29/11/22

Fiebre de Guevara, por Eliseo Diego





I


Una cosecha bibliográfica ha llegado al mercado del libro bajo el rostro del Che Guevara. Antes de comentar sus frutos, que no son pocos, es preciso sombrear un renglón que a ratos pasa inadvertido: resucitar en palabras la figura de Ernesto Guevara, repicar o acallar las campanas del epifonema, significa hablar de la Revolución cubana en la recta final del siglo xx. No hay de otra. Para un lector cubano (de la isla) el Che encarna y da espíritu al proyecto político de su vanguardia generacional, y con ella de mi estupendo pueblo. Hablar de ese tiempo rebelde, leer sobre esas utopías, implica para los cubanos una complicidad obligada, compartida, pues se trata de hacerle una autopsia crítica al proyecto de justicia social que el propio Guevara ayudó a conquistar hace cuarenta años en las montañas de la Sierra Maestra —y a construir desde aquellos primeros días de 1959, cuando fue recibido por una ciudad (La Habana) que él sólo había visitado en sueños, hasta el día de hoy, cuando sus huesos salen a flote y regresan a casa envueltos en la bandera de su patria adoptiva. Espectacular final para una vida tan austera. Tres décadas después de su muerte, el Che Guevara revive en los mares de la literatura. Esa aparición de náufrago lo incorpora a uno de los maleficios principales de la isla. Y es éste: los ciclos de nuestra historia se anudan cada treinta años con sospechosa exactitud. Treinta años demoraron nuestros patriotas en lograr la independencia de España. Ya instaurada la República a principios de siglo, estalla la Revolución del 30, «la que se fue a bolina». Treinta eneros después de aquellas jornadas incendiarias, triunfa la Revolución de Fidel, la primera con carácter socialista en el continente americano (nota: Fidel tenía entonces treinta y tres años de edad; el Che, treinta y uno), y treinta inviernos después de la victoria se desploma el bloque comunista como un ruinoso caserón. Treinta octubres tuvo que esperar el Che para volver a la pelea. Y para su fortuna, en su retorno literario aún sigue teniendo los mismos treinta y nueve años que cargaba sobre sus hombros la tarde en que le clavaron seis balas en el cuerpo. Ésa es la única ventaja de los muertos: no envejecen. Para los que éramos unos estudiantes de bachillerato cuando supimos de su solitario final en una escuelita sin pupitres de Bolivia, no deja de ser una sorpresa comprometedora la comprobación de que ahora somos más viejos que él.

 


II


Las dos figuras legendarias de la Revolución cubana, los comandantes Camilo Cienfuegos y Ernesto Guevara, compartieron en vida muchas hazañas. En medio de los combates, bajo el diluvio de las balas, se gritaban de trinchera a trinchera insultos cariñosos. El simpático habanero cantaba desde su parapeto: «Adiós, muchachos, compañeros de mi vida». El argentino le respondía con unos versos de León Felipe. Se querían. Esa insolencia siempre acababa por restarle dramatismo a los truenos de la guerra. La muerte, siempre en octubre, les permitió a ambos el romántico deseo de morirse jóvenes, sueño de todo héroe, y les concedió además la posibilidad de esfumarse sin la exigencia funeraria de tener cadáveres ni tumbas —lo cual a veces resulta una ventaja. Camilo desapareció en el agua o en el aire un odioso día de 1959, a los veintiocho años de edad. Eso dicen. Que el avión donde viajaba dejó de parpadear en los radares. Se lo tragó la tierra. El cielo. O el pantano de la Ciénaga de Zapata. ¿Un acto de magia negra? A falta de velorio, los cubanos le depositamos flores en el enorme panteón del mar, otoño tras otoño. Ernesto Guevara bautizó a uno de sus hijos con el bonito nombre de Camilo—y se fue a las selvas de África y a las sierras insoportables de Bolivia, un poco más solitario y mucho menos alegre porque ya no tenía con quien canturrear. Lo asesinaron un día de octubre de 1967. A pecho descubierto. En una mesa. Ante un pizarrón de escuela. Con los ojos abiertos. En su primera foto de muerto se le ve tranquilo, como descansado después de tanta bronca. Le cortaron las manos. Fueron los únicos huesos de su cuerpo que se guardaron en la historia oficial, porque el resto de la osamenta la sembraron en un pedazo de tierra, a cuatro metros de profundidad —no fuera a ser que resucitara al tercer día de entre los muertos. Los políticos les tienen pánico a los fantasmas. El Che acababa de cumplir treinta y nueve años. Estaba flaco. En la foto, las costillas le estiran la piel del torso. El esqueleto se infla bajo la carne. Los pómulos de la calavera le pican la cara. Por la mirada, desde el otro lado de la moneda que es la vida, queda claro que no se arrepintió de sus ideales.

 

Cuando era estudiante de medicina y practicaba autopsias en la morgue de la universidad (sus condiscípulos le decían El Pelao o El Furibundo Sema), Ernesto Guevara escribió en su poema «Autorretrato oscuro» estos versos premonitorios: «La ruta fue larga y muy grande la carga, / persiste en mí el aroma de pasos vagabundos, / y aún en el naufragio de mi ser subterráneo / —y a pesar de que se anuncian orillas salvadoras— / nado displicente contra la resaca, / conservando intacta la condición de náufrago». Diríase que los acaba de firmar hoy, en la ciudad de Santa Clara, destino final de sus restos, a la sombra de su propia estatua. Ahora resulta que lo encontraron donde mismo lo escondieron los que le temían. Lo volvemos a ver, después de treinta años. Ha llovido mucho. Dicen los antropólogos cubanos, laboriosos y leales, que los fémures son fosforescentes porque los barnices del formol tienen la virtud de ser pertinaces. La dentadura, perfecta, parece sonreír, no sin un gesto de ironía. Lo siento. A mí no me dice nada el hallazgo. Lo respeto, pero no me conmueve. Entiendo a sus amigos. Ellos lo despidieron cuando se fue a hacer la guerra sin ninguna posibilidad de triunfo. Ellos fundamentaron el mito, no así la leyenda porque las leyendas las soplan los pueblos en la hoguera de la historia. Comprendo a su viuda y a sus hijos, para quienes se acabó una pesadilla: ya podrán llevarle flores al mausoleo donde tal vez arda una llama eterna. Muchos podrán rezarle unos padrenuestros o pedirle un milagro de fin de siglo, con urgencia y fe. Falta que hacen. Pero una calavera jamás podrá tener treinta y nueve años, aunque la envuelvan en la bandera de la patria, porque en el lugar de los ojos inquietos siempre habrá un hueco profundo, una caverna vacía, y por más vueltas que se le dé al asunto, las estacas de las tibias, los escudos de los omóplatos, los metacarpos de los dedos, las vértebras de la columna y los cóndilos femorales de las rodillas son apenas unos hierros viejos, fragmentos dispersos de una armadura que alguna vez soportó la humana integridad de un caballero. Una tarde de lluvia, el poeta cubano Manuel Díaz Martínez escribió ante la fosa de Franz Kafka, en el cementerio judío de Praga («que es un bosque inventado por una primavera oscura») una advertencia que los vivos olvidamos muy a menudo: «Sepa usted que en este mundo toda tumba está vacía».

 


III


Cuatro títulos se destacan entre los muchos que inundan las mesas de novedades en todo el mundo: un conmovedor libro de testimonio, Memorias de un soldado cubano: Vida y muerte de la Revolución, del guerrillero Dariel Alarcón Ramírez, alias Benigno (Tusquets Editores, 354 págs.), y tres ensayos de convincente factura, Ernesto Guevara, también conocido como El Che, del incansable novelista Paco Ignacio Taibo II (Planeta, 860 págs.), Ernesto Che Guevara, del periodista francés Pierre Kalfon (Plaza & Janés, 674 págs.), y La vida en rojo: Una biografía del Che Guevara, del historiador mexicano Jorge Castañeda (Alfaguara, 557 págs.). En suma, dos mil cuatrocientos cuarenta y cinco folios, bien documentados, para estudiar los quince años que el Che Guevara dedicó a la tarea de invadir la historia. Otras tantas cuartillas se necesitaron para dejar por escrito los cuentos y leyendas de Las mil y una noches —con la clara diferencia de que, en los libros sobre el Che, los autores nos cuentan una misma leyenda: el calvario de un hombre consecuente.

 

Si un hipotético lector me pidiera consejo para ordenar una lectura hábil de estos cuatro libros, me atrevería a recomendar que empezara por los capítulos centrales de las Memorias de un soldado cubano, en especial aquellos que Benigno dedica a las experiencias internacionalistas, seguro que en esas páginas encontraría un retrato del Che escrito por un guerrero que, con el paso y el peso del tiempo, ha sabido perder sin derrotarse, como pedía Hemingway a sus personajes. Benigno pelea a brazo partido contra el tiburón de sus desilusiones, aunque sepa que al final de la batalla sólo va a quedar, trabado en el anzuelo, el espinazo de lo que fue un tesoro: su propio sueño. En París, donde pidió asilo, decide escribir sus memorias, de memoria, sin otro apoyo referencial que sus recuerdos. Hace un cuarto de siglo, tuve la suerte de conocer a Benigno, y aunque sólo conversé con él tres o cuatro tazas de café, el encuentro bastó para que se fijara en mi mente una imagen clara: aquel guajiro era un hombre que no sabía mentir. Preciso: no podía mentir. Le estaba demasiado agradecido a la vida. Y con razón. Había sobrevivido a decenas de combates con La Pelona, había escapado a feroces emboscadas del destino, había visto morir a compañeros entrañables, había dormido a la intemperie más de dos mil noches americanas y africanas, y a pesar de tanto pleito con la Historia aún le sobraba aliento para contarnos sus aventuras sin asomo de vanidad. Benigno es un testigo que tuvo la audacia (no sólo la oportunidad) de estar en el lugar y en el momento exactos del sacrificio generacional, sin reclamar después una onza de recompensa. Pero ojo: que no supiera mentir no significa que tuviese la verdad absoluta. Ni falta que le hacía: le bastaba con su pequeña y entrañable verdad. Cuando leí su amargo libro de memorias, donde se decide a confesarnos claves de una existencia dedicada por entero al ejercicio de la guerra (morir o matar), tuve la certeza que esta vez tampoco mentía. Si algo sabe Benigno es levantar la frente. El desencanto de este rebelde puede entenderse como prueba que para algunos la Revolución cubana ha acabado negándose a sí misma. De seguro hay muchos que piensan lo contrario. Tendrán sus razones. Benigno expone las suyas. El testimonio de un hombre no debe confundirse con la historia. En todo caso, una versión personal de los hechos nos permite completar el rompecabezas del pasado, por cierto, un mapa roto donde faltan a menudo piezas notables.

 

Los libros sobre el Che clavan agujas de acupuntura en puntos neurálgicos de su biografía política, sin descuidar los capítulos que documentan la infancia, juventud y formación militar en la guerrilla de la Sierra Maestra. La rosa náutica quedaría marcada por este escudo temático: Guevara, constructor del socialismo (su activa y crítica participación en el gobierno revolucionario); la conspiración de la izquierda (coincidencias y discrepancias con los partidos socialistas y las potencias comunistas en tiempos de la Guerra Fría); las cruzadas internacionalistas (la multiplicación del ejemplo vietnamita, su vía crucis en Bolivia); y la relación entre él y su jefe indiscutible, Fidel (el conflicto medular del drama). El libro de Benigno saca a la luz este oscuro misterio, pasaje que también intentan esclarecer Paco Ignacio, Pierre Kalfon y Jorge Castañeda, cada uno con sus mejores armas (la pluma del novelista, la lupa del reportero y el bisturí del historiador): ¿el Che fue abandonado, es decir, traicionado, por Fidel? Todos los caminos conducen a la Roma de esta pregunta imprudente. Responderla es tarea difícil porque cada biografía del Che estará parcialmente incompleta hasta que se escriba la de Fidel1 sin odios ni fervores desmedidos. Y esa biografía esclarecedora quizás necesite, después de la muerte física, de otros treinta largos años para que se disipe la neblina de una historia heroica, aunque confusa.

 

Si Paco Ignacio nos propone una lectura comentada y novelada de los textos del propio Guevara (diarios de campaña, cartas personales y relatos literarios), Pierre Kalfon se atreve a escribirnos un magnífico reportaje periodístico, impecablemente estructurado, con creciente tensión narrativa (en especial, la crónica de los días y noches en Bolivia), mientras Jorge Castañeda, entre tanto, prefiere arriesgar el juicio histórico y llega a conclusiones tan lúcidas que nos quitan el sueño, para que así, bien despiertos, no podamos dejar de pensar en un tema que sobrepasa las aventuras de una vida para abordar las venturas de una época. A veces me pregunto cuándo duerme el incansable Paco Ignacio. Admiro sus fiebres creativas, esa pasión sin límite por la palabra, y además le envidio su reconocida habilidad para el oficio: es un escritor veloz. Un contador. Un buen fabulador. Esas ansias quizás expliquen cierto descuido en la exposición del relato, como si prefiriese adelantar camino sin dejar muchas pistas o referencias con tal de llegar cuanto antes al punto deseado. Su propuesta resulta una auténtica locomotora, a toda máquina. Esa sensación de vértigo puede explicar el hecho de que algunos lectores abandonen la lectura sobre la marcha, o salten estaciones y tomen por atajos, buscando en el itinerario del libro los momentos que más les inquietan. La última página, sin embargo, me deja pensando: «En era de naufragio [el Che] es nuestro santo laico. [...] Irreverente, burlón, terco, moralmente terco, inolvidable». Lo único que me atrevería a cuestionar en esta sentencia es la imprecisa amplitud del pronombre «nuestro». Pierre Kalfon, por su parte, debe ser un hombre laborioso, un reportero con infinita paciencia. Para mí, el principal mérito de su libro es la calma, la inteligente exposición de puntos de vista diferentes que, lejos de imponer la marmórea contundencia de una lápida, invita al lector a que haga, ante el tribunal de la conciencia, su propio dictamen, absolutorio o no. La conclusión final, Guevara salvado por el Che, es de una moralidad casi cristiana.

 

El mexicano Jorge Castañeda es menos prudente que el francés. Bienvenida la audacia. De las tres biografías, tal vez sea ésta la que más inquiete a los guevaristas ortodoxos, y de seguro será la menos tolerable para los dogmáticos. Este rechazo no debe sorprender a nadie porque Castañeda se atreve a exponer tesis polémicas, avaladas por una investigación admirable, a fondo, sin miedo al debate. Es un excelente provocador. Un buscapleitos. Y aunque parezca una contracción, pienso que La vida en rojo es la biografía que hubiese preferido el Che, pues «destinado [...] a vivir la vida que soñó y a morir como deseaba», para decirlo con palabras de Castañeda, ¿no le habría complacido saber que, después de tantas conspiraciones, él también pudo estar en un error?

 

 

 

[1] El periodista francés Jean-Pierre Clere publicó la biografía Las cuatro estaciones de Fidel Castro (Editorial Aguilar). Otro libro que de alguna manera ofrece una imagen comprometida del líder de la Revolución cubana es, sin duda, Alina, la hija rebelde de Fidel Castro, de Alina Fernández (Editorial Grijalbo).

 

 

 

en Dos Cubalibres: Nadie quiere más a Cuba que yo, 2001