6/3/23

Itinerario, por Lucia Berlin





¿Había ya entonces aviones a reacción? DC-6 de Santiago a Lima. De Lima a Panamá. Una larga noche desde Panamá hasta Miami, el océano rutilante. Antes habíamos hecho siempre el viaje en barco, de Valparaíso a Nueva York. Más de un mes de travesía. No era solo la belleza del paisaje sino cruzar océanos y continentes y estaciones… Una forma de comprender la inmensidad.

 

Era mi primer viaje en avión, y mi primer viaje sola. Me marchaba de Chile para estudiar en la universidad en Nuevo México. Ir sola era lo que le daba tanto glamur. Gafas oscuras y tacones. Maletas de piel de cerdo de Bariloche, un regalo de graduación. Todo el mundo vino al aeropuerto a despedirme. Bueno, mi padre no, no pudo escaparse, pero incluso mi madre y todas mis amigas. Todos estaban hablando y riendo excepto Conchi, Quena y yo, que llorábamos. Habíamos hecho cápsulas de tiempo. Cartas que abriríamos al cabo de treinta años, con promesas de amistad y predicciones de nuestro futuro. Bastante acertadas. Las dos se casaron con quienes pensaban que se iban a casar y les pusieron a sus cuatro o cinco hijos los nombres que dijeron que les pondrían. Boris María, Xavier Antonio. Pero tanto Quena como Conchi murieron en la revolución, años antes de la fecha en que debíamos abrir la carta. Las predicciones conmigo no dieron una. También yo me casé y tuve hijos, cuando se suponía que iba a ser soltera, periodista, que viviría en un piso sin ascensor de Manhattan. Ahora sí vivo sola en un piso sin ascensor.

 

Fue emocionante embarcar en el avión, todo el mundo saludando con la mano desde el mirador. Nos abrochamos los cinturones y escuchamos al auxiliar de vuelo. El avión fue hasta la pista y entonces se detuvo, durante mucho rato. Calor. Es verano en Chile en diciembre. Había algún problema; el avión volvió al aeropuerto para una hora de espera.

 

Todos se habían ido; el vestíbulo estaba desierto. Un anciano empujaba un trapo con un palo, fregando. Alcancé a ver a mi madre en el bar entre varios compatriotas del avión. Me acerqué hasta la puerta y me vio, pareció sorprendida y miró hacia otra parte, como si no estuviera. Ella es así, no ve lo que no quiere, aunque en realidad vea todo lo que pasa, más que la mayoría de la gente. Una vez me confesó una «bellaquería» de lo más ruin que había hecho. Fue en la mina de Sunshine, en Idaho, cuando yo era pequeña. Mi madre odiaba aquella mina, hasta el último poblado minero de los muchos en que vivimos, odiaba a las mujeres «ordinarias» y sus casas chapuceras. Nosotros también vivíamos en cabañas recubiertas de tela asfáltica y con estufas de leña, pero no se daba cuenta. Llevaba un abrigo de lana con cuello de pieles, zorros de ojos vidriosos. Sombreros con plumas azules. Ninguna de las mujeres sabía jugar al bridge como es debido. Pero ese día estaban jugando y en el saloncito hacía calor. Había ridículas decoraciones de Halloween. Festones de crespón naranja y negro, linternas de calabaza. Las mujeres hablaban de cocina y de recetas. «Las dos últimas cosas de las que querría oír hablar en la vida.» Mi madre levantó la vista de las cartas y vio que una linterna había prendido fuego a una cortina. Empezaron a subir las llamas. Ella se limitó a mirar de nuevo sus cartas y dijo: «Cuatro sin triunfo». Finalmente, el fuego se descontroló por completo y las mujeres huyeron y se quedaron fuera bajo la lluvia hasta que llegó el camión de bomberos de la mina. «No sabes hasta qué punto de desesperación me aburría».

 

Despegar y ver Santiago desde el aire fue espléndido. La cordillera estaba en la punta de las alas, podías ver el destello de la nieve. Cielo azul. Giramos para sobrevolar Santiago y poner rumbo al Pacífico. Vi mi colegio y la rosaleda. El cerro de Santa Lucía. Nunca se me había ocurrido que querría volver a casa.

 

Ingeborg, la secretaria de mi padre en Lima, supuestamente iría a buscarme al aeropuerto. Deseé que no la hubiera molestado. Siempre andaba liado haciendo planes, listas. Objetivos y prioridades. Horarios e itinerarios. En mi bolso llevaba una lista de toda la gente que iba a recibirme en las escalas del viaje, sus números de teléfono por si me perdía, el número de las embajadas, etcétera. A mí me daba pavor quedar con esa secretaria, pasar tres horas con ella. Su secretaria de Santiago llevaba el pelo en una redecilla, en casa tenía a su madre ciega y un hijo retrasado que cada noche la esperaban hasta que volvía, en dos autobuses, de pie probablemente, al salir del trabajo a las seis y media. Aun así, resultó que cuando Ingeborg no vino al aeropuerto me asusté, no me sentí para nada una viajera sofisticada. Llamé al número de mi lista y una mujer con acento español de Europa me dijo que tomara un taxi a Cairo 22. Chao.

 

En Lima los suburbios eran tan inmundos y desolados como en Santiago. Kilómetros y kilómetros de chabolas hechas con cartones y bidones metálicos, tejados de latas aplastadas. Sin embargo, en Chile están los Andes y el cielo azul e instintivamente levantas la mirada, por encima de la fetidez y la miseria. En Perú las nubes se ciernen bajas, lúgubres y húmedas. La llovizna se mezcla con las míseras fogatas. Un trayecto largo y gris hasta el centro.

 

Una cosa que aún me gusta en Estados Unidos son las ventanas. Que nadie corre las cortinas. Pasear por los barrios. Dentro la gente está comiendo, viendo la televisión. Un gato en el respaldo de un sillón. En Sudamérica hay muros altos rematados con vidrios rotos. Tapias viejas que se caen a pedazos con portezuelas desvencijadas. En la puerta de Cairo 22 había un tirador de macramé raído y lleno de nudos para llamar al timbre. Abrió una anciana quechua con pinta de bruja. Llevaba las piernas envueltas en andrajos empapados de orina para los sabañones. Se echó atrás y me hizo pasar a un patio de ladrillo con una fuente de azulejos. Jaulas de pinzones y canarios. Rosas. Parterres de cinerarias, anémonas, nemesias. Era como si de pronto el sol brillara. Las buganvillas se derramaban de todos los muros y trepaban por la escalinata de piedra hasta la sala. Suelos de madera clara con ricas alfombras peruanas. Huacos preincaicos, máscaras. Ramos de nardos y cuencos de gardenias, narcóticos, empalagosos. ¿Mi padre habría estado ahí alguna vez? Odiaba los olores.

La doña estaba en la ducha. La doncella me trajo una agüita en un pocillo. Me senté como una buena chica, pero parecía que la tal Ingeborg nunca fuera a aparecer, así que me levanté y empecé a curiosear. Un jarrón chino azul, un clavicémbalo. Un escritorio de madera antiguo. Encima había una fotografía de una pareja de ancianos vestidos de negro, ambos con bastones negros. Árboles desnudos y nieve de fondo. Un retrato desvanecido de un crío rubio junto a un galgo ruso. Había una fotografía en color de mi padre, ampliada, en un marco de plata. Con su poncho oaxaqueño y un gran sombrero. Llevaba abierta la camisa, una camisa rosada que yo nunca le había visto. Estaba sonriendo. Riéndose. Detrás había ruinas, los Andes, un espléndido cielo azul. Volví a sentarme. La cucharita tintineó en el pocillo.

 

Ingeborg apareció con una bata blanca, entreabierta, mostrando unas piernas largas y bronceadas. Llevaba el pelo rubio recogido en una trenza que le caía por la espalda. Una vaharada de perfume que ahora sé que era L’Interdit. Arrebatadora.

 

–Dios, menos mal que tu avión se retrasó, o jamás habría llegado. Aunque supongo que no puedo presumir de puntualidad, ¿verdad? Pero te pondré un buen almuerzo de todos modos y te pagaré el taxi de vuelta. No te pareces en nada a él. ¿Saliste más a tu madre?

–Sí.

–¿Es bonita? ¿Está enferma?

–Sí.

–¿Tienes hambre? Por lo menos la comida sí estará lista a tiempo. Perdóname por no llevarte al aeropuerto. Pero Eduardo –(¿Eduardo?, ¿mi padre, Ed?)– me pidió que sobre todo te diera de comer y me encargara de que no te sintieras sola. Aunque no creo que seas de las que se sienten solas. Llevas un traje espectacular. Por cómo me habló de ti esperaba a una chiquilla, una cría que querría dibujar, o molestar a mis pájaros.

 

Me reí.

 

–Yo esperaba a una señora mayor. Con gatos y revistas de National Geographic. ¿Eres sueca?

–Alemana. ¿No sabes nada de mí? Bueno, típico de él. Odio los gatos. Creo que hay un National Geographic por aquí en alguna parte. Con uno basta, son todos exactamente iguales.

–¿Cuándo se tomó esta foto, la del escritorio? –mi voz sonó severa, sentenciosa, como la de mi padre.

 

Ella entornó los ojos mientras la observaba.

 

–Ah, fue hace años, en Machu Picchu. Un día divino. ¿No se le ve… feliz?

–Sí.

 

Sirvieron el almuerzo en una terraza sobre el jardín. Ceviche. Sopa de acedera, con una clemátide morada en el centro. Empanadas y chayote. Ella tomó solo la sopa, bebió gin-tonic mientras yo comía, y siguió haciéndome preguntas. ¿Tienes novio? ¿Qué hace Eduardo los sábados? ¿Son italianos los zapatos que llevas? Eso es lo peor de Lima…, que no hay zapatos decentes y que no brilla el sol. ¿Qué estudiarás? ¿De qué hablan tus padres cuando están juntos? ¿Café?

 

Avisó para que la doncella me pidiera un taxi. Sonó el teléfono. ¿Bueno?, dijo, y tapó el micrófono con la mano.

 

–Si quieres maquillarte, el cuarto de baño está al final del pasillo.

 

»Perdona, cielo –le dijo a la persona del teléfono. Sonó el timbre, el taxi estaba allí. Tapó otra vez el aparato y me dijo–: Perdona, cariño, pero tengo que atender esta llamada. Ven, dame un beso. ¡Buena suerte! ¡Chao!

 

En el avión de Lima a Panamá me senté al lado de un cura jesuita. Qué ojo tengo. Una opción en apariencia segura y sensata. Resultó que el hombre había sufrido un colapso nervioso después de trabajar en la jungla tres años. Al final el sobrecargo me invitó a sentarme en su cocinita.

 

En Panamá me recibió la señora Kirby. Su esposo era el vicepresidente de la compañía mercante Moore, la naviera con la que la empresa de mi padre transportaba cobre, estaño y plata. Enseguida me di cuenta de que la mujer actuaba por compromiso. Igual que yo. Nos dimos la mano sin quitarnos los guantes. Hacía calor. Íbamos circulando en un Rolls, por la Zona del Canal, en una fotografía descolorida. Todo se veía apagado, las casas, la ropa, la gente. Los jardines cuidados, el césped pajizo. Sombras largas. Una palmera de vez en cuando. Calor. Le pregunté si era verano o invierno. Descolgó el tubo para hablar con el chófer y se lo preguntó. Él dijo que creía que era primavera.

 

–Y bien, ¿te apetecería ver algo en particular? –me preguntó.

 

Dije que me gustaría ver el centro de Ciudad de Panamá. En cuestión de minutos el coche silencioso había pasado una barrera mágica invisible y estábamos en Panamá. Fue como si de pronto conectaran el sonido. ¡Mambo! ¡Qué rico el mambo! Las radios de los coches sonaban a todo volumen; de las tiendas salía música. Puestos callejeros de comida, loros, juguetes, telas llamativas. Mujeres negras con vestidos floreados riendo. Flores por todas partes. Mendigos, niños, perros, tullidos, bicicletas. «Con este recorrido es suficiente», avisó la mujer a su chófer por el tubo, y rápidamente volvimos hacia el silencio pálido del sector estadounidense.

 

La señora Kirby, una tal señorita Tuttle y yo nos pasamos el día jugando a la canasta. O quizá fuese la tarde, hasta que por fin llegó la hora del té. Apenas me dirigieron la palabra. Preguntaron por la salud de mi pobre madre. ¿Es que mi padre en sus viajes se dedicaba a contar por ahí a todo el mundo que mi madre estaba enferma? ¿De veras estaba enferma? Quizá se lo había dicho tanto que lo estaba. Llegó el señor Kirby, en bermudas, con una guayabera empapada en sudor. Venía de jugar al golf.

 

–Así que eres la hija del viejo Ed. La niña de sus ojos, supongo.

 

Un sirviente negro trajo julepes de menta. Nos habíamos trasladado a la galería, con vistas al césped blancuzco, a aves del paraíso mustias.

 

–Así que Ed cree que mandar el mineral en buques chilenos los aplacará, ¿eh? ¿Esa es su jugada?

–¡John! –le chistó la señora Kirby.

 

Vi que estaba bebido.

 

–Si los rojos nacionalizan las minas, la única forma de que mantengamos el control es boicotear el transporte. Ed se lo está poniendo en bandeja, ni más ni menos. Mordiendo la mano que le da de comer, eso seguro. Terco como una mula, tu padre.

–¡John! –chistó de nuevo la esposa–. Por el amor de Dios. ¿Cómo vamos de tiempo?

Insistí en que no me acompañaran al aeropuerto, en que tenía que estudiar para un examen de ingreso. Luego resultó que en realidad había un examen y que debería haber estudiado.

 

La mejor parte de la escala en Panamá fue hablar con el chófer por el tubo acústico. El aeropuerto era un edificio bajo, destartalado, oculto tras bananos, fragantes enredaderas, flores de Jamaica. Otro viejo fregando el suelo con un trapo y un palo. Cayó la noche. Luces azules en la pista. Jungla negra pululante de insectos y pájaros. ¿Qué había querido decir el señor Kirby sobre los buques chilenos? ¿Era mi padre terco como una mula?

 

En Miami era de mañana e invierno. En el aeropuerto las mujeres lucían pieles y sus perros también. Me aterrorizó ver tantos perros. Perritos falderos con el pelo teñido de color melocotón para ir a juego con el pelo de sus dueñas. Uñas pintadas. Botines de cuadros escoceses. Collares de estrás, o tal vez de diamantes. Todo el aeropuerto ladraba. Nada de toallas en el cuarto de baño, sino una máquina que pulsabas y echaba aire caliente. Esperé a mi tía Martha en el mostrador de Panagra. Encontrarme con ella también me daba pavor, llevaba sin verla desde los cinco años. Mi madre decía que era una palurda. Regañaba a mi padre por mandarle dinero a mi tía y a la Nana Proctor, mi bisabuela, que tenía noventa y nueve años y vivía con la tía Martha en una casa adosada de los suburbios de Miami.

 

Al verla quise morir de vergüenza, con todo el esnobismo de una adolescente fatua. Era monstruosamente gorda y tenía bocio, un bocio inmenso en el cuello que casi parecía otra cabeza siamesa. Los médicos han debido de encontrar una cura para el bocio. Cuando yo era pequeña había cientos de personas corriendo por ahí con bocio. La tía Martha tenía el pelo violeta con permanente y unos grandes coloretes rojos en las mejillas. Llevaba un muumuu floreado y me estrujó contra su cuerpo, meciéndome, abrazándome. Quedé envuelta por las vastas flores de Pascua que cubrían sus pechos. Sin querer me aferré a ella, me hundí en ella y en su olor a loción Jergens, a polvos de talco Johnson. Ahogué un sollozo.

 

–¡Mi dulce niña! ¡Qué alegría verte! Pobre criatura, debes de estar hecha puré. Y vas a ir a la universidad… ¡Qué orgullosos estarán en casa! –recogió mi bolso–. No, no, deja que te mime un ratito. Pensé que podríamos almorzar. Nana y yo venimos mucho aquí, a ver los aviones. Además hay buenos sándwiches de pavo en salsa.

 

Nos sentamos en un reservado junto a las cristaleras tintadas que daban a las pistas de aterrizaje. Nos tumbamos, más bien, porque mi tía se apoltronó y me encontré echada encima de ella, como en un diván. Comimos sándwiches de pavo en salsa y luego tarta de cerezas con una bola de helado. Me entró sueño, me recosté en ella y, como un cuento a la hora de dormir, la escuché mientras me explicaba que cuando la abuela contrajo la tuberculosis se mudaron a Texas desde Maine. Después mi abuela y mi abuelo murieron y la Nana Proctor vino a cuidar de Martha y Eddie, mi padre.

 

–Así que el pobre Eddie con doce años se tuvo que poner a trabajar… en los campos de algodón y de melones. Acababa tan cansado que se dormía mientras cenaba, a las tantas de la noche, y le costaba horrores levantarse para ir a la escuela por la mañana. Pero ha trabajado y nos ha mantenido desde entonces. Luego trabajó en las minas, en Madrid y en Silver City, consiguió entrar en la Escuela de Minas de Texas. Ahí es donde conoció a tu madre.

 

¿Cómo era posible que yo no supiese nada de eso?

 

–Nos compró la casa en Miami. Claro que nos costó dejar Marfa, a nuestros amigos y todo, pero él dijo que sería para bien. Cielos, no he parado de darle a la lengua. Mejor vamos yendo a la puerta de embarque.

 

Me dio una cesta con un bordado donde se leía MIAMI BEACH. Dentro había un pequeño diario forrado de raso con un candadito y una llave. Bizcochos de chocolate envueltos en papel de estraza. Me abrazó otra vez.

 

–Come bien, ahora. No te saltes nunca el desayuno y duerme tus horas.

 

Colgada de su cuello, no quería separarme de ella.

 

Un largo vuelo de Miami a Albuquerque. Ya me traían sin cuidado las máscaras de oxígeno y los chalecos salvavidas. Ni me bajé del avión en Houston. Intentaba pensar. ¿De qué hablaban mis padres? Mi padre e Ingeborg. A nadie le resulta fácil imaginar a sus padres haciendo el amor. No era eso. No me lo podía imaginar llevando una camisa rosada. Riendo de aquella manera.

 

Caía el sol mientras sobrevolábamos en círculos Albuquerque. La sierra de Sandía y la inmensidad del desierto pedregoso eran de un intenso color coral. Me sentí mayor. No adulta, sino como ahora me siento. Sabiendo que había tanto que no veía o no comprendía, y ahora es demasiado tarde. El aire en Nuevo México era limpio y frío. Nadie vino a recibirme.

 

 

 

en Una noche en el paraíso, 2018