12/11/07

El grado cero de la escritura -Prólogo-, por Roland Barthes





Hébert jamás comenzaba un número del Pêre Duchêne sin poner algunos “¡mierda!” o algunos “¡carajo!”. Esas groserías no significaban nada, pero señalaban. ¿Qué? Una situación revolucionaria. He aquí el ejemplo de una escritura cuya función ya no es sólo comunicar o expresar, sino imponer un más allá del lenguaje que es a la vez la historia y la posición que se tome frente a ella.

No hay lenguaje escrito sin ostentación, y lo que es cierto del Pêre Duchêne lo es también de la literatura. Ésta también debe señalar algo, distinto de su contenido y de su forma individual, y que es su propio cerco, aquello precisamente por lo que se impone como Literatura. De ahí un conjunto de signos sin relación con la idea, la lengua o el estilo y destinados a definir en el espesor de todos los modos posibles de expresión, la soledad de un lenguaje ritual. Este orden sacro de los Signos escritos propone la Literatura como una institución y evidentemente tiende a abstraerla de la Historia, pues ningún cerco se funda sin una idea de perennidad; pero allí donde se la rechaza, la historia actúa más claramente; por lo que es posible formular una historia del lenguaje literario que no sea ni la historia de la lengua, ni la de los estilos, sino solamente la historia de los Signos de la Literatura, y se puede descontar que esta historia formal manifieste a su modo, que no es el menos claro, su unión con la Historia profunda. Por supuesto se trata de una unión cuya forma puede variar con la Historia misma; no es necesario recurrir a un determinismo directo para sentir a la Historia presente en un destino de las escrituras: esta especie de frente funcional que arrastra los acontecimientos, las situaciones, las ideas a lo largo del tiempo histórico, propone en este caso menos los efectos que los límites de una elección. La historia se presenta entonces frente al escritor como el advenimiento de una opción necesaria entre varias morales del lenguaje -lo obliga a significar la Literatura según posibles de los que no es dueño. Veremos, por ejemplo, que la unidad ideológica de la burguesía produjo una escritura única, y que en los tiempos burgueses (es decir clásicos y románticos), la forma no podía ser desgarrada ya que la conciencia no lo era; y que, por lo contrario, a partir del momento en que el escritor dejó de ser testigo universal para transformarse en una conciencia infeliz (hacia 1850), su primer gesto fue elegir el compromiso de su forma, sea asumiendo, sea rechazando la escritura de su pasado. Entonces, la escritura clásica estalló y la Literatura en su totalidad, desde Flaubert hasta nuestros días, se ha transformado en una problemática del lenguaje.

En ese mismo momento la Literatura (el término había nacido poco antes) se consagró definitivamente como un objeto. El arte clásico no podía sentirse como un lenguaje, era lenguaje, es decir transparencia, circulación sin resabios, encuentro ideal de un Espíritu universal y de un signo decorativo sin espesor y sin responsabilidad; el cerco de ese lenguaje era social y no inherente a su naturaleza. Se sabe que a fines del siglo XVIII esa transparencia empezó a enturbiarse; la forma literaria desarrolla un poder segundo, independiente de su economía y de su eufemia; fascina, desarraiga, encanta, tiene peso; ya no se siente a la Literatura como un modo de circulación socialmente privilegiado sino como un lenguaje consistente, profundo, lleno de secretos, dado a la vez como sueño y como amenaza. Esto es lo importante: en adelante la forma literaria puede provocar sentimientos existenciales que están unidos al hueco de todo objeto: sentido de lo insólito, familiaridad, asco, complacencia, uso, destrucción. Desde hace cien años, toda escritura es un ejercicio de domesticación o de repulsión frente a esa Forma-Objeto que el escritor encuentra fatalmente en su camino, que necesita mirar, afrontar, asumir, y que nunca puede destruir sin destruirse a sí mismo como escritor. La Forma se suspende frente a la mirada como un objeto, hágase lo que se haga es un escándalo: espléndida, aparece pasada de moda; anárquica, es asocial; particular en relación con el tiempo o con los hombres, de cualquier modo es soledad.

Todo el siglo diecinueve ha visto progresar este fenómeno dramático de concreción. En Châteaubriand es leve depósito, pero liviano de una euforia del lenguaje, especie de narcisismo donde la escritura se separa apenas de su función instrumental y sólo se mira a sí misma. Flaubert -para señalar aquí sólo los momentos típicos del proceso- constituyó definitivamente a la Literatura como objeto, por el advenimiento de un valor-trabajo: la forma se hizo el término último de una “fabricación”, como una cerámica o una joya (es necesario leer que la fabricación fue “significada”, es decir por primera vez dada como espectáculo e impuesta). Mallarmé, finalmente, coronó esta construcción de la Literatura-Objeto por medio del acto último de todas las objetivaciones, la destrucción: sabemos que el esfuerzo de Mallarmé se centró sobre la aniquilación del lenguaje, cuyo cadáver, en alguna medida, es la Literatura. Partiendo de una nada donde el pensamiento parecía erguirse felizmente sobre el decorado de las palabras, la escritura atravesó así todos los estados de una progresiva solidificación: primero objeto de una mirada, luego de un hacer y finalmente de una destrucción, alcanza hoy su último avatar, la ausencia: en la escrituras neutras, llamadas aquí “el grado cero de la escritura”, se puede fácilmente discernir el movimiento mismo de una negación y la imposibilidad de realizarla en una duración, como si la Literatura que tiende desde hace un siglo a transmutar su superficie en una forma sin herencia, sólo encontrara la pureza en la ausencia de todo signo, proponiendo en fin el cumplimiento de ese sueño órfico: un escritor sin literatura. La escritura blanca, la de Camus, la de Blanchot o de Cayrol por ejemplo, o la escritura hablada de Queneau, es el último episodio de una pasión de la escritura que sigue paso a paso el desgarramiento de la conciencia burguesa.

Se quiere aquí esbozar esa unión, afirma la existencia de una realidad formal independiente de la lengua y del estilo; tratar de mostrar que esa tercera dimensión de la Forma también uno, no sin algún sentido trágico suplementario, el escritor a la sociedad; finalmente es hacer sentir que no hay Literatura sin una moral del lenguaje. Los límites materiales de este ensayo indican suficientemente que sólo se trata de una Introducción a lo que podría ser una Historia de la Escritura.






Fotografía: Roland Barthes, 1970