Sobre Yo ya, de Martín Cinzano
Yo
ya, de
Martín Cinzano, es nostalgia en estado puro y árido, que vaga por las calles
del DF. Es también una especie brisa previa en la tragedia, la niebla que lo envuelve
de camino al cine para ver un film de Lynch. Como un viaje cotidiano y
omnipoderoso —que pretende todo lo contrario—, hay sol y madrugada en una
ciudad que lo devora todo. Una mirada que recorre las escenas tras beber y
navegar con cierto esmero. Es algo imperturbable, algo humeante, es la cercanía
y lo breve en una memoria cercana al fin del intangible.
Sobre el pasamano de una
escalera que da a la calle, su mano se adhiere al instante y sentimiento en una
urbe que avanza, alcanza y abraza a moros y cristianos, como una luz de bengala
que, tras un serpenteante vuelo, nos muestra un horario y una calle sin
retornos. Porque el Distrito Federal y sus polis son ese conjunto, son hoteles
sin ventanas, trozos del tiempo en los que se arman héroes y desamores, siempre
intentando llegar al punto cero que cierre el espectáculo del día en esta
ciudad vestida de carteles.
Sobre estas avenidas y estas
noches mexicanas, se escribirán muertes y colores inmortales con los cuales se
fotografiará el tiempo envuelto en traiciones, a sí mismo, de la vida a la
joven de Valdivia —que ya no es tan joven—, a una prostituta en un hotel barato,
al policía inexistente... Son el encanto y el paisaje lento con el cual se
construyen nuestros sueños, los sueños de un hombre a-feliz que ya no huye ni
se encuentra, no precipita ni da tumbos.
Por costumbre, más que
convencimiento, va de una taquería al fallecimiento del dictador de apellido Pinochet,
donde el aceite y el olvido, te hacen saltar del asiento porque el hambre nunca espera. Luego
se acomoda y ve pasar otros universos. En estos, los políticos, como la
arquitectura, conforman ese espacio tóxico que se hace detestable desconociendo
banderas o el meridiano sobre el cual se pise. Por esto es que bebe hasta el
insomnio, hasta la siguiente mañana vacilante: Yo ya… Y luego dispara: “Al proletario que lo salve la chingada
madre”, consciente de una simple verdad, que raras veces tiene algo de simple,
nos conduce al discurso de Macchiavello que agrega: “somos un pretexto
reemplazable, un accidente subsanable”.
La decepción que nos
conduce a lo humano, nos muestra amigos y paseantes que han partido para no
regresar. Hegel se esconde y la mujer de su vida sueña por los dos una noche
cualquiera, porque la vida es perra… y Dostoievski entiende.
Yo lo sé.
Cinzano también lo sabe:
“Las palabras no tienen amargura”.
San
Clemente, julio de 2016
Yo ya, de Martín Cinzano
G0 Ediciones
Santiago de Chile, 2016