña-Talca. Recuerdo, a propósito de esto, a William Carlos Williams y su libro Paterson. En el prólogo de este libro o serie de libros de largo aliento, Williams intenta describir el devenir del hablante, de apellido Paterson, que es igual al nombre de la ciudad. El poeta expresa que “un hombre es de hecho una ciudad, y para el poeta no hay ideas sino en las cosas”. Dice Williams: “la primera idea centrada en el poema, Paterson, vino temprano: encontrar una imagen lo suficientemente grande como para encarnar todo el mundo cognoscible sobre mí mismo. Cuanto más viví en mi lugar, entre los detalles de mi vida, me di cuenta de que estas observaciones y experiencias aisladas necesitaban ser lanzadas juntas para ganar ‘profundidad’. Ya tenía el río. Flossie siempre se sorprende cuando se da cuenta de que vivimos en un río, que somos una ciudad fluvial. (…) Yo quería, si iba a escribir de una forma más grande que la de los pájaros y las flores, escribir acerca de la gente cercana a mí: conocer en detalle, minuciosamente, de lo que estaba hablando del blanco de sus ojos, de sus mismos olores–”.

 

“Eso es el asunto del poeta. No hablar en categorías vagas sino escribir en particular, como trabaja un médico sobre un paciente, sobre lo que tiene delante, en el particular descubrir lo universal. John Dewey había dicho (descubrí esto por casualidad): ‘lo local es lo único universal, sobre lo que se construye todo arte’. Keyserling había dicho lo mismo con otras palabras”. Williams describe entonces las vicisitudes de Paterson, del hablante y de la ciudad, su historia, su río, sus flores, olores, luces y oscuridades, asesinatos y vida cotidiana. Incluye especies de collages, avisos publicitarios, juicios legales y notas médicas de pacientes, entre otras.

 

Que un hablante sea al mismo tiempo una ciudad parece ocurrir porque aquello que somos, en un cierto sentido, se debe a los lugares y los tiempos que hemos vivido. Allí, en el espacio y tiempo de un lugar se pone en juego la condición humana. Cuando se examinan los abismos contradictorios del corazón humano (como expresó en una ocasión Faulkner), pareciera que, para ciertas experiencias, no se puede hacer otra cosa que plasmarlas en imágenes concretas, espaciales y temporales de la ciudad y sus habitantes.

 

Algo similar (y también levemente distinto) parece ocurrir con el libro de Cecilia Gajardo, solo que condensado en una época temprana de la vida. Talca es una ciudad y también es la niña-Talca. Esa simbiosis está presente en el lenguaje con el cual se moldea lo expresado, de tal modo que las experiencias ganen en hondura. La propia hablante, me resisto a llamarla Cecilia, lo señala en la nota preliminar. Busca mediante el lenguaje fijar instantes para que expresen algo universal. Y este, ese espacio oscuro, imaginado por la niña-Talca, “a los dos años, es de alguna forma el espacio de una ciudad, de Talca, donde todo es confuso, la gente camina en cámara lenta, se cuentan secretos horribles, el día es distinto a la noche...”.

 

El espacio de “una” ciudad parece ser una forma adecuada de expresarlo, porque hay muchos Talca. Desde luego, recuerdo, desde que comencé a viajar seguido a esa ciudad hace casi cuarenta años, la Talca de invierno, la ciudad de esos amaneceres lluviosos, con humo y olor a leña. Un aire diáfano y goteante que pareciera ya haber quedado en el pasado. Las casas de adobe venidas a menos y una cierta calma permanente en sus habitantes, pero que por dentro parecieran llevar un volcán. También una suerte de “conciencia de la valía” de los talquinos, que se reconocen hasta en los lugares más insospechados. Hay, entonces, una Talca que se “precia de sí misma”.

 

Hay, también, una Talca divertida con historias que no llegaron a ser, como la del historiador Arnold Toynbee, quien en un viaje de avión pretendía llegar a Chiloé (venía directo del Amazonas, creo), pero el mal tiempo le impidió la hazaña y se contentó con sobrevolar el río Maule, escribiendo después en ese libro de desigual título: Del Maule al Amazonas, lo poco significativo que le pareció tal río.

 

Hay una Talca rara, como la de sus locos. Talca es, o era, literalmente una ciudad de locos. Caminaban a diario por sus calles como tal vez en ninguna otra parte de Chile. Enajenados, deambulaban sin hacer daño a nadie.

 

Pero hay también una Talca feroz, que aparece con lúcida conciencia en el libro de Cecilia Gajardo. Una Talca de desequilibrios (recuerdo a un poeta talquino que llegó desde el exterior al funeral de su hijo, muerto en un accidente. Cuando terminó el funeral, el poeta salió a gritar destempladamente por las calles su dolor). Una Talca endogámica, opresiva, oscura y con seres que bien podrían inducir a considerar la parada en la ciudad como una especie de “estadía en el infierno”. Pensemos en el abominable ser descrito en el poema “La Piñata”, ese funesto “tío de ojos amarillos”:

 

Y los dulces caían dentro de agujeros

de árboles

de barro

de cerros

del río Maule y había que sumergirse

y no confundirse con pejerreyes

levantar la alfombra pastizal

con gusanos en movimiento,

amenazantes,

caían dulces sin envoltura

húmedos

de un hombre con ojos amarillos

debajo de carnes quemadas

de sobras para perros arrieros.

(…)

Lejos

el juego de desapariciones

una piscina sin fondo llena de dulces:

“Lancémonos de la manito”.

(…)

Los botes del río Maule no tenían capitán.

Los campos abiertos no tenían peones.

El hombre de ojos amarillos no estaba amarrado.

 

Sus manos y la ronda de San Miguel,

el que se ríe se va al puto cuartel,

por siempre aquí sentadita.

“Tranquilita, pue”.

“Te voy a dar un beso de tío”.

 

Brutal. Una ciudad feroz expresada en un lenguaje también feroz, pero contenido, sin aspavientos, sin gritos, quizá para que el instante se condense y se pierda en su propio fondo.

 

Otra evocación a propósito del cruce de ciudades y estados de cosas. Pienso en Hurracane, la canción de Bob Dylan:

 

en Paterson así es como funcionan las cosas,

si eres negro quizás no quieras asomarte por la calle

salvo que quieras atraer el calor (la policía).

 

Así es como en ese Talca funcionan también las cosas. Rico-tipos sin conciencia de sí que pululan al ritmo de cuecas y rancheras, con un orden de vida preestablecido del cual no vale salirse ni desviarse un milímetro. Cualquier descalce o signos de no pertenencia visible es condenado. Pero ocurre que la niña aún se sale de los márgenes, nos dice la hablante en el poema “La Cruz sobre el círculo”, constatando su propia perplejidad.

 

Y, sin embargo, ciertos atisbos de vida y cercanía se cuelan, aparentemente, en el texto, tales como la presencia del mendigo en “Mercado”:

 

Los niños le quitan la frazada al vagabundo

para jugar al campamento

con olor a humedad de anteriores inviernos.

 

Si me hubiera quedado ahí

extendiendo el tiempo,

habría imitado una vida,

un mejor espectáculo

de relativa extensión.

 

O la presencia invisible/visible del hermano:

 

Gracias por aprenderte mi nombre

gracias por aprenderte ese nombre

y el de mi cría sin padre

y por seguir dejándome alimento

por debajo de la puerta.

 

Gracias también por esta penumbra.

 

Es que la niña-Talca se mueve en un claroscuro. Un claroscuro cruzado por aguas turbias. El temor de irse por el caño luego de ser lavada. El temor de hundirse y ya no salir. O querer hacer precisamente eso. Otra evocación: Teme a la muerte por agua, había señalado Madame Sosostris luego de leer el Tarot en La Tierra Baldía de Eliot. La muerte por agua constituía un temor soterrado para la niña-Talca. En esas aguas fluyentes o estancadas de lavatorios, tinas, piscinas o las aguas oscuras del mismo Maule, por lo demás. Una cierta inestabilidad fluye aquí, provocada por otros. En una época de la vida en la que no cabría ninguna negligencia.

 

En fin, una atmosfera opresiva, inestable e indefensa, se presenta en estos poemas con una música propia y un lenguaje pulcro y bien estructurado, medido. Un cierto ritmo al usar las palabras.  Y si un poema está hecho de palabras y no menos que de ellas (para hablar de una última evocación) la tentativa de fijar en el lenguaje las experiencias tempranas está muy bien realizado.

 

Lo último: bien logrado está también esa “extensión de imágenes y fotografías” que no alcanza a ser un ajuste de cuentas con el pasado. Simplemente exponer lo experimentado y señalar (como al final del último poema):

 

Bota mis libros.

¡No tengo información!

Solo tus cuentos infantiles

que susurras

mientras duermo.




* Emilio Morales de la Barrera es doctor en Filosofía por la International Academy of Philosophy in Liechtenstein at UC, profesor titular y director del Instituto de Filosofía de la Universidad San Sebastián. Sus investigaciones han girado en torno a la fenomenología del reconocimiento del otro y teoría de las comunidades, contando con varias publicaciones relativas a estos temas. En el ámbito de la estética registra investigaciones sobre T.S. Eliot y sobre el devenir de la estética. Es autor de los libros de poesía Antes de hora (1996) y Desplazamientos de la memoria (2017).

 

 

 

Talca

Cecilia Gajardo

G0 Ediciones, 2021