Sobre Los Arlequines, de Ariel Rioseco
En el inicio estaba la tierra desordenada y vacía. En
el final, suponiendo que éste sea el momento final, también. De tanto orden, ir
y venir, de tanto completar y rellenar espacios (de ignorancia, primero, de
especificidad, después), se ha dado una vuelta completa. Se ha terminado un
ciclo, como varias veces ha ocurrido en la historia del hombre y la mujer. Esta
vez somos protagonistas privilegiados de la historia que se repite y replica a
sí misma, una y otra vez, en una reverberación tan turbulenta como improbable.
Estos versos de Arlequines,
ángeles caídos, héroes en desgracia, verdaderos dioses de la oscuridad, envueltos
en innumerables virtudes públicas y vicios privados, representan el momento
histórico referido, un paradigma que ya no resulta más, por gastado, por
insulso, porque ha dejado de ser creíble. Tanto así, que vemos en la gran
pantalla guerras épicas entre humoristas, superhéroes que batallan entre sí, crossovers maniáticos o delirantes:
Superman se reencuentra con el Hombre Araña, quien, a su vez, bebe a destajo
por las calles de Santiago. Próceres de la televisión muestran culpas y
adicciones sin pudor.
Hemos cruzado aquella línea, definitivamente… la del
espectador, la del lector, la del autor. Estamos en pleno fuego cruzado y no
queda más que batallar, escribir un guion altanero y arcaico. O narrar de
izquierda a derecha, sin temor a repetirse ni a caer en el exceso. Porque el
exceso es ridículo, divertido y trágico a la vez.
He aquí uno de los valores de esta propuesta…
Representa el oscuro momento de esta batalla discursiva: postmoderno y moderno,
revolucionario y reaccionario (“¿Hay algo más conservador que la constatación
de un gesto revolucionario?”), ilustrativo y oscuro, alegre y pesimista, pop y
punk… Un claroscuro permanente. Un juego que no solo deja de ser jugado, también
deja de ser juzgado, por impropio, porque el juicio ya cambió de posición, de
juez; incluso de certeza, o de verdad.
No hay más que el cambio permanente al acostumbramiento.
Un designio actual, evidente, fijo en el tiempo, en el caos. Arlequines que
visitan, manipulan, entristecen, avergüenzan, patetizan el discurso. Un texto que se inscribe en la tradición histórica
de la provocación. Tradición que de tanto provocar, se aminora y acomoda en el
sillón, frente a la TV, se transforma en espectador crítico de una realidad
vacía de mentiras y posturas. El superhéroe se hace cotidiano, se lo conoce,
por fin, sin la máscara. Se emborracha, instalado en la mesa de al lado. Vecino
de departamento. Compañero de banco en la universidad, en el metro, en la
plaza, mientras tira migas a cochinos pájaros que no vuelan, que no pican, que
no comen...
Los Arlequines
Ariel Rioseco
G0 Ediciones, 2016