La visión no es sólo lo que vemos:
es una posición, una idea, una geometría:
un punto de vista,
en el doble sentido de la expresión.
Octavio Paz
Octavio Paz
En un momento suenan voces a ultranza y los dones otorgados por dioses apacibles... ¿Aquel partido de ajedrez? La dama blanca amenaza al alfil oscuro y los reyes están dispersos. ¡El jaque mate está a una jugada! El pensamiento se concentra y las demás opciones son juzgadas por sus posibilidades. Algún sujeto intenta justificar, inútilmente, sus opiniones, y algún otro duerme la borrachera de cervezas y vinos y carnes doradas al carbón. Es domingo por la noche y los automóviles regresan lentamente a la ciudad.
Un tablero abandonado con una partida inconclusa. Muchos encuadres sucesivos, a veces desprovistos de color, desencajados al ritmo de una música letánica. No hay consuelo más hábil que el pensamiento de que hemos elegido nuestras desdichas. Esa teleología individual nos revela un orden secreto y prodigiosamente nos confunde con la divinidad... A lo lejos se aprecian formas humanas que danzan. Levantan sus brazos, paralelos y rígidos. Como arcángeles de luz, vuelan dando saltos enormes, distantes de todo y sus muslos se levantan semejando antiguos ejercicios espirituales. Una mujer canta en el rincón más lejano de la ducha, mientras su cuerpo, aún vestido, recibe el líquido tibio y áspero. La elegancia medieval de mujeres exuberantes. Jarras de vino fresco en aposentos hechos de piedra. Sirvientes semidesnudas y un horizonte conocido en tono displicente. La muchacha es francesa, de eso no cabe duda. La policía y mi acompañante, que acepta, a regañadientes, sus instintos viciosos. El parte de detención dice lo siguiente: Pareja desnuda sobre el tejado de un edificio céntrico y concéntrico. El escándalo provoca colisiones. Ella de 27 años. Él de la misma edad. Contextura delgada y mediana. Altura normal. Sin marcas en el cuerpo. Cerca suena una radio a gran volumen, pero los oficiales están ocupados cubriendo a la muchacha. Las calles enloquecen.
Un vino de añeja cepa acompaña a los jugadores. El resto viene y va en busca de más alcohol. Las voces no se cruzan. Las miradas tampoco. Una mujer de desconocida apariencia entra en mi campo de visión. No sé, desde esta perspectiva, si este movimiento concuerda con un acercamiento físico, pero en un segundo está a mi lado. Aunque no la pueda tocar, sé que está a mi lado. Mirar es una manera de tocar, parece decir mientras la observo, cada vez con mayor detención. Si quieres tocarme puedes mirar, me dice de nuevo, sin mover un sólo músculo del rostro. Recordar es una manera de mirar, le contesto, intentando ser amable, y le sonrío. Imaginar es una manera de recordar, me digo, intentando recuperar el ánimo perdido.
Lanzo los dados y los dejo sobre la mesa para que mi amiga los observe[1]. La conversación distante que mantenemos se ve interrumpida por el ruido de un teléfono. Las caricias desaparecen y la visión se reduce a un recuerdo. De tanto en tanto, una luz muy blanca ilumina los sincopados y leves ritmos de los que participan de la jugada. Un haz delgado y breve que no satisface a los demás. El partido es observado desde una galería de espejos, imposibles de describir.
Historias de fantasmas, de hadas, de seres literarios y héroes justicieros. Todos observan la televisión, con la secreta finalidad de observar el relato aquél del indio corriendo y deshaciéndose en imágenes fragmentadas y dolorosas, por entre los árboles del bosque.
[1] Éste es el famoso golpe de dados que usó el viejo Eliot, cansado y borracho, en su pequeña cabaña de las montañas. Su primer tiro, un par de tres. Lanza el dos sobrante, dos nuevamente. Es el turno de su contrincante. Eliot ha realizado un mal golpe y lo sabe. Su contendor sonríe. Se siente ganador de los 30 dólares que hay en juego... Primer lanzamiento, un par de dos. Toma el cuatro sobrante y lo lanza, cinco. Y Eliot, con una calma y parsimonia dignas de su condición y talento, recoge los billetes y monedas. Estrecha la mano de su rival y llama a su ayudante, a quien le encarga dos botellas del mejor vino que pueda encontrar en la ciudad. Ahora sí podremos obtener la distancia necesaria, dice con voz lo suficientemente alta como para ser oído por su amigo.
en El frío atardecer de los reptiles, 2001