5/11/07

La muerte de Charly Wei, por Ramón Oyarzún

Fragmento





Atravesando el bosque de juncos murmulladores, pasando el antiguo puente de piedra que se adentra en las tierras oscuras, tras el molino de aguas, en la cueva que está bajo el lugar donde se reúnen los vientos y nacen las tormentas, está el pequeño templo custodiado por la estatua de un hombre alto y atractivo vestido con un largo sucio abrigo negro, su mano derecha es roja y sus ojos parecen conocerte. La loza con la esquina rota esconde una nota, si quieres ir a buscarla.

Estas fueron las palabras de Beldar cuando Wei se presentó en su estudio declarándose dispuesto a convertirse en asesino. Quien quiera convertirse en asesino a sueldo debe estar muerto primero. Esas palabras, por supuesto, no las dijo Beldar al niño delgado y hambriento que le miraba desde el otro lado del escritorio con cara de lobo. Todavía tiene demasiada vida en sus ojos, no me sirve, pensó Beldar. Su apreciación del matador no alcanzó a elucidar que la vida ya se había arrancado del niño nacido en un campo de batalla, que algo distinto se había apoderado de ese cuerpo, un alma cruel y antigua que de alguna manera había llegado acá, aunque no debería estar en este mundo.

Difícil creer en la muerte de Wei. Para empezar por el principio, la hija del maestro de Go. No es la principal sospechosa pero descartarle es necesario, no dejar ninguna posibilidad sin investigar.

A horcajadas sobre una silla con una mano amarrada y la otra tamborileando frenética resolvía al tiempo tres problemas planteados. Los tres jugadores frente a ella, aunque de distintas edades, recordaban las estatuas javanesas de los tres monos que representan la justicia, salvo que estos tres monos estaban ciegos puesto que sus problemas no representaron mayores dificultades a la mujer que diestramente se puso de pie, fue ayudada a desatar su mano y prendió un cigarrillo con placer.

Me impongo no fumar mientras pienso, mi padre lo hacía. Cuántos años, muchos, más de cincuenta años como fumadora, sí, tengo título de séptimo dan en Go, mi padre era noveno, va en la sangre. Recuerdo cuando llegó el niño, escasamente mayor que yo, sus ojos ardían con una furia horrible, imposible sostener esa mirada. ¿Que si yo maté a Charly Wei? Le amaba, le amo, no creo que esté muerto, sí, aunque matara a mi padre, era su mejor alumno, es algo que pasa, no sería el primer estudiante en hacerlo. Era una noche sin luna, sabe. Mi sangre corrió manchando la sábana, él tapaba mi boca con su mano, su cuerpo era perfecto y sus manos cariñosas, sabían tocarme precisamente, mordió mi oreja muy fuerte, no me dolió que me penetrara. Mi padre observó silencioso desde la puerta abierta, esperó que terminara y salieron al patio. Yo estaba atontada, desde que mamá había muerto esperaba cada noche que mi padre entrara a mi cama, pero al parecer mandó a su alumno, habían estado tomando el té hasta muy tarde, desde mi habitación escuché pedazos de su conversación. Por supuesto, jugaban. No puede haber oposiciones entonces, Ni errores, Estás diciendo que me falta sólo saber cómo ser débil, Toda mi vida he sido débil, Supe cuando entraste a mi casa que venías a matarme, por eso te enseñé todo lo que sabía; la noche antes de que llegaras, soñé con la estatua que custodia el pequeño templo, el hombre se acercaba y con su mano derecha roja me entregaba un papel verde y aparecía tu nombre, Charly Wei, Entonces lo sabías, Lo supe siempre, ahora tú sabes que aprender y enseñar implican el olvido.

Según la mujer, su padre habría sido asesinado la noche que Charly Wei dejó su casa, antes de su violación, después del partido de Go. El maestro murió tras una larga enfermedad. No quise mirar más en los ojos rasgados y desafiantes de la mujer, se estaba haciendo vieja y como todos los chinos tenía más edad y más secretos de los que conviene saber, además me lo estaba diciendo, Charly Wei no había matado al maestro de Go, este había sucumbido o bien asesinado por su hija o en una especie de macabro y largo harakiri.

Las muertes alrededor de Wei no parecían muertes, los muertos estaban tan próximos a los vivos que asustaba, empecé a pensar obsesivamente en la estatua con la mano derecha roja.






Fotografía: Jessica Goldfinch, “Red handed”