17/8/09

EL ESPÍA



Miguel Antonio Rodríguez nació en Quito, Ecuador, en 1941.
El cuento “El Espía” apareció en la Gaceta del diario “El Tiempo” el 26 de Abril 1970.


Cuando veíanle pasar, alto y nudoso como un sarmiento, las buenas gentes que frecuentaban la Plaza Grande no podían reprimir su admiración.
- ¡Ahí va mi coronel Arcentales, el héroe de Zarapotillos..!
- ¡Ahaaa ...!
- Buenos días mi coronel- o,
- Buenas tardes mi coronel – Y una profunda reverencia casi hasta el suelo.

Los ojillos del viejo adquirían un brillo singular, semejando luciérnagas en lo alto de un poste, sus pasos alcanzaban un ritmo marcial, temblaba su blanca camisa almidonada como pechuga de paloma asustada y desde todos los huesos de sus manos emanaban extraños resplandores.
Detrás del reseco militar caminaba indefectiblemente Sebastián, un criado, con su iunvariable overol verde oliva, sus pies ladrillosos y encogidos y su pelo corto y circular a manera de aureola.

- Sebastian, ¿quieres jugar? – rezongabamos a su paso, y el pobre Sebastián alzaba sus ojos – viscosos botones suspendidos – y una impalpable humedad se apoderaba de ellos.

Ese día jugabamos a la guerra. Como siempre, apareció el viejo: enjuto arbusto de líneas angulosas y fría mueca marchita. A sus espaldas trastrabillaba Sebastián y sus botones vacilantes, tímidos, espantadizos.
Al escuchar nuestros ásperos gritos de combate el coronel se nos acercó. Parecía exaltado. Sentimos temor. Con palabras tremantes nos pidió le permitieramos jugar. Medrosos al principio, curiosos luego, accedimos. Jamás nos divertimos tanto como al escuchar el ruido de sus apolilladas coyunturas.
Cada vez ponía más pasión en el juego. Hasta sus canas brillaban como agujas cuando impartía las órdenes, y el inerte pergamino de su rostro y de sus manos transfigurábase al pronunciar sus cortas y vehementes arengas.
Al dar órdenes a Sebastián en cambio, lo hacía con cierta desconfianza mal disimulada y con voz rugiente y atropellada.
Deben cuidarse de Sebastián- nos decía -, su empecinado silencio es cómplice de secretas consignas...- Palabras como estas nos causaban una profunda aunque vaga emoción. Sebastián, zurrón alimentado de agua fría y latigazos, asistía día a día más triste y compungido a nuestros juegos, haciendo oscilar vertiginosamente los flojos péndulos de sus ojos para expresar su miedo.
Odiaba la guerra. Coleccionaba retratos de niños mutilados y de mujeres ingresando a los hornos crematorios, a pesar de que sólo al tocarlas se convulsionaba de horror.
De repente Sebatián no apareció más. Aunque notamos su ausencia no nos atrevimos a decirle nada al coronel, pues no se dio por enterado de haber perdido su sombra. Y así seguimos jugando sin la pequeña bola grasienta y estremecida que era Sebastián.
Al tercer día de su separación, cuando el coronel nos enseñaba una nueva lección de estrategia, dos agentes de policía se acercaron hacia él y algo le dijeron a su oído.
-Está bien- les respondió grave y solemne – pero a un Coronel de la República han de permitirle siquiera que escoja su propia guardia -. Con su mano exangüe y larga nos ordenó seguirle.
Los policías escudriñaron la casa y la revolvieron de principio a fin. Aunque no sabíamos con precisiónde qué se trataba, un vago presentimiento acuchillaba nuestras gargantas. Casi al salir, uno de los gendarmes reparó en una puerta muy bien escondida con una fina cortina.
- ¡Allí no! – bramó el coronel-. Me seguirán Consejo de Guerra. La última vez... ¡Soldados, a defender a vuestro Jefe, que no rescaten al espía...! sus manos se agitaron igual que las de un ahogado por sobre la cabeza del guardia que trataba de sujetarle.
Sin importar la advertencia, el otro representante de la ley allanó el oculto sitio. En medio de libros y viejos artefactos de guerra, sobre una raída bandera del país enemigo, yacía el cuerpo sin vida de Sebastián. En su corazón estaba clavada una enmohecida espada, y en sus ojos, sin embargo de los gusanos, parecía empozada la paz que nunca tuvo.