15/1/24

Aportes, por Reinaldo Arenas





            Carlos Marx

no tuvo nunca sin saberlo una grabadora

estratégicamente colocada en su sitio más íntimo.

      Nadie lo espió desde la acera de enfrente

mientras a sus anchas garrapateaba pliegos y más pliegos.

Pudo incluso darse el lujo heroico de maquinar pausadamente

contra el sistema imperante.

 

            Carlos Marx

no conoció la retractación obligatoria,

no tuvo por qué sospechar que su mejor amigo

podría ser un policía,

ni, mucho menos, tuvo que convertirse en policía.

La precola para la cola que nos da derecho a seguir en la cola

donde finalmente lo que había eran repuestos para

presillas («¡Y ya se acabaron, compañero!»)

le fue también desconocida.

 

      Que yo sepa

no sufrió un código que lo obligase a pelarse al rape

o a extirpar su antihigiénica barba.

Su época no lo conminó a esconder sus manuscritos

de la mirada de Engels.

(Por otra parte, la amistad de estos dos hombres

nunca fue «preocupación moral» para el Estado).

      Si alguna vez llevó a una mujer a su habitación

no tuvo que guardar los papeles bajo la colchoneta y,

por cautela política,

hacerle, mientras la acariciaba, la apología al Zar de Rusia

o al Imperio Austrohúngaro.

 

            Carlos Marx

escribió lo que pensó,

pudo entrar y salir de su país,

                        soñó, meditó, habló, tramó, trabajó y luchó

contra el partido o la fuerza oficial imperante en su época.

 

      Todo eso que Carlos Marx pudo hacer pertenece ya

a nuestra prehistoria.

Sus aportes a la época contemporánea han sido inmensos.

 

 

La Habana, junio de 1969

 

 

 

en Inferno. Poesía Completa, 2001