11/10/08

... de "La Cuadratura del Círculo", por Álvaro Pombo




- No hace falta que nos despidamos, porque vamos a volver a vernos pronto.

Era mediodía. Una fría ventolera regional, en memoria de las invisibles cadenas montañosas al fondo del fondo del sedado paisaje occitano, erizó la piel de Acardo, arremolinaba las capas de los caballeros, las crines de los caballos, las zarzas y las arboledas brumosas. Sólo frente a ellos, el caserón alzado sobre la colina, que el pronto atardecer encanecía, y el viento como una inmensa celestial criatura viviente, gimiente, que arrebata el significado del mundo a las cosas del mundo, que descabezaba de pronto todos los proyectos del hombre. El viento ventrílocuo que venía de entre los árboles con voces que parecían humanas y que parecían suyas y a la vez de nadie, por que parecía imposible hacerse oír o entender o darse a conocer, o sentir cualquier afecto amable, familiar, en aquella atmósfera creada, como de vidrio, como una gran bóveda de vidrio centelleante y verde y sepia y negro por el inmisericorde viento helado. El desencaminador de todo caminante, el desactivador de toda señal, de todo signo, de todo símbolo. El viento originario anterior a las casas y a las calles y a las voces de los hombres, anterior a la impureza de las intenciones de los hombres, que parecía atravesarles a pesar de sus sólidas vestiduras. Se removían los caballos entrelazando sus cuellos a ratos, como si quisieran protegerse unos a otros. Acardo deseaba irse cuanto antes, dejarse caer, conciencia abajo, colina arriba, hasta el portón de la casa del tío Arnaldo. Acabar de una vez: empezar de una vez. Entonces miró a su padre fijamente y vio que su padre le estaba mirando a él fijamente. Y su padre dijo entonces, haciéndose oír con claridad, sin gritar, como por encima o por debajo, arrastrándose por el subsuelo del aire, repatando por debajo del aire, queriendo entrar a todo costa en el corazón de su hijo o en el propio corazón tal vez:

-Hijo mío, casi ha sido ésta la primera vez que nos encontramos, y ya nos despedimos. No quiero que me olvides. Es natural que me olvides, casi me habrás ya olvidado. Apenas hemos hablado. Y contra toda sensatez, puesto que casi no nos conocemos, quiero yo que me recuerdes a partir de ahora y que nunca me olvides. No quiero que me olvides -repitió.

Y Acardo dijo, como quien habla a oscuras:

-Eres mi padre, cómo voy a olvidarte. Además, los dos somos iguales, porque los dos vamos a estar siempre de paso. Los iguales se reconocen y no se olvidan entre sí.
-No merezco en realidad ser recordado, quiero decir -repitió el caballero tercamente dando la impresión de que no se había fijado en los que Acardo decía ni en el vivo humor separatorio de su hijo.

Acardo sintió un vehemente deseo de hacer girar a su caballo y huir al galope. Se limitó a hincar las espuelas en los hijares del caballo, que caracoleó impaciente como el futuro transgresor copioso insondable: se alzó sobre los cuartos traseros, relinchando. El corazón de Acardo, alzado sobre sus cuartos traseros, relinchó la dejación salvífica de toda paternidad y todo atrás: todos los dioses lares se achicaron como insustanciales flores habladas o pensadas. Entonces oyó que su padre le decía (acercándosele todo lo posible, estaban uno frente a otro y las cabalgaduras de ambos miraban ya hacia sus destinos opuestos, anticipándose, inteligentes, a la confusa, dolorosa intención del anciano caballero):

-No volveremos a vernos. ¡Tan cerca tengo el fin en este instante!

El viento desafilaba las palabras de los adioses, las falsedades y las paternidades y las dinastías, para designar sólo la aceleración y el vértigo del corazón de un joven guerrero que empieza la verdadera vida en el forastero reino de las desemejanzas vivaces, fértiles como lunas, alegres como potras.

En esto el padre se alzó en su silla de montar y giró en redondo, sin añadir nada. Su tropa se le había adelantado y aguardaban a lo lejos. Clavó las espuelas en la grupa de su caballo. Acardo, de pie en los estribos, levantó el brazo para despedirles aunque casi no se veían ya. La comitiva se diluyó en el aire. Muñecos articulados atados a las sillas de montar y a las lanzas, encaminados hacia su fin, cualquier fin: sombras falaces de una incomprensible epopeya, vasallos ahora sólo ya de la muerte.