Cloria encaró aquel día como siempre, entre sonrisas frías frente a un espejo exageradamente oscuro. Como cada mañana, sus pasos la llevaron por columnas tenebrosas e inquietantes. Las palabras de Eufaustocles resonaban fuertemente en su memoria: Ven conmigo a Parsis, llevaremos leña para un año. Así la nieve nunca cegará tu alma.
De eso hace un año. Cloria aceptó el requerimiento y ambos se dejaron renacer entre las aguas del Mar Jónico, literalmente. Dicen, los que pueblan la primera costa, que un antiguo dios habita esas profundidades. Ese dios, insondable y trágico, los vio nacer a cada uno por su lado, los recaló en el alma de uno en otro mucho antes de que se conocieran, resguardó sus juegos infantiles, el riesgo adolescente, el curioso juvenil; ese mismo dios los enfrentó una tarde del mes séptimo entre praderas tibias, bajo el sol mediterráneo. Entre ambos no dijeron más de tres palabras, se miraron en silencio, comprendieron. Fabricaron firmes cuerdas de alabastro para el otoño. Caminaron, plácidos, por las calles de alquitrán vencido en primavera. Se besaron, remolieron pieles y gemidos. Embriagaron fiestas; emplazaron al destino por sus voces que encantaron la cabaña que ellos mismos construyeron.
De eso hace un año, tal vez un poco más... Naufragaron frente a un puerto abandonado, intacto y demencial. Hubo quienes replicaron en el acto engarzando febles entrelíneas, teorías de utopía alucinada. Ellos convinieron en atlantes extraviados, parias, insomnes expulsados de la fuente del saber eterno. El trayecto fue difícil. Las tormentas obligaron a volver, una y otra vez, a recalar en el origen, a esperar un día más y así caer en intentos ulteriores. Trece días con sus noches transcurrieron para que llegara el perfecto instante, o madrugada en el uso exacto, en que rebasaron ese punto en el que ya no existe más que la idea de seguir, de llegar al otro lado, de abandonar esa deriva absurda en que la muerte ronda lo desconocido; aquel furioso dios o la inconstancia permanente. Ese punto en que la sombra del pasado reblandece el ánimo y el ansia de tocar tierra segura afirma el pulso. Eufaustocles y Cloria lo supieron de inmediato. A pesar del breve estrecho no observaron más que agua a cada lado; y más que agua, espuma; y más que espuma, viento enardecido y olas gigantescas. El pequeño barco se perdió en la noche, succionó su arcano espíritu y junto con el día amilanó la furia. Se abrazaron frente a una pequeña nube en forma de saeta que indicaba el norte. Hacia allá apuntaron su horizonte.
De eso hace más un año... El puerto es un misterio, aunque sus cimentaciones permanecen sin tocar. Es como si el contagio los hubiera desvanecido. Es como si hubieran abandonado todo, de pronto, y corrido en dirección cualquiera, para no volver jamás. Ellos lo han rebautizado: Puerto de la Nueva Esperanza, en un juego despectivo, ingenuo tal vez, pero representado en su ánimo de entrega y sentimiento vespertino.
De eso hace un año exacto: séptimo día, séptimo mes. Cloria guarda en el recuerdo aquel arribo como su tesoro más preciado. Vive sola en un altillo en el que se mezclan las pinturas con motivos invernales y telares de cruda lana, de alfombrillas y tenidas de juglar. Eufaustocles ha partido en la última marea, así lo piensa ella, en busca de comida o compañía. Eufaustocles volverá, así lo ha prometido al zarpe, junto con la luna nueva que se mancha en sangre cada siete años.
La nieve aún desaparece, lentamente. Y en la parsimonia quieta de esa Cloria ya vencida, se adivina un gesto de ironía, burla líquida, entramada, superando otra vez el punto de partida, o de llegada; arribando nuevamente a su final en completa soledad.
De eso hace un año. Cloria aceptó el requerimiento y ambos se dejaron renacer entre las aguas del Mar Jónico, literalmente. Dicen, los que pueblan la primera costa, que un antiguo dios habita esas profundidades. Ese dios, insondable y trágico, los vio nacer a cada uno por su lado, los recaló en el alma de uno en otro mucho antes de que se conocieran, resguardó sus juegos infantiles, el riesgo adolescente, el curioso juvenil; ese mismo dios los enfrentó una tarde del mes séptimo entre praderas tibias, bajo el sol mediterráneo. Entre ambos no dijeron más de tres palabras, se miraron en silencio, comprendieron. Fabricaron firmes cuerdas de alabastro para el otoño. Caminaron, plácidos, por las calles de alquitrán vencido en primavera. Se besaron, remolieron pieles y gemidos. Embriagaron fiestas; emplazaron al destino por sus voces que encantaron la cabaña que ellos mismos construyeron.
De eso hace un año, tal vez un poco más... Naufragaron frente a un puerto abandonado, intacto y demencial. Hubo quienes replicaron en el acto engarzando febles entrelíneas, teorías de utopía alucinada. Ellos convinieron en atlantes extraviados, parias, insomnes expulsados de la fuente del saber eterno. El trayecto fue difícil. Las tormentas obligaron a volver, una y otra vez, a recalar en el origen, a esperar un día más y así caer en intentos ulteriores. Trece días con sus noches transcurrieron para que llegara el perfecto instante, o madrugada en el uso exacto, en que rebasaron ese punto en el que ya no existe más que la idea de seguir, de llegar al otro lado, de abandonar esa deriva absurda en que la muerte ronda lo desconocido; aquel furioso dios o la inconstancia permanente. Ese punto en que la sombra del pasado reblandece el ánimo y el ansia de tocar tierra segura afirma el pulso. Eufaustocles y Cloria lo supieron de inmediato. A pesar del breve estrecho no observaron más que agua a cada lado; y más que agua, espuma; y más que espuma, viento enardecido y olas gigantescas. El pequeño barco se perdió en la noche, succionó su arcano espíritu y junto con el día amilanó la furia. Se abrazaron frente a una pequeña nube en forma de saeta que indicaba el norte. Hacia allá apuntaron su horizonte.
De eso hace más un año... El puerto es un misterio, aunque sus cimentaciones permanecen sin tocar. Es como si el contagio los hubiera desvanecido. Es como si hubieran abandonado todo, de pronto, y corrido en dirección cualquiera, para no volver jamás. Ellos lo han rebautizado: Puerto de la Nueva Esperanza, en un juego despectivo, ingenuo tal vez, pero representado en su ánimo de entrega y sentimiento vespertino.
De eso hace un año exacto: séptimo día, séptimo mes. Cloria guarda en el recuerdo aquel arribo como su tesoro más preciado. Vive sola en un altillo en el que se mezclan las pinturas con motivos invernales y telares de cruda lana, de alfombrillas y tenidas de juglar. Eufaustocles ha partido en la última marea, así lo piensa ella, en busca de comida o compañía. Eufaustocles volverá, así lo ha prometido al zarpe, junto con la luna nueva que se mancha en sangre cada siete años.
La nieve aún desaparece, lentamente. Y en la parsimonia quieta de esa Cloria ya vencida, se adivina un gesto de ironía, burla líquida, entramada, superando otra vez el punto de partida, o de llegada; arribando nuevamente a su final en completa soledad.
Fotografía: The Truman show