27/3/23

Teje, araña, teje, por Daína Chaviano





Una vez tuve un personaje al que, más que nada, le gustaba dibujar. Era un vicio, una psicopatía; y no hacía nada por evitarlo. Pero no dibujaba cualquier cosa. Su pasión eran las arañas: arañas pálidas y arañas negras, arañas cojas y arañas tuertas, arañas viudas y arañas vírgenes, arañas moribundas y arañas vivas...

 

Apenas nos pusimos en contacto, me propuse curarle de aquella compulsión monstruosamente idiota, y comencé a escribir para él.

 

Mi primer intento fue un cuento de amor, casi erótico, donde un joven muy bien parecido era seducido por una adolescente que era casi una niña. La doncella lo invitaba a bañarse en una playa solitaria y luego se lo llevaba para su casa, aprovechando la ausencia de sus padres. Ella extendía un mantel de hilo sobre el jardín salpicado de flores —todo era muy bucólico—, y lo adornaba con cestos llenos de frutas. Desnuda ella y desnudo él, comían y se embarraban con todos los zumos y aromas inimaginables... Aquí venía la mejor parte, pero nunca llegué a desarrollarla porque en el mismo instante en que iba a describir el brillo húmedo e invitador en la mirada de la casi-niña, mi personaje comenzó a pintar arañitas golosas sobre las servilletas de encaje, lo cual provocó la consiguiente indignación de la jovencita y su comprensible retiro de la escena.

 

Más tarde, traté de convencerlo con algo más épico: la historia de una tribu amazónica predestinada a desaparecer, debido a ciertos experimentos de esterilización a que estaban siendo sometidas sus mujeres. Mi personaje debía interpretar al hijo del jefe de la tribu quien, luego de aprender el idioma de los blancos gracias a otro personaje cuya biografía no viene ahora al caso, se enteraba de la terrible confabulación —como en las telenovelas— por puro azar del destino. Sin embargo, en lugar de ponerse a espiar tras los arbustos y las tiendas de campaña, como era su deber, mi personaje se dedicó a pintar ejércitos de arañas guerreras que llevaban enormes tatuajes en las patas.

 

También fueron inútiles mis esfuerzos por lograr que asumiera diversos papeles —creados especialmente para él— en un cuento de hadas, en una intriga policíaca, en un relato sadomasoquista y en una fantasía heroica. El muy malagradecido siguió dibujando según sus morbosos impulsos; y así fueron apareciendo, en los mejores momentos de cada historia, arañas aladas que cantaban a coro sus coplas mágicas, arañas con gafas y amplios gabanes grises, arañas que tejían inmensas telas donde sus incautas víctimas eran sometidas a sesiones de tortura, arañas doradas de largas extremidades que marchaban por caminos de pétalos quebradizos... Uno tras otro, mis cuentos se iban poblando con generaciones enteras de arañas.

 

Por supuesto, los personajes femeninos escapaban de inmediato, dando grandes alaridos, tan pronto como aparecía la sombra de una araña. Y los masculinos no tardaban en seguirlas, en medio de las reacciones más diversas: hubo desde un príncipe fóbico que escapó chillando hasta un torturador indignado por la poca seriedad del ambiente.

 

Al final de la última historia, solo quedó mi personaje que se entretenía lanzando al aire, con sus finos dedos de mago, brillantes telarañas que enredaban sus madejas en la brisa y descendían nuevamente a tierra para envolver su cuerpo como un capullo. Parecía una oruga. O más bien, uno de esos insectos que, tras caer en las fatídicas redes, se ve sometido a un raro proceso de metamorfosis antes de ser devorado por la araña...

 

Así lo dejé: sin más cuento ni más trama. ¿Habrase visto?

 

 

 

en Extraños testimonios, 2016