¿De qué naturaleza era el don de lenguas que recibieron los apóstoles? Si leemos a san Pablo (Corintios 1, 12-13), podemos suponer que se trata de la glosolalia (y, por lo tanto, del don de expresarse en una lengua extática, que todos comprendían como si fuese su propia habla). Pero si leemos los Hechos de los Apóstoles 2, allí se cuenta que en Pentecostés se produjo un estruendo venido del cielo, sobre cada uno de ellos se posaron lenguas de fuego, y empezaron a hablar en otras lenguas; habrían recibido pues el don, si no de la xenoglosia (o del poliglotismo), al menos de un místico servicio de traducción simultánea. No estamos bromeando: la diferencia no es poca. En el primer caso, les habría sido devuelta a los apóstoles la posibilidad de hablar la lengua santa prebabélica. En el segundo caso, les habría sido concedida la gracia de descubrir de nuevo en Babel, no el signo de una derrota y de una herida que hay que sanar a toda costa, sino la clave de una nueva alianza y de una nueva concordia.
No intentaremos someter las Sagradas Escrituras a nuestros objetivos, como han hecho imprudentemente muchos protagonistas de nuestra historia. La nuestra ha sido la historia de un mito y de una esperanza. Pero cada mito tiene su opuesto, que proyecta una esperanza alternativa. Si nuestra historia no se hubiera limitado a Europa sino que se hubiera podido extender a otras civilizaciones, hubiéramos hallado —en los confines de la civilización europea, entre los siglos x y xi— otro mito, el que explica el árabe Ibn Hazm (cf. Arnáldez, 1981; Khassaf, 1992a, 1992b).
Había en un principio una lengua otorgada por Dios, gracias a la cual Adán conocía la esencia de las cosas, y era una lengua que disponía de un nombre para cada cosa, sustancia o accidente que existiera, y una cosa para cada nombre. Pero parece que en cierto momento Ibn Hazm se contradice, como si la equivocidad procediera sin duda de la presencia de homónimos pero que una lengua pudiera ser perfecta a pesar de contener infinitos sinónimos, a condición de que al nombrar de muchas maneras la misma cosa, lo hiciera siempre del modo adecuado.
Es que las lenguas no pueden haber nacido por convención, puesto que para acordar las reglas los hombres hubieran necesitado una lengua anterior; pero si existía esta lengua anterior, ¿por qué los hombres tenían que tomarse la molestia de construir otra, empresa fatigosa e injustificada? Ibn Hazm sólo tiene una explicación: la lengua originaria comprendía todas las lenguas.
La división posterior (que además el Corán ya contemplaba como un acontecimiento natural y no como una maldición, cf. Borst, 1957-1963, I, p. 325) no fue provocada por la invención de nuevas lenguas, sino por la fragmentación de la única que existía ab initio, y en la que ya estaban contenidas todas las demás. Por esto todos los hombres son capaces de comprender la revelación coránica, cualquiera que sea la lengua en que esté expresada. Dios ha hecho que el Corán esté escrito en árabe solamente para que pueda ser comprendido por su pueblo, y no porque esta lengua disfrute de un privilegio especial. En cualquier lengua, los hombres pueden hallar de nuevo el espíritu, el soplo, el perfume, las huellas del polilingüismo originario.
Intentemos aceptar esta sugerencia que nos llega desde lejos. La lengua madre no era una lengua única, sino el conjunto de todas las lenguas. Quizá Adán no tuvo este don, tan sólo se le había prometido, y el pecado original interrumpió su lento aprendizaje. Pero a sus hijos les queda la herencia de ganarse el pleno y armónico señorío de la Torre de Babel.
en La búsqueda de la lengua perfecta, 1993