10/3/09

Magia, por Voltaire






Es una ciencia más digna de aplauso que la astrología y la doctrina de los genios. Desde que empezó a vislumbrar que todo hombre poseía un ser completamente distinto del cuerpo, y que tal ser subsistía después de la destrucción de la materia, le otorgaron forma ligera, sutil y aérea, pero semejante a la del cuerpo en que se aloja. Esta opinión se generalizó en virtud de dos razones: la primera, que en todos los idiomas el alma se llamaba espíritu, soplo, viento, y era algo imperceptible, algo ligero y algo sutil; la segunda, que si el alma del hombre no conservaba una forma parecida a la que poseyó durante su vida, después de la muerte no se podría distinguir el alma de un hombre de la de otro. Esta alma, esta sombra, que subsistía separada de su cuerpo, podía muy bien, si no manifestarse en algunas ocasiones, volver a ver los lugares que había habitado, visitar a sus padres y amigos, hablarles y darles instrucciones, pues lo que existe puede aparecerse.

Las almas podían también enseñar a quienes se les aparecían la manera de evocarlas, y ellas no dejarían de presentarse. El vocablo amuleto, pronunciado en ciertas ceremonias, hacía que se aparecieran las almas con las que deseaba hablar. Supongo que un egipcio hubiera dicho a un filósofo: «Desciendo en línea recta de los magos de Faraón, que convirtieron las varas en serpientes y el agua del Nilo en sangre. Uno de mis antepasados contrajo matrimonio con la pitonisa de Endor, que evocó la sombra de Samuel con la plegaria del rey Saúl y comunicó sus secretos al marido, el cual también le enteró de los suyos. Poseo esta herencia de mis padres y mi genealogía está demostrada; mando a las sombras y los elementos». El filósofo no hubiera podido hacer otra cosa que pedirle protección, porque si hubiera querido negar y disputar el mago le hubiera cerrado la boca diciéndole: «No puedes negar los hechos. Mis antepasados fueron grandes magos y tú no puedes dudarlo. No tienes ninguna razón para creer que sea de peor condición que ellos, máxime cuando te doy palabra de honor de que soy hechicero». El filósofo hubiera podido objetarle: «Ten, pues, la amabilidad de evocar una sombra, de que hable con un alma, de convertir este agua en sangre y esta vara en serpiente». El mago podía replicarle: «No quiero ocuparme en trabajar para los filósofos. Hice que se aparecieran espectros a damas muy respetables y a gentes sencillas que no disputan conmigo. Comprenderás que es posible que posea esos secretos, pues os habéis visto obligado a confesar que mis antecesores los poseían, y lo que se hizo en tiempos antiguos también puede hacerse hoy. Creéis en la magia sin que por ello esté obligado a practicar contigo ese arte».

Estas razones eran tan válidas por aquel entonces que en todos los pueblos hubo hechiceros. El Estado pagaba a los más relevantes para que leyeran el porvenir en el corazón y el hígado de un buey. ¿Por qué, pues, durante mucho tiempo castigaron a los hechiceros inferiores con la pena de muerte? Obrando prodigios, en vez de castigarlos debían habérseles tributado honores, sobre todo debieron temer el poder de que disponían. Nada tan ridículo como sentenciar al verdadero mago o morir en la hoguera, porque debían pensar que podía apagar el fuego de la pira y retorcer el cuello a sus jueces. Debieron haberse concretado a decirles: «Amigo mío, no te queremos achicharrar como a un verdadero mago, sino como a un hechicero falaz, porque te jactas de un arte admirable que no posees. Te tratamos como moneda falsa. Nos consta que hubo antiguamente venerables magos, pero creemos que no lo eres porque te dejarás quemar como un tonto».

Cierto que el cuitado mago pudiera replicar: «Mi ciencia no llega hasta el punto de apagar una hoguera sin agua, ni hasta el extremo de matar a mis jueces sólo con palabras; solamente puedo evocar almas, leer en el porvenir y convertir unas materias en otras. Mi poder es limitado, mas no por esto debéis quemarme a fuego lento, pues esto equivale a hacer ahorcar a un médico que os hubiera curado de unas fiebres tercianas y no pudiera curaros una parálisis». Pero los jueces podrían replicarle también: «Pues bien, demuéstranos que posees algún secreto de la magia o consiente en que te quememos».



en Diccionario filosófico de Voltaire, 1764