24/8/17

Tomas del desencanto, por Martín Cinzano



 

Sobre Refugio, Antología (2009-2017) de Gladys González Solís
Mantra Edixxxiones, Ciudad de México, 2017
Ilustraciones de Jacome Alejandro


Un solo y duro poema de versos cortos parece, en ocasiones, la poesía de la chilena Gladys González, cuyo Refugio es el nuevo título de Mantra Edixxxiones. Se trata de una antología que abarca poemas de Aire quemado (2009), Hospicio (2011) y Calamina (2014), más dos textos hasta ahora no incluidos en libro: “Un bar vacío” y “Refugio”. Duro y único poema, decimos, por las zonas de vecindad comunicante que en estos y otros textos (como los de la antología Pequeñas cosas, 2015) se revelan al modo de secuencias consecutivas muy nítidas, especialmente en el tratamiento de imágenes que se adentran en el abandono: “paredes blancas / de una casa hipotecada / libros en el suelo / cuentas por vencer sobre el sillón” (“Insomnio”). En esa línea de indagaciones, Refugio se deja recorrer por un voyerismo versátil como el de una cámara que por fin penetra, a tientas, en un país bombardeado, y así, deteniéndose además en esas “habitaciones” o “pequeños espacios del dolor”, convierte este breve conjunto de poemas seleccionados en un hiperestésico objeto contundente y, a ratos, cortopunzante. 

Pero hay otro nivel, más intimista quizá, donde el registro visual de los espacios catastrados es tentado por la inminencia del abismo personal, por ese “momento de decidir / continuar bebiendo / o dejar / el instante eterno de la borrachera” (“Refugio”). El minuto de lucidez: ese vacío que se abre en el centro de la fiesta, como decía Roberto Juarroz, en tanto momento decisivo en el que o se esquiva la ebriedad, o se procrastina, otra vez, la mesura. “Sólo un alcohólico podía alcanzar esa sobriedad”, escribió Gilles Deleuze sobre Jack Kerouac, y “Última noche”, el poema más extenso de Refugio, en ese aspecto hace alarde de un rechazo categórico mediante la puntillosa interpelación hacia otro —m(uch)acho al que se mantiene a raya— mientras se bebe en ese bar eterno, que junto a los hoteles sucios y las camas rotas figura como uno de los espacios tensos predilectos de esta poesía: “yo soy un monstruo / y esta selva / de boxeadores viejos / es mi jardín secreto / y mi familia”. El bar de Gladys González es ese lugar (de lo) esquivo habitado por congregaciones difusas —siempre iguales, como las ciudades— sin más proyecto discursivo que el de permanecer en la simulación de un intercambio espinoso. Pero el resto, el afuera, la luz del día cegadora al salir del bar y los días venideros en esa distancia de la resaca temblorosa que lo fractura todo, se ancla en la experiencia de la exclusión, en “los gestos del desencanto”, en “la escena / de la más completa indefensión” (“Insomnio”).

Ahora bien; si la lectura de Refugio se deja llevar por estas tomas del desencanto en las que se enfocan con ojo herido, también, colchones viejos, ventanas rotas, galpones y bolsillos vacíos (“este no es el paraíso ni el anteparaíso”, se leía de entrada, como una poética, en Gran Avenida de 2005) es porque el refugio opaco del oficio, con todo, puede refulgir aún por un misterio: “lo que escribo / parecen retazos de algo desconocido / que pretendo intuir / dibujando en el vaho de mi reflejo / que va atravesando / en medio de la noche / los túneles iluminados de la ciudad” (“Habitaciones”). Es una lectura que probablemente se detiene gustosa en lo superficial, pero los poemas de la presente antología, con valentía, también lo son, en el sentido en que Nietzsche decía de los griegos: “eran superficiales, —¡por ser profundos!”.