18/12/23

Perder el tiempo, por Rodrigo Severin





Es una contradicción en los términos. Entre otras ra­zones, porque el tiempo no se crea ni se destruye, tal y como lo percibimos. Quizás hubo una creación, un big bang, pero ese no es el punto. Al menos no el punto de partida para estas vagas ideas, pues el tiempo “está dado”, constituye una dimensión que nos fija unos límites claros desde que sabemos que tenemos los días contados.

 

Ahora que mis momentos me llevan desorien­tado hacia la próxima estación, el próximo puerto o estadio, me replanteo el sentido de este viaje. ¿Será un corto episodio enfocado a la prosecución de utili­dades? ¿Será uno largo? ¿Voy conscientemente per­siguiendo un ocio infructífero? Más aun: ¿se puede calibrar la utilidad del ocio, si acaso la tiene? 

 

Proust, por ejemplo, enfrentó estos dilemas, imagino, cuando le llegó la hora de escribir su ilustrí­simo En busca del tiempo perdido, en sus últimos años, luego de haber vivido una vida disipada. La sola fac­tura de la obra maestra contradice la absurda acción que nos sugiere su título, la de buscar en los mean­dros de la nada los frágiles objetos de la conciencia y el inconsciente en los que se aventura la saga. 

 

Los artistas y los filósofos, en general, deben reestablecer mediante sus creaciones el desajuste que hay para las distintas calidades del uso que se da al tiempo. Corren el riesgo de quedarse entrampados en la nebulosa de este, que viene a ser el espacio pro­pio y la fuente de su creación, sin traer de vuelta al mundo la infinitud de ese presente que hubiesen po­dido cosechar y transfigurar en cuerpo estético. 

 

Este riesgo es por lo demás inevitable, porque es inherente al tiempo de ocio. El artista se construye desde allí; llega a ser el que es allí. Y quien no, es cualquier cosa menos artista. 

 

El ocio ha sido banalizado e irracionalmente negado en esta carrera cada vez más vertiginosa por la que transitamos. Y, sin embargo, hombre y artista narran su existir asentados desde el vacío que el ocio les concede. El tiempo se va, mas no se pierde; siem­pre se recupera, pues las acciones, por minúsculas que parezcan, por invisibles que se nos aparezcan, son el tejido sutil que da sentido al curso vital y al orden universal. La recuperación proactiva que ofi­cia el artista es una recuperación de segundo orden, ya que todo acto o pensamiento está de antemano redimido por la recuperación pasiva que opera infa­liblemente en todo viaje, cuando la existencia es todo y es lo único que realmente está en juego. 

 

Cuando dejamos este mundo, solo queda en nuestros compañeros de viaje una idea de quienes fuimos, una reserva en la memoria personal y en la colectiva. Este “dejo” dura una generación o dos hasta nuestros hijos, o tres hasta nuestros nietos, et­cétera. Y así, con el paso de las generaciones, ese re­cuerdo se va atenuando para difuminarse en la nada. Las pequeñas o grandes odiseas que protagonizamos quedan a resguardo en el lugar sin tiempo e informe que los antiguos llamaban Inferos. Los héroes pervi­ven más o menos, pero el pozo negro del tiempo, el cosmos de Chronos, se los devora.

 

 

 

en Cazando moscas: Obras casi completas, 2023

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