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27/9/21

El sueño, por Patricio Manns





Estando todavía pequeño, tenía la costumbre de soñar. Y como no tenía memoria propia, soñaba utilizando involuntariamente mi memoria genética. Sin memoria no hay sueños. El sueño y toda su aparente imaginería no son otra cosa que recuerdos muy precisos que la gente almacena en puntos específicos del cerebro y que se guardan allí para siempre. Para siempre significa que, si procreamos una buena parte de nuestra memoria será transmitida hacia la generación futura. Pero uno sueña sólo en dirección del pasado. El sueño hacia el futuro es premonición, y puede o no puede ser exacto o aproximativo, pero el sueño hacia el pasado es enteramente preciso y tajantemente verdadero. Cada noche, cinco, seis o siete veces, volvemos al pasado reproduciendo acontecimientos vividos. Como ya sabemos, un sueño sobreviene cuando el curso de nuestros pensamientos (siempre debe pluralizarse en relación a ellos) cesa de avanzar en varias direcciones simultáneas para concentrarse en un solo camino. Aquí termina la pluralidad del funcionamiento mental y surgen los sueños. Los sueños suelen ser cinco cada noche; también pueden ser siete y aún más. La duración de los sueños no es calculable, pero varía de un segundo a veinte minutos en cada uno. Un sueño es capaz de vencer el discurso del tiempo. Si alguien duerme, por ejemplo, y yo golpeo en su antebrazo derecho con un objeto frío, y un tanto violentamente, aquello no duraría más de un segundo. No obstante, ese alguien podría soñar a partir de ese golpe toda una historia y la soñaría desde atrás, distorsionando el fluir del tiempo. Y despertaría traumatizado contándome tal vez el cuento siguiente, sin percatarse que fue mi golpe el que ha sugerido toda la historia y que toda la historia, que pensada ocuparía su mente por lo menos durante veinte minutos, ha necesitado para establecerse nada más que un segundo, el segundo tardado en abrir los párpados.

«Estaba en la Plaza del Mercado —me diría—. Había un día de sol espléndido. Los borricos convergían en tropel sobre el recinto y los frutos se arracimaban y se apiramidaban. Yo marchaba al azar, contemplando los gritos y escuchando los movimientos del gentío. Después tuve sed, una sed musculosa, gerundia; busqué una moneda en mi bolsillo y sólo encontré un hueco germinando. Los frutos me llamaban atroces, relucientes, goteando su fresca incitación deleitosa en mis orejas pardas. Como desconocía el lugar y nunca antes había pisado esa plaza, ni probablemente ese país, y por lo tanto no encontraría la amiga comprensión de nadie para saciarme, cogí una naranja y hui como un conejo, sujetando, tenaz, mis pantalones. Los gritos del tendero me cazaron en la otra orilla, cuando aprestaba a zambullir mi huida entre las sombras de una callejuela vacía. Fui conducido a una celda en una de cuyas paredes alguien había escrito con el dedo y con su sangre: "Ayer mataron a Salvador Allende. Mañana será probablemente a ti. No hay espectadores en la vida". Arrojado al suelo, agotado, sin mi naranja, me volví a dormir al interior del primer sueño. Y soñé que tenía un tronco sobre la pierna derecha. Desesperado y caliente, quise quitármelo de encima: no pude. Luego hice esfuerzos denodados para despertar. Al abrir los ojos, encontré sentado en la penumbra de la celda otro ladrón. Supe instantáneamente que era ladrón porque la faltaba la mano izquierda. “Qué terrible —le dije, para congraciarme— tengo la impresión de que se me durmió un pie”. “A juzgar por el olor, creo más bien que se te murió”, repuso. “Es que he tenido grandes dificultades para encontrar agua estos últimos meses”, expliqué, a modo de excusa. En algún momento me recogieron y fui juzgado y condenado. Yo sabía que perdería medio brazo en la aventura a causa de la sed. “Cortadme el brazo izquierdo —les pedí—, pues soy diestro”. Pero el juez se obstinó y recomendó al verdugo cercenarme el brazo derecho. Cuando el tipo alzó el hacha y descargó el golpe, abrí los ojos y te vi parado junto a mi cama».

En verdad, toda esta historia fue concebida a partir del golpe, porque es imposible que la mente funcione de otro modo, Lo opuesto lindaría con una cronología asombrosa: sería necesario que el sueño hubiese comenzado diecinueve minutos y cincuenta y nueve segundos antes y que yo, de pie junto a su lecho, pudiese ver simultáneamente el sueño suyo para descargar mi golpe al mismo tiempo, y siguiendo la misma trayectoria y la misma velocidad y con el mismo brillo que el hacha del verdugo para hacerle saltar la misma sangre.

El sueño es también capaz de otras hazañas. Si yo pongo un finísimo electrodo, muchas veces delgado como un cabello, en un punto preciso de un cerebro que duerme, en un lugar que llamaríamos “el centro del sueño”, aquel ser podría cantar en voz alta una canción, incluso una canción muy vieja, pero muy, muy rara vez una canción no compuesta todavía. Si en la mitad de la canción yo retirara el electrodo, la voz dejaría de cantar. Si yo volviese a poner el electrodo en el mismo punto, la canción recomenzaría, pero no en el punto en que quedó interrumpida, sino desde el comienzo, como si esa memoria, al detenerse la canción, la hubiese enrollado hacia atrás, como una bobina que nos aprestamos a utilizar de nuevo.

Estando, pues, pequeño todavía en Moob Nwot, yo tenía la fregada costumbre de soñar. Naturalmente, fruto de mi memoria genética, soñaba a menudo con la caída de la Luna. En la tradición de los soñadores, la caída de la Luna es inevitable y todo un punto de referencia. En general, este sueño reproduce un acontecimiento que tuvo lugar millones de años antes y fue observado por mi antepasado que sobrevivió. Sobrevivió y, a su vez, se perpetuó, y su perpetuidad sobrevivió a su vez. Si esta perpetuidad hubiese sido interrumpida, el sueño no tendría ninguna vocación de reproducción porque habría sido borrado de mi sangre, y, por lo demás, yo tampoco habría soñado, pues no estaría aquí, sino en el punto de la interrupción de mi génesis. El sueño aquel es vasto, es inconmensurable, pues trata de la colisión de dos mundos que los omnólogos califican como la “caída de la Luna”. La Tierra ha tenido, a lo largo de toda su existencia, cuatro Lunas. Todas ellas han sido sucesivas y todas ellas han caído, excepto la que flota sobre Moob Nwot y que vengo de reencontrar. Esta es la cuarta. Pero en mi sueño de niño todavía yo recordaba la caída de la tercera Luna. Probablemente, se trata del sueño más prolongado que tolere el centro de los sueños, porque mi antepasado, royendo tal vez el fémur de un enemigo muerto o arrastrando su desvalida pareja por los cabellos a fin de fornicar en el fango, contempló incrédulo el crecimiento de la Luna y el desarrollo de su color, avecindando la sangre o la naranja robada en la Plaza del Mercado. Pero no se asustó en un comienzo; se asustó cuando la Luna ocupó la mitad del cielo y ya ninguna estrella resultaba visible. Y en el inmediato subsiguiente no recordaría nada sino un durable fragor y la obscuridad que siguió después. Esa visión pasó a su progenie. Su progenie la atesoró a su vez en la memoria (que no tiene nada de frágil) y la cedió, por turno, a su propia progenie. Eso, igual, durante millones de años, hasta que yo, pequeña espiroqueta de Moob Nwot, fui fecundado en una probeta y crecí y soñé otra vez la caída de la Luna. Soñaba también con grandes animales peludos, con caballos al galope, con puñales, con trapecios, con tragadores de fuego, con peces que nadaban a mi lado, en una fresca hondura, mirándome desde su asombro global, con escamosa destreza; soñaba con un país verde y luego con otro país verde, con una pluma abigarrada, con una ciudad de piedra, con una columna roída por el tiempo, con un charco de sangre, con una aguja, con un arado, con otro país que tenía un color dorado y movedizo, con un faro abandonado entre altas olas procaces, llenas de sal y furia, de plancton y de agallas. Crecía y contemplaba mis dibujos, modificaba esa memoria antigua sustituyéndola por esta otra memoria más reciente, más inmediata. Crecía e identificaba uno a uno los viejos objetos de mis sueños, salvo uno, a saber:

Ejerciendo su pie la jefatura de la hierba pasmosa, escribiendo con su breve pie una caligrafía verde; sucediendo a su pie y remontando el aire, una suave mortaja sin rencores; esparciendo cabellos renegridos que el viento conmovía hasta hacerme gemir, la silueta ocupaba mi sueño y venía hacia mí. Mi corazón de espiroqueta huérfana le tendía las manos miserables, las manos sedientas de naranjas, las manos cortadas noche a noche por la impropiedad de su contacto. Durante ciertos sueños, su rostro parecía hacerse preciso, pero no correspondía en absoluto a un rostro que yo reconociera. Además, mi sangre saltaba de verdad en el sueño y despertaba transido, no de pavor, sino de falta; no de angustia, sino de carencia; no de soledad, sino de revuelo. Después comprendí que no era yo que conocía ese secreto, sino mi memoria anterior. Y comprendí que mi memoria anterior era incapaz de revelarlo entero. Por eso, cuando los perros ladraron, cuando la voz voluntariosa los acalló en un inglés procaz, cuando mi sangre se encabritó del mismo modo que en el pozo del sueño, yo comprendí instantáneamente que el imposible momento de la revelación había llegado, y con esa revelación, una forma de religión animal que parecía querer cargar a la espalda varias hirvientes cruces personalizadas. Pero todo esto, en el fondo, no era sino la continuidad de mi destino. Y mi destino no era otra cosa que una continuidad de horrores. Nunca vistos.



en Revista Araucaria de Chile, N°29, 1984















21/5/21

La muerte en el bosque, por Cristóbal Dashon





Fragmento 12
 
Abro la puerta de casa. Hay un elefante enorme en la sala. Pero la casa es grande. Voy a la cocina. Hay un elefante enorme ahí también. Pero no importa. Mi primo está en el patio, con mi amante y con mi mujer. Los veo refrescándose en la piscina. Hace calor. Todavía no tanto porque es primavera. En la piscina el agua está roja. Veo la mano de mi primo metida en la piscina, una mano roja, que con fuerza mantiene a un elefante bajo el agua. En el patio hay otros varios elefantes. Decido subir. Las piezas de arriba están ocupadas por elefantes. Me sorprende no haber notado el Fiat 600 estacionado afuera de la casa. Espera. Yo llegué en un Fiat 600. Me sorprende no haber notado a los elefantes que parecen haber venido conmigo todo el tiempo. Por el rabillo del ojo noto que la mansarda está vacía. Subo hasta allá. Todo está tranquilo un rato. Los elefantes están bien atendidos. Seguro han encontrado el bar. Que beban. Que disfruten. Los escucho y me alegro con ellos. También bebo intentando olvidar. A mi mujer parece que le funciona. Miro por la ventana. La calle tranquila. Sol entre las hojas de los árboles. Los elefantes irrumpen en la mansarda. Ahora ponen música y gritan. No me gusta esto. Salgo al techo. Nuevamente un poco de paz. Allá en el horizonte se dibuja un atardecer de humos lejanos. Como salidos del humo aparecen de nuevo los elefantes. Ahora me empujan del techo. Caigo. Duele. No importa. Los quiero.



de La muerte en el bosque, 1996

Ilustración: Paloma Zamorano













1/9/20

La muñeca, por Edna O’Brien





Todos los años por Navidad llegaba una muñeca, regalo de una señora a la que yo apenas conocía. Era una amiga de mi madre, y aunque se reunían en muy contadas ocasiones, o se veían por casualidad en algún entierro, ella mantenía la milagrosa costumbre de enviarme una muñeca. Llegaba en el autobús de la tarde poco antes de Nochebuena, alimentando el fervor frenético de aquellos días en que todo estaba cargado de ajetreo y entusiasmo. Preparábamos relleno de patata, preparábamos tartaletas de fruta, preparábamos cuencos de trifle, decorábamos los alféizares de las ventanas con acebo y espumillón, y era como si una felicidad indecente estuviera a punto de abatirse sobre nosotros.

Cada año la muñeca me parecía más bonita, más fascinante y más suntuosamente vestida que la anterior. También había muñecos. Hubo un jinete vestido con tonos escarlata y azafrán, hubo un tamborilero holandés de terciopelo marrón claro, hubo una muñeca durmiente con falda de armazón, una criatura de una belleza tan frágil que yo me asustaba cada vez que mis hermanas la tomaban con torpeza o intentaban que pestañara. Los ojos me recordaban a la porcelana y a las florecillas azules, poseían el hechizante color de unas y el delicado lustre de la otra. Se llamaba Rosalinda.

Mis hermanas, como es natural, estaban celosas y muy irritadas por la injusticia de que yo recibiera todos los años una muñeca mientras que ellas tenían que conformarse con el clásico e insulso calcetín de franela relleno de chucherías, cosas útiles como lápices, cuadernos, algunos caramelos y una barra de regaliz. Cada una de mis muñecas tenía su nombre y su lugar, en una esquina o encima de una rinconera, o dentro de una lata de galletas vacía, y a cada una le reservaba una conversación especial, arrumacos especiales y, en caso de que fuera necesario, regaños especiales. Tenían sus horas para tomar el aire; bajaba una muñeca y la sentaba con las piernas separadas en un alféizar, o entre la hierba alta, como si la hubieran abandonado. No tuve ninguna favorita hasta que llegó la séptima, que para mí era la viva imagen de una princesa. Era también una muñeca durmiente, pero de tamaño natural, ataviada con un vestido celeste con sobrevestido de gasa, una gorra también celeste y zapatitos blancos de piel de cabrito con botones. Mis hermanas —que eran mayores— se encapricharon con ella tan locamente como yo. Era extraordinaria. Todas estábamos de acuerdo en que parecía de verdad y que a fuerza de mimos conseguiríamos que hablara. El pelo rubísimo parecía de plumas al tacto, las manos giraban, las pestañas eran negras y largas y la mirada resultaba tan cautivadora que a menudo nos convencíamos de que no era un ser inanimado, sino que poseía alma, y que se acordaba de nosotras. Las conversaciones con ella eran las más intensas y comprometedoras de todas.

Resultó que la maestra de la escuela me tenía ojeriza, por motivos incomprensibles. A mí me encantaba estudiar, era la primera con los deberes, llegaba siempre temprano y cuando ella aparecía se encontraba la chimenea del aula encendida, la ceniza recogida y el cesto de turba y leña lleno. A decir verdad, lo que la irritaba era justo mi diligencia, y por eso se burlaba de mí y me calificaba de «santita». Se reía de mi chaqueta o de mis cordones o de mi pasador, y para hacer reír a las demás niñas se refería a mí como «esta». Decía: «Esta tiene un tomate en el calcetín», o «Esta no tiene una chaqueta decente», o «Esta ha hecho un borrón en el cuaderno». Estoy segura de que me odiaba. Si en un examen yo era la primera —cosa habitual— leía las notas de todas y dejaba la mía para el final, con un: «Ya sabemos quién ha sido la más matea», como si fuese una deshonra. Si en la clase de cocina preparaba tortitas y le ofrecía una, ella hacía un gesto como si le hubiese ofrecido tripas o estricnina. En una ocasión le pidió a una de las mayores que me diera laxantes de fruta fingiendo que eran caramelos, y se lo pasó muy bien viéndome ir y venir del baño durante todo el día. Era una cruz cruel. Cuando vino el inspector y me felicitó, ella replicó que yo era espabilada pero poco versátil. En sangrante contraste se mostraba encantadora con mis hermanas y de vez en cuando les preguntaba por mi madre y cuándo le mandaría un tarro de su mermelada casera o una tarta. Yo rezaba y hacía ofrendas pidiendo que algún día hiciera examen de conciencia, reflexionara sobre lo mal que me trataba y se arrepintiese.

Un día mis súplicas estuvieron a punto de ser atendidas. Estábamos en noviembre y las niñas ya estaban ahorrando para Navidad; sabíamos que pronto se celebraría el mercado de los pavos y poco después colocarían los jamones y las naranjas pequeñas y sin pepitas en el escaparate de la tienda. La maestra nos anunció que, como todas habíamos obtenido tan buenos resultados en el examen de catecismo, las pequeñas actuarían en la representación escolar y montaríamos un pesebre con heno y estatuas. Alguien dijo que mi muñeca sería una Virgen María preciosa. Varias niñas habían venido conmigo a casa para verla y yo les había permitido que la admirasen dentro de su caja. Al día siguiente la llevé a la escuela y todas las cabezas del aula se estiraron para mirar en el momento en que la maestra levantó la tapa de la caja negra barnizada.

«Pasable», dictaminó, y pidió a una de las niñas que colocara la muñeca en el armario de cocina hasta que hiciera falta. Yo sufrí que me separasen de ella, pero estaba orgullosa de que participara en el teatro y fuera el blanco de todas las miradas. Le había hecho un manto, un manto azul suelto con toca de rejilla por encima y un pequeño cierre. Parecía una criatura lunar, resplandecía incluso en días húmedos y sombríos. El armario de cocina no era lugar para ella, pero ¿qué podía hacer?

La obra no estuvo exenta de incidentes. El primo de la maestra, Milo, apareció borracho, beligerante y descuidado. Llamaba a las chicas junto a la chimenea fingiendo querer hablar con ellas y luego les tocaba las pantorrillas y les hacía cosquillas en las corvas. A mí me llamó y me preguntó si me caía bien. Era subastador en la ciudad y no estaba casado. Los dos hijos de la maestra vinieron también a ver el espectáculo, aunque uno se marchó a la mitad. Era raro y se reía sin motivo, y aunque tenía ya bien cumplidos los veinte llamaba «mamita» a la maestra. Tenía el pelo de un rojo encendido y una mirada muy particular. Casi todas las pequeñas se olvidaron de sus frases, perdieron el hilo, y la apuntadora siempre intervenía tarde, así que daba el pie a quien no era. Se había colocado detrás del telón, pero se la oía desde la calle. Fue un gran fiasco. Mi muñeca fue la estrella absoluta y todo el mundo quedó enamorado de ella.

Luego dieron té y bollitos y la maestra conversó con las pocas madres que habían asistido. La mía no acudió porque por aquel entonces era incapaz de desenvolverse con la gente y temía incluso ir a misa los domingos, aunque confiaba en que Dios la protegería de los vértigos y los ahogos que sufría. Cuando el público se marchó y algunas nos pusimos a limpiar los cacharros, me acerqué a la maestra, que para mi deleite me dedicó una sonrisa de oreja a oreja. Me dio las gracias por la muñeca, dijo que era innegable que había salvado la representación y cuando le tendí la mano me propinó un reglazo y soltó una carcajada.

—No creerás que voy a devolvértela ahora que me he encariñado con ella..., pobrecita —dijo, dándole una palmadita a la mejilla de porcelana.

En casa me puse hecha una furia. Mi madre quiso pensar que la maestra estaría de broma y que me devolvería la muñeca al cabo de un día o dos. Mi padre dijo que, si no, tendría que vérselas con él, o llevarse una buena paliza. Pasaban los días y llegaron las vacaciones, y no solo no me devolvió la muñeca sino que se la llevó a su casa y la colocó en el mueble de la porcelana, entre las tazas y los adornos. Cada vez que yo pasaba por delante de su ventana me paraba a echar un vistazo. No la veía, porque el mueble ocupaba un rincón, pero sabía dónde estaba porque Lizzie, la criada, me lo había dicho. Pegaba la frente al cristal y llamaba a la muñeca y le decía que me acordaba mucho de ella y que estaba preparando su rescate.

Todo el mundo se mostraba de acuerdo en que era una monstruosidad, pero nadie habló con la maestra, nadie se lo dijo a la cara. Lo cierto es que todos le temían. Tenía una lengua viperina, y además, como eran supersticiosos, creían que podía darles o quitarles la inteligencia a los niños, igual que una bruja. Era como si pudiera levantarnos la tapa de los sesos con un fórceps y hacer escabeche con nuestro cerebro. Nadie movió un dedo, y con el tiempo me resigné. Una vez pregunté, en un arranque de osadía, y la maestra exclamó que estaba volviéndome muy impertinente. Ya no solo no me paraba a mirar por la ventana de su casa sino que además me cambiaba de acera, y no hablaba con Lizzie por si me daba alguna noticia preocupante.

Una vez me mandaron a la casa de la maestra con un lomo de cerdo y me la encontré junto a la chimenea con su hijo raro, los dos con los calcetines bajados, calentándose. En las espinillas tenían marcas de calor con forma de zigzag. Me preguntó si quería entrar a ver a la muñeca, pero rehusé la invitación. Por aquella época estaba preparándome para ir al internado y sabía que me liberaría de ella para siempre, que la olvidaría, que olvidaría a la muñeca, que olvidaría casi todo lo sucedido, o al menos lo recordaría sin escalofríos.

Los años pasan y todas las personas y las cosas son reemplazadas. Aquellos que conocíamos, aunque ausentes, se confunden inextricablemente con las caras nuevas, de modo que cada individuo es para nosotros la suma de muchos otros y el efecto es como el de abrir cajas y más cajas en que se oculta para siempre el original.

La maestra padece una muerte lenta; el cáncer la reduce a una sombra y, sin embargo, no se rinde y dice que no está preparada. Me entero de la cantidad de dinero que dejó y de sus deplorables últimas palabras, pero no siento nada. No siento ni una pizca de la rabia ni de la desesperación pasadas. Ya no significa nada para mí. Huyo de ellos. He escapado. Vivo en una ciudad. Soy cosmopolita. Recibo gente en casa, personas de toda clase, que ejecutan proezas como bailar, bromear, cantar, inventando una especie de teatro privado donde todos interpretamos un papel. Yo también tengo el mío. Mi papel es recibirlos y desarmarlos, atiborrarlos de comida y bebida y desconfiar secretamente de ellos, guardar las distancias. Al igual que ellos, sonrío, y me muevo sin propósito, al igual que ellos fumo o bebo para inducirme una febrilidad o una agradable alucinación errante. No es algo que haya cultivado. Se ha desarrollado solo, como una espora que late en la oscuridad. Y estoy lejos de las personas que me rodean y también de quienes dejé atrás. Por las noches saboreo esa distancia. Por las mañanas toco una mesa o una taza de té para asegurarme de que es una mesa o una taza de té y les hablo, y riego las flores y les hablo, y pienso en lo tiernas que son las flores, y los bosques y el humo de las chimeneas, y en lo tiernos que seguramente son mis nuevos amigos, que, al igual que yo, se empeñan en disimular. Ninguno de nosotros cuenta nunca de dónde viene ni qué le atormenta. Tal vez estemos desorientados o avergonzados.

Vuelvo. El deber me obliga a regresar para ver a los parientes que me quedan, e interpreto el papel que de mí se espera. Tuve que ir a visitar al hijo de la maestra. Era el sepulturero y se encargaba del entierro de mi tía. Fui a pagarle, a «ajustar cuentas», como suele decirse, y su mujer, que tenía fama de no estar muy bien de la cabeza, me hizo pasar entre carcajadas. Mientras atravesaba el pasillo llamando a voces al marido, dijo que siempre había creído que yo tenía el pelo negro azabache. Él se llama Denis. Me estrecha la mano con mucha formalidad, me pregunta qué corona prefiero y si me gusta más con forma de corazón, de cruz o redonda. Lo dejo todo en sus manos. Allí, en el abarrotado aparador de la porcelana, está mi muñeca confiscada; si las muñecas envejecen, esta no se ha librado. Está gris y se ha enmohecido, el vestido y el manto parecen un sudario, y pienso que si trato de cogerla se desintegrará entre mis manos.

—Mi madre le tenía un cariño... —dijo él, como si intentara decirme que aquel apego también lo sentía por mí. De haberlo dicho explícitamente, yo habría soltado un bufido. Ahora era mayor y comprendía muy bien que se había quedado la muñeca por pura perversidad, por resentimiento y celos. En cierto modo había adivinado que yo tendría una vida muy lejos de todos ellos, y aventuras que ella jamás conocería. Al percibir mi escalofrío, se jactó de que nunca había dejado que sus hijos jugaran con ella, dando a entender que la muñeca era un objeto sagrado, un recuerdo muy valioso. Sacó una botella de brandi y me guiñó un ojo, esperando que aceptara. Lo rechacé.

Yo era presa de un malestar, de una especie de náusea por haber querido tanto a la muñeca, por haber permitido que me maltrataran y porque ya todo me daba igual. Se quedó desconcertado cuando me vio marchar tan de repente. Hizo algo desde todo punto inapropiado. Intentó besarme. Debió de pensar que en mi mundo era de lo más normal. Con la diferencia de que me daba un beso a modo de pésame, un beso de condolencias por la muerte de mi tía. Su cara despedía el olor acre de la toalla con que se había secado justo antes de salir a recibirme. Aquel beso fue la torpeza personificada. Sentí pena por él, pero no podía quedarme, y no podía recordar, y no podía fingir ser la mujer de beso fácil que él creía.

Al pasar por la calle, que transito en mi recuerdo, mañana, tarde y noche, no fui capaz de distinguir qué me había abocado a aquel estado de desdicha. Tenía la certeza de que no había sido la muerte, sino más bien la acuciante convicción de no haber vivido aún. Lo único que sabía era que las estrellas eran tan singulares y maravillosas como las recordaba, y que aún se me antojaban un vínculo, una invitación a los cielos grandiosos, y que algún día las alcanzaría y sería absorbida por su gloria, y abandonaría un mundo que, en aquel momento, me parecía lleno de crueldad y estupidez, un mundo que había olvidado cómo se da.

«Mañana... —pensé—. Mañana me iré», y me percaté de que no había perdido el deseo de escapar, ni la extenuante costumbre de mantener la esperanza.



en Objeto de amor (Antología), 2018