5/4/08

La meditación, por Titus Burckhardt






La meditación (al-tafakkur) es un complemento indispensa­ble del rito, ya que valoriza la libre iniciativa del pensamiento. Sin embargo, sus limites son los de la propia mente; sin el ele­mento ontológico del rito, la mente no podría pasar de la sepa­ratividad (al-farq) de la conciencia individual a la síntesis (al-ŷam’) del conocimiento informal. Se fundamenta, en el Islam, en los versículos coránicos que se dirigen a «los que están dota­dos de entendimiento» y que recomiendan los «signos» (los símbo­los) de la naturaleza para la meditación, y también en estas dos máximas del Profeta: «Una hora (un momento) de meditación vale más que las buenas obras cumplidas por las dos especies de seres dotados de gravitación (los hombres y los genios)», y «No meditéis sobre la Esencia, sino sobre las Cualidades de Dios y sobre Su Gracia».

Normalmente la meditación procede según un movimiento circular: parte de una idea esencial de la que desarrollará las diversas aplicaciones, para reintegrarlas finalmente en la verdad inicial, que de este modo adquiere, para la conciencia reflexiva, una actualidad más inmediata y rica. Es lo contrario de una in­vestigación filosófica, que considera la verdad como algo que no estaría esencialmente, y a priori, contenido en la mente del que conoce. El movimiento fundamental del pensamiento es el que des­cribe la meditación, y cualquier filosofía que ignore esta ley se engaña sobre su propia gestión: la verdad que parece encontrar a fuerza de argumentos está ya contenida en su punto de partida, a no ser que descubra, al término de un largo rodeo mental, la refracción en la mente de un elemento pasional, de una preocu­pación individual o colectiva.

El pensamiento individualista implica siempre una limitación, ya que desconoce su propia esencia intelectual. La meditación tampoco capta directamente la Esencia, pero la presupone; es una «ignorancia sabia», mientras que el raciocinio filosófico procedente del individualismo mental es un «saber ignorante». Cuando la filosofía escudriña la naturaleza del conocimiento, inevitable­mente se mueve dentro de un ciclo vicioso: cuando separa el su­jeto del terreno objetivo y no reconoce al primero más que una realidad completamente relativa, en el sentido de la «subjetivi­dad» individual, olvida que sus propios juicios dependen de la realidad del sujeto y de la veracidad que éste pueda tener; por otra parte, cuando declara que cualquier percepción sólo tiene un alcance «subjetivo», por tanto relativo e incierto, olvida que este mismo aserto aspira a la objetividad. Para el pensamiento no hay salida de este dilema; la mente, que sólo es una partícula del universo, o una de las modalidades de la existencia, no puede abarcar el universo, ni definir su propia posición respecto a la totalidad. Si trata de hacerlo a pesar de todo, es que hay en ella una chispa del Intelecto que comprende y penetra realmente to­das las cosas.

El hadît sobre la meditación que hemos citado en segundo lugar («No meditéis sobre la Esencia, sino sobre Sus Cualidades y Su Gracia»), significa que la Esencia nunca puede llegar a ser objeto del pensamiento, que es distintivo por naturaleza, en tanto la Esencia es una. En cambio, la meditación concibe, en cierto sentido, las Cualidades divinas, sin que, no obstante, pueda «sa­borearlas» directamente, lo que entraría a formar parte de la esfera de la intuición pura.

El terreno propio de la meditación es la discriminación entre lo real y lo irreal, y el objeto por excelencia de esta discrimina­ción es el «yo». La discriminación meditativa no alcanza de modo directo la raíz de la individuación subjetiva, pero capta sus aspectos extrínsecos, que representan otras tantas desproporciones entre una afirmación casi absoluta, contenida en el ego, y el ca­rácter efímero y fragmentario de la naturaleza humana individual.

Es preciso comprender perfectamente que no es esta naturaleza individual, como tal, lo que constituye la ilusión egocéntrica; el «velo» (al-hiŷâb) que hay que desgarrar es, únicamente, la atri­bución a esta naturaleza individual de un carácter autónomo y «apriorístico» que sólo corresponde a la Esencia.

El hecho de que el sabio perfecto tenga conciencia de su naturaleza individual no implica que se deje engañar por ella y no le impida, pues, superar la ilusión.










en Introducción a las doctrinas esotéricas del Islam, París, 1969