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Impromptus, Op. 90, por Carlos Almonte






Poco más queda por decir... Do menor. Mi bemol mayor. Sol mayor. La bemol. El contorno de su brazo: una luz negra, un sol negro, un brillo opiáceo. La absurda brisa levanta una tormenta, mientras escuchamos cantinelas lúgubres afirmados al mesón de la taberna. Es extraño, lo sabemos. Nos sentamos frente a frente, mientras una mujer de cruel sonrisa y pecho derramado nos presenta a su marido; ambos efectúan ostentosas señas de alegría. Mi bemol mayor, y observamos hacia afuera en nuestro sueño compartido. Llueve como si en el alma se partiera, se quebrara o no avanzara, una memoria más antigua.

Los ancianos tararean melodías que, de seguro, no se escuchan desde donde estamos. Dos mujeres jóvenes los siguen con la vista, al caminar bajo el alero. Vamos, dice Laura, protegida en su hermetismo, vamos junto a ellos, y me toma de la mano, inseparable, y me aseguro de llevar la jarra con vapores frescos de aguardiente. Laura toma un trago y me devuelve al sueño posterior, como en un albur fantasmagórico, depositario. Su piel desnuda, sus pasos sobre el aire, su hermoso rostro manchado apenas por el barro...

Schubert ensaya la Incompleta en su desvencijado piano; golpea teclas, martillos y cuerdas, y baila sin hacerlo realmente; llora sin verter lágrimas; ríe, nos observa y nos entrega un gesto de consentimiento, como si fuera nuestro padre, nuestro guía o nuestro Dios. En un instante sin sorpresa, más que el tiempo breve, nos revela un trinar de aves, una brisa fresca, otro descanso.

Laura nos demuestra su intención al abrazarme. Vamos fuera, me repite, como si nos entendiéramos sólo con miradas. La acompaño por el pueblo sin ventanas, donde el piano evoca un trueno más allá de las montañas.

Nos sentamos a esperar, a conjeturar sobre esa tarde irrepetible. Me recuerda nuestro viaje en tren y nos besamos bajo un manto de sigilo. El que sabe, no habla, le repito un verso del antiguo Tao, experienciando el placer enorme del secreto. Los ancianos ya se han ido cuando caminamos rumbo a la montaña. Schubert está ebrio y canta, solitario, inconexas armonías en el bar. A lo lejos escuchamos leves gritos de placer.

El pueblo va quedando atrás, también la tarde. La tormenta se avecina.





en Homenaje a Laura Santos, 2006