18/10/19

Muertes heroicas y sin resonancia, por Roberto Contreras






Sobre Diario de la peste, de Manuel Illanes

La poesía de Manuel Illanes (Santiago de Chile, 1979) instala una necesidad que, en cada una de sus apuestas, define una aproximación ya no sólo como búsqueda, sino más bien al modo de una ruta que consigue, desde mi perspectiva, asegurar una manera de abordar, bajo ciertas variantes, la realidad latinoamericana hoy.

En sus anteriores publicaciones revisadas, Crónicas de Tollan; Memorias del inframundo y Paraíso Inc., se perfila una mezcla de bitácora, canción agorera y obituario, pues hace un recuento de momentos, unos delicados y pulcros, otros desenfadados y tóxicos, de lo que le ha tocado vivir y, por qué no decirlo, sobrevivir en sus viajes de un punto a otro de América. No intento despachar aquí su biografía, pero salven estas líneas como una aclaración, para decir que Manuel Illanes dejó hace algunos años el Chile de la posdictadura con las consignas del neoliberalismo más salvaje, para recabar en México, suponemos tras el sueño sudaca de la revolución cultural de un suelo azteca que, mal que pese a sus coetáneos, se distingue con creces de lo que pasa y deja de pasar a orillas del Pacífico en esos afanes.

Su viaje, como un éxodo, contiene todos los resabios de un autoexilio, donde más que primar el desarraigo, persiste la porfía de quien no quiere regresar.

Los poemas de Ilanes, más que proponer una simple mirada, como advertía o quise describir de manera resuelta antes, ofrecen abarcar la desolación, lo que dicho de otro modo sería: cierta cuota de desesperación en busca de cierta lucidez. No hay lucidez sin esperanza y no hay esperanza sin la locura que condicione esa cordura. Entonces el puente que une esas constantes no es otro que lo que emerge de la violencia. Ese código, toda la sangre, el ADN que nutre este continente. Y esta es, en suma, la lacra que denuncia su más reciente libro, Diario de la peste (G0 Ediciones, Chile, 2019).

Puesto en este punto, queda claro que el libro ya había venido anunciándose en algunas de sus anteriores entregas, con que lo que me queda relevar su último apartado: “Ciudad Lumpen”, cuya resonancia permite repasar, de ida y de vuelta, sus mejores pasajes que en clave de crónica o prosa poética, detallan la mirada que arriba calificaba como acopio de la violencia, visto como vaso comunicante de un ahora a través de los modelos de acción que traspasan su escritura. Selecciono sin títulos algunos versos del libro:

“La pupila es un azar, una marea/ que se concreta en imágenes/ como polaroids desechadas por el tiempo” (p. 13). “Imágenes, materias desbocadas, /pavesas que removemos/ para reanimar el fuego: es un pez, es un pez el poema/ que desciende huidizo/ por el arroyo del tiempo” (p. 15). “Porque la poesía/ no es sino el fraseo del vértigo/ que se tartamudea en la soledad/ de habitaciones baratas, / vastos exilios, / titilaciones lejanas de una Ítaca tropical” (p. 22). “La herrumbre de las puertas dice más de cada corazón que nuestras propias palabras” (p. 53). “La peste ascendía entre colinas humeantes y la cuchillada fétida de los canales de excremento. Atravesadas sobre barrancas colmadas de cadáveres las casas. En las calles el calor del infierno” (p. 29). “Se trata de murmullos y silbidos/ a las afueras de los cafés, / la invisible presencia de asaltantes/ que no podemos adivinar” (p. 45). “Un hombre encorvado barre fragmentos de vidrio y hojas, disimula una nube de sangre” (p. 52). “El niño tiene ahora el filo de la muerte” (p. 60). “¿Boyas arrastradas/ hacia el Mar de la Paranoia, el Mar / de la Cesantía, el Mar de la Dispersión? / ¿Leña para quemar la fogata/ de la pedofilia, la prostitución, las argucias/ y sofismas con que seduce el poderoso?” (p. 36). “El tiempo comienza a bombear/ de nuevo por las arterias, circula a toda velocidad hacia Ciudad Lumpen/ por llameantes autopistas” (p. 37). “Ciudad Lumpen es una versión cada vez más refinada del infierno” (p. 59). “- Hoy es más barato estar muerto que vivo” (p. 75).

Diario de la peste, es un paseo que se desliza sobre un abismo, tan cotidiano como ancestral, ya que es esa resonancia de una posmodernidad fracturada, que desmitifica las escenas cotidianas, la que tiñe aún más su profanación incomunicativa y desolada, para evidenciar su verdadero pánico: no ser lo que se quiere, aceptando con dolor, ser lo que se puede.

Para cerrar, una última cita del poema “Blackout”:

            “Disimular el desconcierto
            es un arte que se maneja
            aquí entre conversaciones
            casuales y comentarios fútiles,
            pero la leve vibración
            de las entonaciones
            descubre al dios del miedo,
            como a una estatua
            agazapada que pierde
            sin aviso sus vestiduras”.



Cuaderno de viaje, Santiago de Chile,
22 de julio de 2019