Ella está en un castillo de cristal sobre una colina antaño verde
le duelen las rodillas de tanto observar anhelante un horizonte
donde alguna vez creyó
escuchó
la cabalgata de un príncipe,
sus ojos están secos e hinchados, rojos de lágrimas que ya no pueden caer al suelo
en la altura de la torre envuelta de ventiscas
se transforman en copos de nieve sin forma, repetitivos,
imposiblemente iguales los unos a los otros;
sus pies se han amoratado de tanto sostenerla en puntillas
ya no sabe si danza o imagina que danza un compás extranjero,
un tamborileo cadencioso que acelera el ritmo como el corazón de una golondrina en invierno volando contra el vendaval frío en esa cima de un mundo personal tan lejano.
El tambor exprime los últimos compases duros, rápidos, mortales, la golondrina con una margarita marchita en el pico aletea sobre la loza fría.
Ella podría salvarla con un poco de calor, con un beso o con una gota de brandy.
Pero no lo hace, otea el horizonte o talvez se ocupa de su telar.
A la golondrina tampoco le importa.