Al amanecer desperté sobresaltado con una alharaca en el edificio. Unos encapuchados se colaron a mi departamento, apuntando al mayordomo con metralletas. Me aprehendieron, me amarraron por las muñecas y cubriéndome con un saco hasta los hombros me introdujeron a un vehículo donde esperaban dos individuos. Prisioneros-pensé- sin dirigirles palabra, pues un guardia nos custodiaba.
Rodamos un rato, quizás fuera de la ciudad. Luego dejaron de escucharse ruidos de movilización, pero a la hora volvió el ruido del suburbio. El vehículo se detuvo y nos obligaron a descender a golpes y a culatazos. Entramos a una casa. Me sacaron el capuchón. En la sala encortinada había dos mesas largas. Ante una de ellas sentada en una silla, una mujer desnuda. Enfrente suyo un encapuchado la interrogaba. Me hicieron sentarme junto a la mesa gemela y de inmediato lo siguió otro encapuchado con dos hoyos abiertos a la altura de los ojos.
Mejor me largas en el acto donde guardas las armas y los nombres de tus amigos. Nadie lo sabrá y te concederemos la libertad-. El trato amable, educado, la voz persuasiva. En verdad ignoraba a qué armas se refería. Podrían matarme, pero yo no tenía nada que declarar. Se lo dije. Cambió el tono de voz, llamó a un tercer encapuchado. -¡Ablándalo!-, le ordenó.
El ablandamiento consistió en castigarme con los puños, abrirme las piernas y propinarme patadas en los testículos y rodillazos en el estómago.
Más tarde me sumergieron la cabeza dentro de un barril con inmundicias hasta que comencé a asfixiarme, entonces me la levantaban unos segundos para respirar y enseguida me la hundían. Imposible resistir más, me sentía ahogado, mareado. Vomité cuanto contenía en el estómago. Quedé con la ropa mojada, agria, sucia, me produjo asco y compasión mi deplorable estado y lloré de rabia e impotencia.
Me pasaron a la sala contigua donde estaba la misma mujer, siempre desnuda, sentada y atada a una silla. Igual cosa realizaron conmigo aunque me dejaron vestido con las manos atadas a mi espalda. Luego me vendaron la vista. Casi enseguida comenzó a entrar gente a la sala. Sentí caer la silla de la mujer que arrastraban. Empezaron a violar a la mujer que se hallaba al extremo de la pieza.
-¡No, noooo! -gritaba ella, en medio de llanto, angustia, desesperación. -¡Nooo! -y se oía cómo se deslizaba por el suelo escabulléndose, el crujidero de tablas, la lucha cuerpo a cuerpo, el jadeo de los hombres, el aullido de placer, la voz estrangulada, los golpes, las cachuchas, la voz brava y sonora de mando, colérica, altiva, el látigo, la flagelación, el ahogo. Sin duda varios la violentaban, pues a ratos se le encontraba la voz y escuchaban sus quejidos sofocados. Algún valiente le tendría el pene dentro de la boca impidiéndole respirar, y le fornicaba un tercero. El piso de la sala se remecía entre gritos desgarrados, resoplidos de bestias, patadas y brincos. A juzgar por el entusiasmo parecían vigorosos jóvenes en un campeonato de rugby. Una vez terminada la sesión violatoria de diez hombres por lo menos, la mujer quedó exhausta, sollozando con alaridos de humillación y de congoja que comencé a consolarla, a musitarle muy despacio para tranquilizarla, para acallar o aliviar en parte la crueldad. Lloraba y repetía histérica -¡Qué horrible! ¡Qué horrible! ¡Qué horrible Dios mío!- Deseaba acercarme a ella, tendiéndole la mano, acariciar su rostro, ordenar su cabello, darle ternura, poderla defender de aquel maltrato y comencé a balancear mi silla hacia delante y atrás hasta tumbarla. Mediante un movimiento continuo de mi cuerpo logré aproximarme.
-Linda, linda, amada, compañera, amor mío, ten valor, paloma mía, serénate...-algo así le murmuraba para consolarla, ignoro por qué le parloteaba de ese modo, pero mis palabras brotaban espontáneas, y mientas más hablaba la mujer gemía y se lamentaba tan desgarradoramente que en muchos instantes me pillé quejándome y aún ahora al recordarla me siento destrozado.
-Jamás he mentido- me confesó.
- Yo no sé nada de lo que me preguntaban. Te juro por Dios. Soy inocente. Por Dios lo juro- repetía con pasión, esforzándose por convencerme de su pureza como si yo la enjuiciara.
-Ya lo sé. Se nota por tu lenguaje. A ninguna agrupación política perteneces, pero
se empeñan en descubrir focos de subversión inexistentes. Necesitan prolongar el estado de terror y justificar las medidas arbitrarias.
-Así parece- admitió la triste niña-. Me muero de frío. –Los dientes le castañeteaban.
-Relájate. Suelta los hombros. Ponte de espaldas y deja de tiritar. Verás como te recuperas. Piensa en el calor.
-Estoy cansada, tan... adolorida, Dios mío, que cosa más espantosa me han hecho.
-Olvídate. No pienses más en ello. Piensa que yo te acompaño, aunque impotente soporto tu sufrimiento sin poder cooperar, ¡cómo pudiera ayudarte, tenderte la mano, tocar tu rostro! ¡Abrigarte, transmitirte ternura! Trata de dormir, eso te aliviará.
-¿Tú crees que lo lograré? – sollozó aún más todavía y nuevamente reiniciamos la conversación.
-¿A ti te torturaron?-.Se lo conté. Ella, muda, me escuchaba.
-Me sale sangre y ni siquiera me dejaron un pañuelo para limpiarme.
-Ve si aún conserve el mío en mi bolsillo.
Escuché como se deslizaba en el piso y llegaba hasta mi silla. Me levantó el capuchón, me toco la cara con los dedos y me miró con sus dulces ojos color miel. Era rubia y pálida, con un cabello desordenado y largo, la cara machucada, un ojo violáceo y su cuerpo se notaba magullado a pesar que mi postura me impedía contemplarla entera.
-¿Deseas que te levante la silla o que te desate las amarras?
-Déjame así, porque después te castigaron si me ayudas. Acuéstate cerca de mi –le rogué-. Eres muy hermosa, tienes unos ojos preciosos.
-¿Tú crees?- murmuró en un suspiro.
Se notaba fina y frágil como una adolescente y en ese suspiro comprendí que el cansancio y el sueño la vencían.
Me quedé dormido y de pronto me desperté asustado.
-Compañera..., compañera... -La llamé, y ninguna respuesta acudió a mis oídos, pero, afinándoles en exceso, escuché un desacompasado resuello de quien duerme en estado febril e intranquilo. Reanudé el sueño pese a la posición absurda de mi cuerpo, mis manos atadas a la espalda, la cabeza cubierta y sentado en una silla, me encontraba agotado.
Poco duró ese descanso pues a las escasas horas llegaron los encapuchados y se llevaron a la mujer y a los pocos minutos vinieron por mí. Me soltaron y pude ponerme de pie lo que constituyó un suplicio, tales eran los quebrantos de mi estropeada columna dorsal, sobre todo la cola resultaba la parte más lesionada y sensible de mi fatigado organismo. Me sacaron el capuchón, la luz me encandiló. Por último descubrí dos muchachos sin antifaz, jóvenes, rubios, atléticos. Me condujeron a una sala vacía con sólo cortinas de tul en las ventanas y a un costado de la pieza colgaba una caja de dos metros de alto por igual medica en el ancho y en el largo, con una puerta: “La cabina infernal”.
-¿Has reflexionado? ¿Deseas decir algo?
Alcé mis hombros en señala negativa.
-Conforme- dijo-. Entonces tú también entras y efectuó una reverencia a lo Luis XV. Al abrirse la puerta de la cabina encontré en un rincón a mi chiquilla desnuda. De inmediato nos abrazamos empavorecidos de zozobra. Es indescriptible lo que se siente en esos momentos.
-Nos aplicarán electricidad- le anuncié.
-¡Qué horror!-gritó aferrándose a mí.
Alcancé a deslizar mis manos por su rostro crispado en un intento de transmitirle
valor y en ese segundo las placas metálicas que forraban la cámara comenzaron a emitir vibraciones y descargas eléctricas que nos lanzaron lejos uno del otro. Topábamos el techo, las paredes, el piso, como acróbatas permanentes. Una sensación de locura superdominante, vértigo, relámpagos que traspasaban, borrachera de demonios en la sangre que arrastra toda tu personalidad y te convierte en un superviviente sumiso, vencido. Me sangraban atrozmente los oídos, todo el cuerpo me dolía y la muchacha gritaba y gritaba. Suplicaba. Yo aguantaba con esfuerzo las ganas de llorar y gritar porque ella sufría tanto. Dios mío, se me antojaba espantoso su sufrimiento y creí cobarde demostrar el mío, pero hubo un momento inaguantable y también me largué a llorar y a gritar igual que la muchacha.
A ratos interrumpían la electricidad y no concedían tregua, más las bestias se ensañaron con nosotros y volvieron a la carga.
Nunca fueron más horribles los gritos de la niña que en esa prueba. Yo estaba más allá de la desesperación de oírla, de sufrirla, de amarla...De súbito se acallaron sus gritos y vi su cuerpo saltando de un lado a otro, chocándose contra mí.
Cortaron la corriente, abrieron la puerta. Yo era una piltrafa. Ella, quieta sobre el piso, ni siquiera abrió los ojos. El encapuchado se aproximó a ella y la movió. Me di cuenta que no reaccionaba. Me acerqué a ella, la toqué y comprendí. Entró el médico vestido de delantal blanco con el estetoscopio colgado de su cuello: le auscultó el corazón.
-¿Ven lo que pasa? Ya les he advertido, se les pasó la mano: la mataron.
-Sale- me dijeron.
Aterrado, me arrastré fuera de la cabina.
-Debemos vestirla.
-Sácala de ahí- me ordenaron.
Apenas podía caminar, tampoco aceptaba que ellos la tocasen. Hice un esfuerzo sobrehumano y logré a tirones sacarla del horroroso lugar.
-Y Ahora: ¡vístela!-. Me arrojaron un bulto de ropa.
Tomé el atado: eran los hábitos de una monja.
en Dadme el derecho a existir, 1985