25/3/08

Tutuguri, por Antonin Artaud






Tutuguri es un rito dedicado a la externa gloria del sol negro. El rito de la noche negra y de la muerte eterna. El sol ya no volverá y las seis cruces del círculo que el astro ha de atravesar no tienen otra disfunción que la de cortar el paso. Pues, aquí en Europa no sabemos hasta qué punto la cruz es un signo negro, no conocemos bastante ni tampoco sabemos hasta qué punto es la cruz una evacuación de saliva colocada sobre las palabras del pensamiento. En México la cruz y el sol van emparejados, y el sol que salta es esa fase giratoria que tarda seis jornadas en llegar al día, la cruz es un signo abyecto que la materia debe quemar, por qué abyecto, porque la lengua que segrega el signo es abyecta, ¿y por qué segrega el signo? Para ungirlo. No puede haber signo santo o sagrado que no esté ungido.

Es necesario que el sol naciente salte los seis puntos de la frase abyecta que hay que salvar, con la que hará una especie de traslación en plano rayo. Pues el sol aparece verdaderamente al ras de las cruces, pero como la bola de un rayo, de la que sabemos que no perdonará el pecado del hombre y de su pueblo, y es por eso que varias semanas antes del rito se puede ver a toda la raza de los tarahumaras purgarse, vestirse con ropas limpias y blancas y lavarse.

Ha llegado el Día del Rito y de la aparición fulminante. Entonces se acuesta a ras del suelo con sus vestidos blancos a seis hombres, los seis considerados como más puros de la tribu, y se considera que cada uno de ellos se ha casado con una cruz. Una de esas cruces hechas con dos palos atados con una cuerda sucia. Hay un séptimo hombre de pie que lleva una cruz atada a la cadera, y en sus manos un curioso instrumento musical, hecho con laminillas de madera agrupadas, una encima de la otra, y que producen un sonido intermedio entre el de la campana y el del cañón. y un buen día, al alba, el séptimo Tutuguri inicia la danza golpeando una de las laminillas con un mazo de hierro fundido muy negro. Entonces se ve a los hombres de las cruces, surgidos como del suelo, avanzar brincando y en círculo y cada uno de ellos debe rodear su cruz siete veces, pero sin romper el círculo total. No sé si es que el viento se levanta de esa música de la antigüedad que persiste todavía hoy, pero uno se siente como flagelado por una bocanada de noche, por un soplo que sube desde las fosas de una humanidad abolida y que parece venir a mostrar su cara aquí, una cara pintada, un rostro irónico y sin piedad. Sin piedad porque la justicia que trae no es de este mundo.

Sé puro y casto, parece decir. Sé virgen también. O te abriré mi averno, y el averno se abre también. El salterio del séptimo Tutuguri ha adquirido un atroz tono lancinante: es el cráter de un volcán en el apogeo de su erupción. Las laminillas parecen romperse bajo los sonidos como un bosque fulminado por el hacha de un fantástico leñador, y de repente lo que esperábamos se produce: vapores sulfurosos, liláceos, emergen en bloque desde un punto del círculo que los seis hombres han trazado, que las seis cruces han cerrado, y por debajo de los vapores una llama, una llama inmensa de repente se ha encendido y esa llama inmensa hierve. Hierve con un ruido singular. Su interior se llena de astros, de corpúsculos incandescentes, como si el sol, al llegar, trajese consigo un sistema celeste, y ahora el sol se ha alineado. Ha adquirido forma en medio del sistema celeste. Se ha colocado de repente como en el centro de un formidable estallido. Entonces el sol se ha vuelto redondo y vemos una bola inmensa en el eje mismo del sol natural -pues está amaneciendo- que sube y salta de cruz en cruz.

Los seis hombres han abierto los brazos, no para hacer la cruz, sino con las manos hacia adelante, como si quisiesen recibir la bola, y ésta, girando en tomo a cada cruz plantada, no cesa de rechazarlos. Pues el salterio es un viento, se ha convertido en algo así como el suelo de un viento por el que un ejército podría muy bien avanzar, y, en efecto, hay en los confines del ruido y de la nada, pues el ruido es tan fuerte que por delante de él sólo convoca la nada; hay, digo, un intenso pisoteo. Ritmo escandido de un ejército en marcha, o galope de una carga enloquecida.

La bola de fuego ha quemado las seis cruces; los seis hombres, que han visto venir aquello, con las manos extendidas, están los seis agotados y babeantes, y el ruido del galope se exaspera, y percibimos en el horizonte como un caballo desbocado que avanza con un hombre desnudo encima.

Y, sin embargo, sólo hay seis cruces y en el salterio de madera del séptimo Tutuguri sigue la introducción de la nada, sigue la misma introducción de la nada: ese tiempo vacío, un tiempo vacío, una especie de vacío agotador entre las laminillas de la madera cortante, una nada que reclama al tronco del hombre, el cuerpo del hombre apresado como un trozo dentro del furor (no, del fervor) de las cosas del adentro. Allí, donde por debajo de la nada se eligen el ruido de las grandes campanas al viento, el desgarramiento de los cañones de marina, el ladrido de las olas en las tempestades de los áfricos; en breve el caballo que avanza trae sobre sí el tronco de un hombre, de un hombre desnudo y que blande no una cruz, sino un bastón de madera de hierro, atado a una gigantesca herradura, como las mandíbulas de una argolla que el hombre cogió hace miles de años, a la cuchillada de su sangre.








Ivry-sur-Seine, 16 de febrero de 1948